Emulador de voz
Jorge Santana
(imágenes del autor)
Para bien o para mal, me he perdido estos días en mi escritura. O más bien no soy yo, sino mi voz la que se fuga de faltarme el aliento en estos días, entre tantos encargos en que hablar y escribir se han retorcido al grado de no saber qué verbo de los dos es cuál. Así, no soporto más escribir si alguien no lee en voz alta y de inmediato eso que escribo. Difícil o casi imposible satisfacción a su necesidad la mía, ahí donde mi propia voz no alcanza y no puedo salir de mi aislamiento sólo por la vanidad de colgármele a alguien, sin que me importe en verdad, y de ocuparlo como una puta; sí, una puta lectora de la que, como un sexo, me dé la intimidad de su voz urgentemente para abismarme en ella y en su distancia cobrar mi cercanía, como a tantos les gusta que les digan ‘te quiero’, pero esta vez haciéndoselo sentir inverosímilmente a ella; eso, en lugar de tener yo que pagar nada.
Otra vez la vieja historia: con placeres por los que se paga y sin manera de hacerlo, con la obra eternamente inacabada pidiendo otra dosis de reconocimiento. Pues siempre aspiro a que se me confiera algo, sobre todo por parte de lo que recibe continuamente sin pensar, o bien, sin querer hacerlo, y eso es pensar un poco; es en el fondo, digamos, su precio. Y yo me niego a retribuir a una audiencia que, irónicamente, debería cautivar. De hecho, cuando he llegado a estar con una prostituta me ha ocurrido lo mismo: el sexo por el sexo es lo que menos me importa. Por lo visto, lo explícito se inventó para el disfrute a solas.
Pero ahora tampoco pienso más que eso. Traen estos días el peor y más picante estado de enajenación; y al parecer me tocó sufragar por ello, o más bien, quitarme algo, quedar algo a deber. He perdido un sinnúmero de horas consiguiendo programas digitales que puedan leer mis textos con una voz que, aunque artificial, se ejecute en la terrible privacidad de mi casa. No sabía en carne propia de relaciones robóticas, pero hoy debo reconocerlas. Es una necesidad pura, una urgencia con la que ni siquiera contaba y, tan sofisticada, que apenas si la puedo escribir aquí para atestiguarla mucho tiempo después, cuando el dibujo de mi sentimiento se haya encontrado o disuelto en su forma.
Que me lean, sí, que me lean tan vivos y tan ajenos como si hubiesen despertado a una máquina o a un muerto. Porque no hay nada más sentido que lo que uno escribe cuando ha llegado tarde: al amor, a sí mismo, a sus insuficiencias y a sus méritos; porque nadie es competentemente alguien hasta que un espejo inesperado nos devuelve su reflejo desnudo, y ahí, estamos frente a él, llenos de Dios, avergonzados de ser su creación, en un mundo tan solitario en el que ni siquiera cabemos los dos, frente a él, sin gesto y a veces hasta sin cuerpo: llenos de palabras, palabras que ya no son nada, que no lo son porque —y alguien que lo diga— nunca lo han sido.
Poderosos versos nos regalas siempre en tus textos, provocaciones y excusas para mirar más allá de lo evidente.
Siempre un gusto, querido Rafa. ¡A seguir arrastrando el lápiz! Abrazo.