Cromósfera invisible
Cromósfera invisible: bosquejo para una poética cotidiana del color en México, presentación para el Coloquio “El Color en México” en la UNAM, septiembre de 2012.
Texto Completo
CROMÓSFERA INVISIBLE: Bosquejo para una poética cotidiana del color en México
Jorge Santana
PRESENTACIÓN
Cuanto aquí se atenderá es apenas un análisis general de lo que representaría una investigación más extensa. A razón de su brevedad puede considerárselo un experimento, un bosquejo de tesis sobre el color y la mexicanidad circunscrita en lo que expresaremos como ‘poética’, no por su sentido literario sino por reconocer en la cultura visual un fenómeno sensible, frecuentemente desestimado por la crítica de arte mas no por ello ajeno a éste. Del tosco conjunto que suman la cotidianidad, la idiosincrasia y la mirada, intentaremos recoger alguna sutileza.
COLOR Y EXOTISMO
Es imposible que se exporte un documental de cultura mexicana que no repare en algún momento en el colorido de lo que constituye “la patria”. Se ensalzará el color en más de un aspecto anteponiendo a cada uno el orgulloso pronombre de “nuestro”: pintura, vestimenta, mercados, frutas y flores; toda una apoteosis de buena parte de la identidad que sentimos o creemos representar. Algunos familiarizados con el tema hablarán de Rufino Tamayo, del Dr. Atl, de los muralistas y el mundo indígena, de la artesanía de tejidos y máscaras, de Xochimilco, Tlacotalpan, Oaxaca y sus muchas celebraciones populares; dirán que en este país todo es color y que prácticamente nos fundimos con él. Pero ¿es este carácter descriptivo una verdadera conciencia del color nacional? Pronunciándonos por ella, ¿hasta dónde somos capaces de apreciar el color como fenómeno cotidiano más allá de la alta cultura? ¿Qué del color no se antoja materia de crítica de arte, de fiesta o de turismo? Ciertamente, el color es un asunto que toca a todos. Advirtamos entonces algunas otras formas de ponderarlo.
DEGUSTACIÓN DEL COLOR
En las crónicas de la conquista ya se menciona la enorme inclinación que los antiguos mexicanos poseían por los alimentos coloridos; especialmente el rojo y el verde. Los simpáticos tamales de dulce coloreados en intenso rosa, eran golosinas teñidas con cochinilla para atrapar la atención de los niños. Los colores cálidos de adobos, moles, salsas, han sido una preferencia organoléptica ininterrumpida por encima del gusto y la textura de los alimentos; es decir, han sido lo más llamativo a los sentidos. Pero al paso de los años muchas de las coloraciones originales, como el achiote, el añil y el azafrancillo, fueron sustituidas por agentes industriales. Justo en la navidad pasada, media centena de tapatíos sufrió una grave intoxicación en una feria pública de Guadalajara, de la que al final hubo cinco muertos por sobre-ingesta del colorante anaranjado de la apetitosa longaniza, salchicha de cuyo origen italiano queda poco en las cenadurías de México. Los peritos médicos: “precisaron que las anilinas en cantidades menores para dar color a algunos alimentos no causan daño, pero en alta concentración son mortales”. Otros estudios demuestran que de los productos expendidos en escuelas nacionales, 6 de cada 10 poseen un tipo de colorante probadamente asociado con “efectos adversos en la salud, especialmente en la conducta de los niños”. Este atractivo en desmesura por los colores cálidos en los alimentos, sobre todo, en refrescos, gelatinas, yogurts y frituras, ha distinguido nuestra nación con el mayor uso de colorantes artificiales, superando hasta por diez veces lo habitual en otros lugares… ¿Qué nos querrá decir toda esta cromo-fiebre?
EN NOMBRE DEL COLOR
Así como el ministro de nuestros alimentos es el color, el lenguaje es a su vez representante de éste y desvela rasgos importantes constitutivos del temperamento mexicano. La lengua es más que sólo escuchar y decir; es, más allá de metáforas, reflejo de la visión cultural, un habla asimismo “teñida”, imbuida en los accidentes de eso que los colores son para nosotros. Los colores, como los meses, permiten la tautología: “mes de marzo” para decir ‘marzo’, “color azul” para decir ‘azul’. En la Ciudad de México, por ejemplo, prácticamente nadie refiere de modo coloquial las líneas del metro por su sistema numérico o alfabético. Decimos: “la línea verde”, “la azulita”, “la cafecita”, “la rosa”. También se ha llegado a acuñar apellidos para los colores: ‘rosa-mexicano’, ‘rosa-tianguis’, ‘azul-Coyoacán’, ‘azul-Caribe’, ‘verde-bandera’. El color es una guía del signo; por él nos orientamos, con él nombramos: “un azul” para un policía de vigilancia; “un tamarindo” para un antiguo agente de tránsito, un “zanahoria” para un empleado de limpieza. Se puede ser “güero” o “moreno”; un “rabo verde” o un “rojillo”; uno puede “tener luz verde” para un proyecto, hallarse “en números rojos”, ser adepto a algo “de hueso colorado” o quemarse con algo “al rojo vivo”, contar “chistes colorados” o de “humor negro”… “Para que las cosas cambien, aún “está verde”: ¿esto se oye, o se ve, decir? Uno puede ir a la Zona rosa o al Estadio azul; incluso a la Zona roja. “Darse color” significa ‘darse cuenta’ y “pintarse de colores” es ‘retirarse’.
EL COLOR INDISCERNIBLE
Muchos modelos de evaluación psicométrica aplicados a dibujos infantiles para desempeño y personalidad se fundamentan en textos estadounidenses de hace medio siglo. ¿Qué podría argüirse al considerar “anárquico” o “impulsivo” a un niño que dibuja un cielo gris o rojo cuando, bajo la creciente contaminación de la gran urbe, no le es dado apreciar bóvedas de días en “azul cielo” y noches en índigo? Nos queda a los adultos resolver esta clase de juicios.
El color no es siempre como pensamos. También percibimos por convención y solemos ignorar un color sobre otro semejante. ¿Cómo se puede hablar del “color de las cosas”?… Imbuidos en la globalización comercial, la realidad paisajística y pictórica se reemplaza por una realidad gráfica que obliga a la máxima estimulación óptica; ejemplo de esto es la estandarización visual de los centros comerciales, embajadas mundiales del capital, que se muestran en complejos luminosos y coloreados bajo la impostación de una falsa luz diurna, ante la que el dramático claroscuro está proscrito, pues cualquier sombra atentaría contra ellos como una garra que se rebela de su domesticación.
Cómo olvidar que los principales colores intangibles y no por ello muy notorios que nuestro país exportó al mundo, fueron justamente los de la TV a colores. ¿Sería casual que su inventor, el ingeniero Guillermo González Camarena, fuera hermano del célebre colorista y pintor mural?
COLOR EN ALTA ESCALA
En alguna de sus notas el escritor Julien Gracq habla del cambio del verde vegetal al amarillo seco que se aprecia al sobrevolar los Pirineos de Francia hacia España. Los estados y las regiones guardan a veces significativas fronteras de matiz. Acaso podríamos llamarlas isoglosas cromáticas. Contemplada desde satélites, los colores de nuestra república oscilan entre el verde 350, el marrón 464 y el gris 7539, en la escala de color universal Pantone. Sin ánimo de coincidencias, se entiende que Mesoamérica siga siendo en tal aspecto un territorio uniforme. Desde las sierras hasta los desiertos y manchas urbanas, en la corteza de nuestro país predomina aún el verde.
En no pocas ciudades desde el Bajío al extremo sur, de finales de febrero a principios de junio, a la vista aérea se distingue una proliferación constante de “moretones” esparcidos en calles y avenidas por las copas de las jacarandas. Las ciudades se tornan de una mezcla de violeta, gris y verde. Y no se necesita un avión; una consulta a Google Earth o un paseo por ciertas calles será suficiente.
En cuanto al color del cielo mexicano, es posible notar en las macro urbes noches rojas y tardes blancas a causa del alto índice de partículas contaminantes. Curiosamente, en experimentos recientes, se desarrolló una sustancia que, añadida a la atmósfera ayudaría a contrarrestar el efecto de la polución, con la salvedad de modificar el azul diurno por un verde levemente amarillento. ¿Querríamos un cielo como ése?
¿POR CUÁL RAZA HABLARÁ EL COLOR?
Pero ¿qué tantos pueden ver bien los colores?… Ciertamente más mujeres que hombres. Sondeos en salud indican que el 4% de la población en México padece daltonismo, del cual, por razones genéticas, son en su gran mayoría varones que no reconocerían la diferencia de los colores de la bandera, entre millones de apreciaciones más útiles, como semáforos, arte, etc. Se conocen otros padecimientos cromáticos ligados: acromatismo, albinismo, heterocromía, vitiligo, e incluso hepatitis. Aunque el verdadero dilema del color y lo humano es un mal de origen más bien social.
Pocos son los que se salvan, directa o indirectamente, de esta otra importante apreciación del color en nuestro país: el racismo. El racismo en nuestra población no se discute; como pedir en la papelería una pintura o en la perfumería un maquillaje “color carne”, es un hecho palmario. Desde la intolerancia alterna hacia los extranjeros, hasta la segregación multilateral de grupos étnicos y fenotipos. Herederos de un arraigado y siniestro sistema de castas que etiquetaba a la población con casi medio centenar de categorías raciales, el juicio por el color de piel, contrariamente a lo que se podría augurar, es un problema creciente según nuestra Máxima casa de estudios; valga señalar que México es, por mucho, el mayor consumidor de tintes para cabello rubio a nivel global. Hablar a fondo de todo esto nos exigiría una mayor oportunidad, aunque algo se deja entrever en casos familiares como el de Guatemala que, siendo de los países con mayor población indígena de América, sólo ha ostentado gobernantes caucásicos.
Existe una sorprendente investigación sobre racismo aplicada a niños de nuestro país en que se los entrevista delante de un par de muñecos, uno blanco y otro moreno muy oscuro (el que por cierto hubo que pintar pues no se le encontró a la venta en ninguna juguetería). Ante preguntas de disyuntiva, los niños, ya morenos ya castaños o rubios, argumentaban infaliblemente que el muñeco moreno era malo, feo y poco fiable; mientras que el blanco les inspiraba lo opuesto solamente por ser blanco y tener ojos azules. De hecho, casi toda la publicidad que conocemos y aun varios suplementos periódicos, como la sección infantil del diario Reforma, prohíben a sus editores publicar rostros morenos o de rasgos indígenas.
EL COLOR POLÍTICO
No deja de resultar irónico que, dada la corrupción de muchos candidatos partidistas a todos niveles, pocos de ellos sepan que la palabra ‘candidato’ proviene del latín que significa: “hombre de blanco brillante – hombre albo, inmaculado”. Es irrisorio lo que, en contraste con otros países, las estrategias partidistas nacionales diseñan para desbordarse en ríos cromático-políticos que, más que apelar a su identificación, exhiben una imagen que satura el inconsciente de los ciudadanos y les arrebata un artero provecho: ¿y qué decir del partido que toma nada menos que un color como nombre?… Todo un código de usos y costumbres que sataniza colores ajenos y loa los propios en la indumentaria de adeptos, al grado de condenar el porte de una sola prenda que distinga a partidos opositores; ciertamente una estrambótica mercadotecnia, semejante a lo que Octavio Paz subrayaba al decir que el mexicano se embriaga y estalla en colores violentos. Hay sin embargo colores discretos que también estallan por reconocimiento, como la Marcha del color de la tierra. La gente de nuestro país aún recuerda esta movilización sin precedentes por los derechos indígenas y cuyo lema apelaba sugestivamente al color.
COLOR, ECONOMÍA Y POBLACIÓN
Es curioso, en nuestro país el mayor inversionista en la industria de libros y el mayor en la de pinturas son otro par de hermanos. La empresa Comex provee casi toda la pintura para los inmuebles del territorio nacional, ocupando los primeros lugares del mercado y superando por mucho los insumos editoriales de las librerías Gandhi.
Pero el color público no es libre. No del todo. Nuestro país cuenta con una legislación de imagen urbana que somete la arquitectura a normas específicas; entre las que destacan las de ciudades o barrios coloniales y los llamados “pueblos mágicos”; fracciones de este reglamento obligan el uso de colores claros en techumbres, fachadas y letreros; colores ocres y terracotas para ciertos poblados, así como el uso de matices claros para los edificios de más de tres pisos; o bien del todo blancos como en el caso de Mérida, conocida con justicia como la Ciudad blanca. En cuanto al colorido de ciudades, análisis al respecto encumbran a Guanajuato como la séptima de las diez metrópolis con más colores en todo el mundo.
Por décadas, en el ámbito rural nacional, gran parte de fachadas de casas y edificios se ha coloreado por los famosos verde-perico, blanco de cal, amarillo-canario, rosa y azul-cielo; esto se debe a que, dada la escasez económica que nos ha distinguido como pueblo, los pigmentos puros se mezclan con agua de cal y baba vegetal, resultando una argamasa económica para aplicar en las paredes. A través de la historia, pigmentos de colores diversos han escaseado y abundado en la naturaleza mexicana, definiendo su precio asimismo dispar y hasta su aparición intermitente en el arte y la artesanía, como si fueran frutos de estación: del barato blanco de zinc al costoso azul de cobalto que más tarde se utilizara menos decorosamente en los muros callejeros de algunos pueblos, como una larga cenefa a un metro de alto del suelo que delimitara una zona re-pintable, en la parte afectada por orines de hombres y perros, a fin de no tener que pintar de nuevo el muro completo.
Ante todo este coctel de puntos de vista y de posibilidades, ¿cómo deliberar a propósito de una suerte de “sinestesia de cotidianidad en México”, de manifestación entre los colores que nos rodean y la vida que hacemos y ofrecemos?… A partir de nuestros preciados azul y oro, o desde cualquier otra perspectiva, ¿qué nuevas maneras de descubrir el color mexicano podríamos seguir advirtiendo?