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Escribir con el borrador

Escribir con el borrador

o la poética de lo que no fue

 Jorge Santana

 

 

Darle el último toque a una obra; es decir, quemarla.

GEORG CHRISTOPH LICHTENBERG

 

Mago de la inseguridad, el poeta sólo tiene satisfacciones

adoptivas. Ceniza siempre inacabada.

RENÉ CHAR

 

 

INTRODUCCIÓN

Cuanto sigue a estas líneas se puede englobar en el concepto metafórico de un ‘anverso de la escritura’; o sea, la dimensión en que creador y creación se ven implicados en asuntos aparentemente colaterales y que, en virtud de ello, no suelen atenderse fuera del campo lingüístico y semiológico. Acaso la diferencia palmaria entre tal campo y el del presente texto, sea la de tratar de integrar con las ópticas que aquí se ofrecen, no sólo un análisis, sino una tribuna de diálogo y de concordia entre las partes, eso que poco a poco encuentre un sentido poético en lo menos visible del arte: una ética y una estética de las caras ocultas del lenguaje más allá de lo sublime que las obras reflejan. En suma, una poética del hacer, del decir y su desdecir.

Partiremos de la tesis de que la corrección de la escritura, entendida ya como sobre-escritura, ya como borradura y tache, posee, aparte del tema a que obedezca, una fuerte inercia en el propio acto creativo y que la reformulación de un texto entraña algo más allá de mejorar el estilo. ¿Por qué corregimos? ¿Cómo y de qué manera la corrección se ejerce más o menos autónomamente como una escritura del tiempo o la cultura? Observaremos, por otra parte, la frecuencia con que el talante de la corrección es meramente espacial: poner o anteponer tal fragmento a tal otro, suprimir o añadir un par de palabras para alterar, en efecto, el sentido; y, así, apreciar cómo el lenguaje cobra algunas condiciones plásticas: salpica, chorrea y mancha. También se vuelve maquínico.

Advertiremos que las ópticas de la corrección no se agotan fácilmente porque ésta se halla en todo lo tocante a la creación y al texto mismos. Más que una tarea filológica, estudiar la corrección es hacerse un poco un relojero del lenguaje. Es también hasta cierto punto una labor detectivesca, desafío para comprender la literatura desentrañándola de las galerías en que se gestó: de la idea a la estructura y, de ésta, al mínimo retoque.

Los métodos de la escritura se han sofisticado al grado que tachar y borrar son ya una suerte de lenguaje. Este destino, no obstante, ha tenido un paso intrincado: de la escritura en la arena esfumada por el agua y el viento, a la escritura en una pantalla de pixeles, cristales diminutos millones de veces llenados y vaciados sin dejar vestigios. Es curioso: la memoria de la escritura –de lo humano– que por milenios vivió en el papel, en lo orgánico; empieza a hospedarse ahora en el silicio de los circuitos electrónicos, en lo inorgánico.

Aun patente como una superficie, la corrección es más bien una entraña, una memoria más o menos sondable, más o menos consciente de mostrarse, como ocurre con esos edificios que dejan ver sus cimientos y con ello la traza de su oriundo boceto, de cómo fue hecho y de qué está creado: una casa de vidrio sin cortinas para poder sentir su interior aun desde afuera. Y porque éste era también un espíritu del lenguaje: organismo vivo, desplegado en su presente y translúcido en su historia. Mucho de la literatura y del arte actuales engulle su Babel y pone al descubierto lo diáfano de esta nueva auto conciencia.

Asimismo, revisaremos algunos ideales y utopías del lenguaje que, no consumados por completo en el arte, se cumplen de algún modo en el proceso creativo de forma vernácula, y con ello, en la corrección del texto. Por otro lado, considerando igualmente la escritura un ideal de la vida y, con ello, la creación una utopía en sí misma, se reivindicará el valor de lo inacabado, de la duda y lo nunca dicho, del soporte en blanco y la insuficiencia del tiempo en el acto de escribir, y porque asegurar una real satisfacción creativa requeriría un tiempo conjunto para dar y no dar, un tránsito en zigzag en que el máximo punto de tensión consiguiera también expandirse como onda en el agua. Agitación y alivio. Cancelación y activación juntas. Un dar hecho de todos sus retiros.

Si, como dice Baudelaire, “la inspiración y el esfuerzo de escribir son dos contrarios que no se excluyen”, la obra, además de ocupar un punto medio entre ellos, es un salto que se ejecuta por su cuenta y la poesía puede llegar cuando ya no se la espera. Un poema es, por lo tanto, heredero de esa espera ejercida sin retribuciones, sin siquiera escribirse: es al fin un estado de conquista de su propia tierra, pues, nuestro cuerpo mismo, más allá de metáforas, nos demuestra que también somos escritura y rehechura; que, de algún modo, las palabras son nuestras extremidades, las movemos, pero nos mueven. Con ellas tomamos y soltamos, llamamos y alejamos. Que nos llamen “siervos” no nos hace siervos; en cambio, llamar a alguien “patrón”, lo hace en efecto nuestro patrón.

Creemos lanzar las palabras al viento, pero en cuanto decimos algo, el viento cesa y las palabras caen con el peso de las piedras. Entonces escribimos, escribimos ese viento que soporte lo dicho y vemos que, con todo y arrepentimiento, podríamos encarnar perfectamente nuestra escritura. No sin melancolía entendemos así el pulso de nuestro eterno deseo: pues siempre queremos ser lápiz, cuando en el fondo no dejamos de ser sino papel.

 

LA POTESTAD DEL TEXTO

Poco escapa al lenguaje; más aún, el lenguaje puede crear lo que quiera, decir lo que no existía para hacerlo existir en él de inmediato y, de ahí, en el pensamiento: es su ciclo vital. Toda lengua es escribible y, como hacía notar Pedro Salinas, hasta cuando aseguramos no tener palabras precisamos de ellas para expresarlo. La escritura es la cosificación del habla y una vez hecha objeto es metamorfosis pura. Podemos escribir sobre música, arquitectura, cuadros; pero no hay ni melodía, edificio o pintura que manifiesten con fidelidad un relato. ‘Texto’ deriva de ‘tejido’, es ésta una etimología aún vigente, pues la escritura no ha dejado de ser ropa que nos viste y red que nos apresa.

Vivimos bajo el lenguaje, nunca sobre él. Podemos imaginarnos sin Dios, pero no sin su palabra. Bastaría con preguntarse por todo cuyo embrión fue sólo discurso; ciertamente no acabaríamos: el libreto de una película o un guión para teatro, una anotación urgente en un pequeño cuaderno que devino obra monumental, un lema de lucha política, el vocablo centenario asestado a puño sobre el acta que nos dio nombre y que pronunciado en cualquier circunstancia nos hará siempre voltear, las mismas líneas leídas justo ahora, las cartas que nos seducen, las convocatorias que mueven nuestros pies y, desde luego, una obra literaria, un poema.

Por otro lado, si la obra es composición, algo es seguro: su lance y su riesgo de descomposición, de descompostura. Sólo se compone lo que puede descomponerse y, por supuesto, recomponerse. A diferencia del habla –en la que desdecirse de algo lo dice dos veces– la escritura sí permite retractarse, corregirse, borrarse, en el mejor caso, sin mostrar sus costuras, sus pegotes. “Toda voz –apunta Roland Barthes– está bajo amenaza, (…) hay siempre en su origen un grito y en su final un silencio.” No obstante, en la escritura, grito y silencio pueden modelarse. Además de arrepentimiento, corregir implica valentía. No alberga punto medio entre ellos. Y si la escritura es una reconsideración de la vida, la tachadura es una reconsideración de la escritura y, por ese camino, una determinación de nosotros mismos. Tachamos para entretener la herida de la mortalidad usando la red del texto como venda. Ortopedia en la propia carne, en el texto enmendamos cuanto sería enmendable en nosotros y nos resarcimos de la atrofia: se moldea la inteligencia, se alargan los brazos, cicatrizan viejos criterios y se vuelven a unir nuestras ideas propensas a desligarse con el tiempo.

 

 

REDENCIÓN DEL TIEMPO IMPERDONABLE

La vida entre tachones es posible. Recomendable acaso. Las palabras nos redimirán y nos someterán por siempre, contentos y pesarosos de decirlas o de callarlas. Muchos son los que exhortan a no voltear hacia atrás, a no desandar y a enmendar únicamente lo indispensable. Borges, Octavio Paz y muchos otros, subrayan (curioso verbo) la importancia de este desapego; sin embargo, y esto es digno de nuestra consideración, nunca pusieron el ejemplo: a cada nuevo tiro de sus obras algo quitaban y algo añadían. Baudelaire decía: “no soy partidario de la tachadura; enturbia el espejo del pensamiento”.

A siglo y medio de distancia, y a solo golpe de vista de los cientos de papeles tachonados que descuidó en no llevarse a la tumba, desenmascaramos un poco la faz del genio. ¿Por qué entonces estas mentes públicas sugerían lo contrario? Tal vez porque las tachaduras se antojan impúdicas y, fuera de nuestra excesiva intimidad, revelan incertidumbre, son ingenuas y dignas de ocultarse, a más de poco estéticas, en una palabra: desechables. Hallarse entre tachaduras es haber deambulado del quirófano a la morgue de la escritura, no sin el morbo por los garrapatos. Y hay incluso quien, afanoso por obras exangües, se dé a la macabra intención de resucitarlas en una época incierta.

He aquí los tres tiempos metafóricos de la factura del texto: escribir es su presente, la escritura es su pasado, la corrección es su futuro. Como podremos darnos cuenta, el tiempo de la vida es apenas equiparable al tiempo de la escritura, tal como la vida lo es para las obras; de modo que en las frases “como podremos darnos cuenta” y “como nos dimos cuenta”, aun estando la primera en futuro y la segunda en pasado, se conciben igual. Así, la respuesta a los dilemas del tiempo en el texto, se halla en éste mismo y no en otras dimensiones que no lo precisan; no en el paseo, no en el cine, no en la nostalgia. Maurice Blanchot hace una analogía entre escritura y pasividad pues ambas permiten la borradura, extenuando al sujeto cambiándolo de tiempo a su antojo, pudiendo desplazar cualquier elemento sin dejar en claro cuándo se lo desplazó, tal es la “ociosidad de lo neutro”. La pasividad es en el fondo la caja de Pandora de las posibilidades. De hecho, ya Henri Meschonnic observa que es en la relectura que uno empieza verdaderamente a leer, antes de ésta todo es un episodio preparativo pues para que la lectura sea un acto completo se debe mirar a sí misma como lectura. Así también, la corrección, situada en el futuro del texto, es una relectura que convierte el crear en un recrear, es decir, en un verse crear.

“El mar es un orfebre que trabaja desde adentro”, decía Malcolm de Chazal; de esa manera parece operar el texto en su tiempo: inventarlo, producirlo, emularlo. Escritura y lectura no son iguales, la primera es espacial, geométrica, profunda; la segunda lineal, aritmética, plana. Una es esfera, la otra sólo rueda. No es difícil imaginar los tres tiempos del texto como tampoco que cada uno contenga en esencia algo de todos: un tiempo fractal como una matrioska rusa con sus continentes.

Y si escribir es el presente, la escritura el pasado y la corrección el futuro, entonces, esta última –que nos ocupa–, aun materializando el espíritu de porvenir del texto, contiene a su vez algunas modalidades, útiles a un propósito común pero individuales en su perspectiva. Miremos el carácter temporal de la corrección: el tache de su presente que censura: “esto no va”, la paloma de su futura aprobación: “esto va a ir”, la borradura de pasarlo al olvido: “esto no fue”, la nota que injerta en el subjuntivo su condicional: “si esto fuera, sería esto otro”, y, por último, los símbolos imperativos de su desplazamiento: “pon esto aquí, eso acá”.

La vida entre tachones es posible. Recomendable acaso.

 

CORRECCIÓN Y COSMOVISIONES

Nuestra propensión por armar y desarmar no es casual. Nos atrae la historia de Frankenstein porque entendemos de algún modo que, bajo su destino trágico, creador y creación son disociables: mente y organismo, ensayo y criatura. Mientras los chinos curaban el cuerpo sin abrirlo, en Occidente se daban lecciones de anatomía pieza por pieza. Si esto no lo habrá decantado hoy nuestra cultura hasta el límite…

Pero lejos de toda ética, más allá de que tachar y corregir sea recomendable o no; estamos condenados a ello. Al menos en espíritu, y pese a lo que la globalización termine por emparejar, corregir no será lo mismo en las perspectivas de Oriente y de Occidente. Nuestra no muy prudente visión del mundo demuestra no haber sabido integrar, entre otras muchas cosas, la noción de finitud al fenómeno de la vida; le ha quitado, digamos, eso de deber ser fenómeno, reduciendo el amor a la noción de mitad y –como ha señalado Victor Hugo en las posdatas de su vida– ha suprimido la intuición y puesto a los dioses en custodia dentro de templos y libros, dotando el cielo de inciertas dimensiones, de puertas. Y si tal panorama ofrece una segunda vida en el paraíso, ¿por qué no se nos habría de ofrecer una segunda oportunidad, o tercera o enésima de prolongar nuestras obras?

Miramos blanco el papel como abundante el tiempo. La silueta oscura del texto es una puerta cuyo marco representa el umbral entre mundos: margen que apabullamos con consideraciones mitad imaginación, mitad nuestra real vida, como si no nos decidiéramos a quedarnos de este lado o a entrar. “Hacer algo al margen”, reza la frase coloquial, ¿cuántas veces no desearíamos expresarnos sin compromiso?

Rara vez las palabras nos dan esa tregua, uno las usa adoptando de ellas también la carga sentimental de su historia y de sus esencias en la gente, aunque no nos demos cuenta. Ya Agnes Heller definía el sentir como un estar implicado en algo. Y nosotros estamos muy implicados en nuestra lengua. Por eso, pueblo, lengua y sentimiento son indisociables: el no poder pronunciar el nombre de Dios, por ejemplo, es el misterio hacia Dios. Que en la cultura judeo-cristiana el deber guarde estrecha relación con la culpa no es una verdad nueva. En una sociedad en la que decir ‘precisión’ y ‘justicia’ es decir ‘corrección’, y en la que atropello y falsedad se llaman asimismo ‘incorrección’, es notoria la importancia de tener que reparar la vida como fallos, léase, impropiedades, insuficiencias, mentiras. Correcto e incorrecto. Es posible usar estos adjetivos sin pasar siquiera por sus verbos.

Ante el paradigma del cumplimiento y el incumplimiento, nos queda la contingencia de la corrección, de corregir y ser corregidos. Compárese entrecruzadamente manuscritos e imágenes pictóricas de oriente y occidente. Lo que en un lugar es simbólico en el otro es mimético y viceversa. Se terminará viendo que, en los primeros, la libertad es un movimiento y, en los segundos, una exigencia. No es fortuito que el mejor calígrafo latino, reclinado sobre su mesa, sea sólo un novicio al lado del calígrafo-danzante de oriente. A veces, como un árbol impide ver el bosque, las líneas impiden habitar el texto.

 

PALABRAS: DESECHO Y RIQUEZA

En su estudio sobre el carnaval en la Edad Media, Bajtín habla de la risa y el lenguaje populares, en los que encuentra funciones específicas que no se verán más en nuestros tiempos: dentro de la plaza pública las groserías, afirma el escritor, poseían, a la par de los juramentos, un sentido mágico de integración familiar en que el cuerpo descalzo asimilaba el lenguaje de la boca a la tierra como en conjunción con la naturaleza.

Deposiciones, genitales y excrecencias, participaban con todo y sus palabras en el ocio y el ciclo del cuerpo en contacto con la materia, de ahí que gordura y grosería compartan sentido en la comilona y la voluptuosidad, haciendo que los términos escatológicos no fueran sino una libertad en la que se igualaban los individuos en la paja y la bosta del suelo, ya nobles ya plebeyos: “el príncipe de la mierda”, “el pastor cara de culo”, “se ríe como un coño”, “es un hijo de puta”, “cagarse en el muerto”, etc. Esto para decir que la censura y el carácter ofensivo del lenguaje como lo conocemos ahora fueron distintos en la Historia. Es de imaginar que algo de esa soltura se ha perdido para siempre en nuestra circunstancia sobre-calzada en que la grosería, antes meramente una forma irónica, se volvió vituperio y la risa burlona humillación.

En una sociedad de doble moral como la mexicana, por ejemplo, es fácil darse cuenta cómo el lenguaje pasa permanentemente por un filtro, tanto a través de las instituciones como en la convivencia ordinaria. Palabras como: ‘culo’, ‘mierda’, ‘pendejo’, ‘chingada’, ‘coño’, ‘puta’, son incorrecciones y se pronuncian ya con hilaridad ya con enojo; a puerta cerrada o en el grito provocador, pero no en el habla formal, como ocurre en otras sociedades, desde gobernantes hasta en la vida doméstica. El albur, a pesar de su perspicacia, se enquista en la megalomanía y el abuso sin llegar a ser un verdadero arte del insulto.

Durante décadas, el doblaje de cine y la traducción de obras literarias se vieron subyugados a esta moral. En algunos casos, de manera eufemística, se colocaban las iniciales de tales “groserías” seguidas de puntos suspensivos. Ante esto, el corrector se desempeñaba como censor. Gran parte de la corrección ha consistido en acatar normas ridículas. El ideal wittgensteiniano del lenguaje, el de tener un solo vocablo para cada elemento a nombrar, no se ha visto nunca más contradicho que en la retórica de la demagogia, búsqueda de puertas de salida para las palabras ostentándose al servicio de la moral.

Una parte importante de la escritura queda asimismo en la oscuridad de nosotros, ahí donde groserías y rezos son dichos en susurros o buscan el anonimato de nuestra pluma. Poseemos una escritura “en sucio” y otra “en limpio”. De hecho, algunos autores persuaden a realizar el trasvase de su operación higiénica justo en los momentos más fríos de la mente, desprovistos de toda inspiración, como un deshollinar inverso en el que la creación representa el episodio de ‘lo sucio’. Es de tener en cuenta que Octavio Paz gestara los ensayos de Conjunciones y Disyunciones a partir del prólogo al libro Picardía Mexicana, el cual atiende las formas populares, como la escritura fragmentaria y anónima, sus eternos anagramas y calambures, escritura de retrete público, ajena a la academia y no por ello exenta de ingenio, libertad y pulsión; verdadera escritura surrealista, cadáver exquisito público corregido y vuelto a corregir más por sus efectos en el lector que por su gramática, que deja claro que se escribe a pesar de la técnica (ya el propio Barthes criticaba el enorme rigor ortográfico con que el francés era enseñado en las aulas sin gran consideración por la creatividad y la comunicación).

No es poca la escritura que se ejecuta y corrige en dominios públicos y sin embargo anónimos. La “institución” se expresa de un modo y la gente, desde su trinchera, le contesta de otro: muros, baños, propagandas y redes de internet. En ellos la escritura está viva, se hace y rehace, se readapta y se la vuelve a publicar según las exigencias del momento. Una gran ciudad “produce” asimismo una vasta cantidad de texto vivo. En la serie animada de Los Simpson encontramos abundantes parodias de ello. Casi en todos los capítulos existe un momento de corrección de escritos públicos: las palabras y las letras son intercambiadas a manera de corromper el mensaje, la mayoría de las veces en contrasentido y mofa del original. Vagamente, ello entraña una facultad de activismo político que se notaría más de cerca en filmes como El Club de la pelea, de David Fincher y en general en el activismo artístico de grafiteros y otros creadores de asalto público: corregir lo “políticamente correcto” con el fin de subvertir el mensaje hegemónico y hacer de la corrección una anti-norma, una forma de expresión no exenta del oficio literario, pudiendo rendir la escritura al horizonte del habla común, como el argot del carnaval en la plaza popular.

 

ENTRE ARREPENTIMIENTO Y ACTUALIZACIÓN

A lo largo de la historia son muchos los autores que se han arrepentido de sus obras. La estadística se corona por la insatisfacción y la depresión, aunque no descartan la incomprensión o la falta de tribuna. Desde Virgilio hasta Vargas Llosa, de Sábato a Simic, muchos han conocido la vergüenza y la ira encaminadas a la destrucción urgente de su propio trabajo. Obras trozadas, arrojadas a la basura, al fuego, apachurradas, defenestradas, adiós baúles al río; y, en los peores casos, asediadas en desesperados intentos por recuperarlas una vez impresas: como le ocurrió a Juan Ramón Jiménez, quien infructuosamente intentó comprar la edición completa de su Platero y yo, ejemplar que tanto ha habitado los hogares donde se fue escolar. Si bien es cierto que, como observaba Julien Gracq, publicar un libro es en gran medida desembarazarse de un peso; por otro lado, llega a ser también una suerte de castigo.

Y es que del viaje hacia el texto, por breve que sea, el autor regresa al mundo con un tiempo enrarecido. La expresión que creímos madura empieza a oxidarse en el acaecer común: deja ver sus fallos, sus sendas inacabadas como si exigieran su expedición de regreso. Pasado, presente y futuro, como ocurre en otros procesos sociales, se manifiestan con claridad al trastornar el orden habitual al que estábamos acostumbrados a verlos: al querer enmendar el pasado o corregir lo que ni siquiera se ha hecho, al desdeñar el ser apurándolo al haber sido, etc. Acaso por el deseo de proyectar esta temporalidad versátil en sus lectores es que una famosa casa editorial francesa se haga llamar J’ai Lu (“He leído”).

Nos preocupamos por algo con la prisa de ser los únicos y los últimos en remediarlo, y no menos así por enmendar nuestros escritos, como decía Cortázar, “antes de convertirse en un hecho irrenunciable y con tapas”. Además de su incursión en el tiempo, corregir ha vuelto a mostrar más caras: la íntima y la pública. Podemos enmascarar o destruir nuestras correcciones en tanto no las ofrezcamos como obras, podemos esperar continuarlas dentro de muchos años. Hay incluso técnicas terapeúticas que instan a la escritura desechable, a escribir nuestros problemas en papeles y luego quemarlos. Nada de esto, sin embargo, existe con la obra dada a menos que se trate de un juego con los otros, del ofrecimiento de un misterio que los demás debieran esclarecer; de ahí que misterio venga del griego mysterión que significa esforzar los ojos para ver.

No obstante, el tiempo del texto y el tiempo de la vida, al menos en el internet de nuestros días parecen cohabitar, reunirse con la única condición de no estar presente uno mismo, de no poder ser externo. No poco es lo que ahí se escribe: opinión, diálogo, fragmentos literarios y poemas. Cabe señalar que en la plataforma de la red social por excelencia, Facebook, a poco más de la mitad de su aparición, se incluyó la opción a la corrección definitiva, o sea, a desdecirse de lo ya publicado, a subsanarlo o actualizarlo una o mil veces y a reintegrarlo o guardarlo en un cuaderno virtual de notas. A través de ello, es posible identificar no poco de la cultura y el temperamento de nuestra era; por un lado, el atrevimiento de publicar nuestras palabras (e imágenes), de cambiar de opinión y retocar nuestros argumentos desde su técnica hasta su sentido; y, por otro lado, la facultad de ser con nuestras palabras en la frescura del tiempo, renovando viejas opiniones, haciéndolas contundentes y vigentes una y otra vez a fin de destacarse a como dé lugar en la actualidad; ya que, la memoria de estos dispositivos, aun estando al alcance de todos, no es prácticamente consultada. Ya desde su lanzamiento, los servidores de correo electrónico albergan una sección de drafts o borradores para almacenar misivas a las que se optó por no enviar en un momento dado. Al igual que papeles doblados en cajones, estos soportes electrónicos saben aguardar su momento.

Como un tatuaje que nos avergonzaba y que nos hicimos quitar, poder decir y desdecirse es de alguna manera la garantía de una segunda piel: convertirse en lenguaje y habitar en su tiempo; poder estar sin estar en las cosas es, como el mismo internet, una etapa media del estar, en la que se puede compartir información con alguien y saludar a quien, paradójicamente, resultaría detestable topar en persona. No es aventurado apreciar las redes sociales como lo hemos hecho con la propia red del texto en que cada uno somos palabras distintas y, aunque ya no estemos en la tangibilidad de las cosas, se habla en nombre de ellas casi como ideal poético, al modo lacaniano, en un lenguaje que se cumple al nivel de la conciencia: ejerciendo nuestro influjo en los otros sin jamás haber estado salvo en las palabras.

Acaso el habla de internet haya venido a encarnar esa visión utópica barthesiana de una “música del sentido” y un “susurro del lenguaje” que fueran el sonido de fondo del motor de las palabras. Toca aquí una analogía: si bien el aire del Siglo XX era surcado por ondas de radio y de televisión; el siglo actual da la impresión de ser surcado por ondas de internet que son charlas y correspondencia. El susurro del lenguaje se ha desplazado así de la trasmisión al intercambio, del vibrar del sentido a la música del entendimiento, en resumen, del comunicado a la epístola.

 

CULTURA E IDIOMA

Pero vayamos más atrás de la aparente lozanía de las obras y repasemos algunos orígenes: el papel, es africano; la tinta, asiática; son antiguos. En cambio, el lápiz y el borrador, son europeos; son modernos. Parecería que mientras los primeros evidencian su suma, los segundos disimulan su resta. El mismo verbo “tachar” y su género literario por antonomasia, el más reformulado: “la máxima”, vienen, como el pan, de Europa. Toda parodia implica un regreso y una remodelación. Somos depositarios de eso. “Goma de pan”, ¿qué nos dice esta tangible y primera forma de borrador?: en parte, que (así como la lengua, siendo originalmente un órgano digestivo, se desplaza hacia el habla) el alimento de la escritura, la palabra, se borra asimismo con el alimento de la boca, y de esta manera, ambos regresan a la composta que dejamos de ir viviendo. Lo que no se dijo o se censuró pasa por esa vía al pozo del desecho, adonde –lejos del carnaval– no hay purificación sino podredumbre.

Entonces, ‘lo que no se dijo’ es para nosotros equivalente a ‘lo que no se ha de decir’. Ya el poeta y sinólogo Alberto Blanco comentaba su asombro al descubrir que el futuro para los orientales, contrariamente a nuestra idiosincrasia, se encuentra abajo y no arriba, que para ellos, como para todas las culturas orientales el tiempo es una caída. Y podríamos agregar: una ‘des-pertenencia’, mientras que, en las culturas latinas el tiempo futuro se construye con la tenencia del verbo haber (tener): “yo tendr-he, tú tendr-has, él tendr-ha, nosotros tendr-hemos”, etc. Eso da algunos visos acerca del concepto de pasión. Pues la pasión es en rigor una caída.

Y mientras que en grandes casas de subasta se puja en calidad de arte por accidentes y rectificaciones de pintores y escritores célebres, un artista zen cuyo nombre no nos es dado pronunciar con justicia, escribe con un pincel mojado en agua sobre una piedra al sol, en perfecta amalgama de estética y poesía. El precio que tasa el pasado en un lado es el valor de caída en el otro. El tiempo no tiene lugar, está adelante, atrás, arriba, abajo, adentro, afuera… Lo que para unos es inmanencia; para otros es olvido. Lo que para unos es fetiche, bigote con que se rayó un retrato; para otros es transición, huella sagrada, insectos que mueren día a día sin suponer corrupción, sino vuelta al origen.

Aun con todo, maldición y oración de penitencia, caligrafía o mantra, no olvidemos que así como nos reescribimos hasta lo indescifrable, procedemos de un origen común; alguna vez, antes de ser esta ensordecedora memoria, fuimos, se dice, verbo, en un tiempo no muy vertiginoso en que palabras y cosas eran lo mismo y dibujarlas era una cuestión natural, dedo que grababa en la arena y ola que comía. Acaso la propia historia de los números, ahora inmersos en la gramática, es más ilustrativa al respecto, pues éstos se reelaboraron una y otra vez desde su más rudimentaria representación hasta su abstracción completa, de su primer sistema de rayas apiladas a la simbología indo-arábiga que colocó las cifras a una altura de sintáctica y semántica universales, tal como ocurrió con la escritura musical. Aunque eso es otra historia.

Bien o mal, una lengua carga con sus normas adonde vaya, estas hacen su frontera. No pocos llegan a creer que idiomas como el español se van minando por influencias de otros desde sus estándares políticos y tecnológicos; pero nuestra lengua, como ocurre con tantas, tiende simplemente a “devorar” las externas: a castellanizar lo que encuentra a su paso procedente de cualquier otro origen; podrá incorporar nuevo léxico, pero en sus formas profundas se mantiene incólume, de la misma manera que el propio inglés “devoró” al latín en su momento, dando como resultado un idioma con muchas más voces que el nuestro, pero ciertamente menos hablado. Podemos tener un ‘scanner’ o un ‘escáner’ pero al momento de usarlo pronunciaremos siempre el verbo como ‘escanear’ y no como ‘to scan’, por más que la Academia lo reconozca o no. Todo idioma es rebelde a la corrección de sí mismo.

Desafortunadamente para algunos, la lengua constituye una fuerza poderosa de penetración y de pensamiento. Estados Unidos, el segundo país con más hispanohablantes en el mundo, no ha reconocido el castellano a su interior, aun siendo la lengua más hablada globalmente luego del chino. La respuesta a esta omisión es imaginable. Y he aquí otra cara de la corrección aparte de las del tiempo, de la pública y la privada: es la cara política e institucional, de las enmiendas a que se somete el mismo idioma.

Las instituciones pretenden “corregir” los idiomas de la misma forma que los individuos corrigen sus textos. Hay incluso lenguas, como el esperanto, que son prácticamente instituciones, y tal vez a eso deban su precario éxito. Pues el idioma, en ese sentido, no obedece como un pueblo a su gobierno; está encima de el, es más que un texto; es líquido y se desborda de sus contenedores, es político e institucional en sí mismo, de modo que al final, la Academia es corregida por las necesidades comunes, tal como ocurrió con los casi doscientos años de las letras ‘ch’ y la ‘ll’ que apenas en el 2010 fueron extirpadas del alfabeto español; otras veces, cuando la institución atiende la verdadera necesidad popular, sus dictámenes son acogidos como perfeccionamientos, como ocurriera en Corea hace más de cinco siglos, cuando el gobernante y lingüista Sejong el Grande inventara e instaurara el hangul, democratizando la escritura con un alfabeto fonético muy usado en lejano oriente y cuyo sistema de anotación es, por cierto, similar al latino.

Un espíritu de letras, tal vez un académico ortodoxo podría recoger alguna congoja de esta frase popular y controvertida: “la lengua es hecha –y corregida– por los que no la conocen”.

 

¿SELECCIÓN NATURAL?

En el breve trecho acaecido entre máquinas de escribir y computadoras, muy pocos de los que, con justa razón, corregían sus textos mecanografiados añadiendo a mano los acentos sobre las mayúsculas, sabían que en realidad protestaban indirectamente contra la compañía de armamento más grande del mundo, que prefería invertir su metal en la fundición de instrumental bélico de Estados Unidos que en caracteres para brazos móviles, una modesta ascendente tipográfica sobre los martinetes con los acentos de nuestra lengua, cuya norma académica nunca ha dejado de exigirlos: y he aquí una irónica coincidencia, pues brazo y arma, en inglés, significan lo mismo…

Actualmente, inmersos en la cultura digital, es común que, al momento de elegir una fuente cursiva para nuestro texto en pantalla, ignoremos que ésta fue una escritura de los monjes del Periodo carolingio desarrollada incidentalmente cada vez más deprisa con el fin de aminorar el tiempo en las copias de sus manuscritos mucho antes de la imprenta, de ahí que cursum, en latín, sea el participio del verbo correr; historia que va de la mano al uso de las minúsculas, cuyas formas curvas son otro resultado de esta presteza, la de trazar más velozmente las hasta entonces únicas y anguladas grafías (mayúsculas), por lo que su lectura se vuelve asimismo dulce a la vista e, incluso, los señalamientos viales en mayúsculas están proscritos en algunos países pues, efectivamente, también se requiere más tiempo para leerlos. En suma, estos procesos de riqueza del lenguaje no son sino producto de su propio enmendarse.

Pero ¿cómo es que se va reestructurando un lenguaje en el tiempo? Hay no pocas tesis sobre ello. Para quienes conciben el comportamiento de la lengua paralelamente a los caminos de la cultura, el desarrollo de la segunda responderá buena parte del cuestionamiento de la primera. Hay sin embargo quienes piensan que las palabras que más evolucionan son justamente las que tienen el uso más escaso. Comparando las palabras con la genética, lingüistas de Harvard han señalado que las voces de uso frecuente tienen muy poca oportunidad de cambio mientras que las menos importantes, al poseer más libertad, propenden a la evolución del lenguaje, al cambio. Para unos las palabras son sociedad; para otros, genes. No está de más considerar, ambas tesis.

En cuanto a la ortografía, suele enseñársela en las escuelas como parte intrínseca de la lengua y ésta es la principal razón por la que no se asimila bien. Las palabras aisladas responden más a una impronta visual que a reglas y excepciones, éstas se aprenden mejor con el juego, con la cercanía a la pintura y el dibujo, que con una memoria matemática. Porque el ojo no lee letras ni líneas, sino palabras sueltas o en pequeños grupos; y las palabras –como es patente en el vocablo ‘ojo’– son ante todo dibujos. Acaso esto sea el humilde remanente pictográfico de toda lengua fonológica.

 

DEL AMANUENSE AL ROBOT CORRECTOR

No deja de resultar peculiar y un tanto gracioso que nombres como “Hölderlin” o “Rilke”, o bien, que palabras como “hipertextual”, “multidisciplina” o “impredecibilidad” aparezcan como faltas de ortografía, delatadas en rojo, por los diccionarios de procesadores de texto en nuestro idioma al lado de vocablos como “Google”, “PowerPoint” y “Amazon”. Más allá de un reclamo a la industria de aplicaciones cibernéticas, se trata de evidenciar algo de la sofisticación con que la nueva manera de escribir y corregir se refleja en la cultura como un exponente más del automatismo tecnológico.

Aunque todavía son asequibles en una papelería los correctores en laminillas para máquina de escribir así como su versión líquida para la escritura a mano, nunca quien escribe tuvo al alcance más herramientas para corrección y edición que con los dispositivos electrónicos. Al menos en cuanto a la disponibilidad técnica, gran parte del Texto, concebido como la escritura universal del instante presente, se desata con la ayuda de formatos automáticos y de editores robotizados que ofrecen miles de soluciones predeterminadas de sintaxis y gramática de acuerdo a la esfera en que se planteen.

Detrás de la escritura tradicional se han apostado muchos sistemas que viven de ella y para ella, explotando y magnificando su carácter referencial, el conteo de palabras, funciones gramaticales y la edición del contenido de párrafos… Existen muchos programas de computadora para componer novelas y cuentos que prometen al escritor llevarlo de la mano y evitar errores potenciales en el manejo del tiempo y de los personajes, del vocabulario, etc. A más de medio siglo de la fundación del movimiento alternativo de técnica literaria más singular en la Historia (Oulipo), y de sus anhelos por las máquinas literarias, ha sido justamente la tecnología contemporánea la que los ha cumplido en varios sentidos.

Es fácil hallar más de este fenómeno en el desarrollo de la escritura mediática y en las nuevas codificaciones que empiezan a cernerse entre la gente, como el uso del “Alfabeto chat” o “Argot de Internet”, del “Texto predictivo” y otros más de los conocidos como “textónimos”. Los populares mensajes de texto (SMS por sus siglas en inglés) utilizados en la telefonía móvil manejan un tipo de escritura llamada T9, la cual cifra en dígitos del 2 al 9 las palabras de nuestro idioma. A cuatro siglos de la pluma de ave, tintero y papel secante con que fue escrita, El Quijote de la Mancha fue la primera obra traducida a este lenguaje digital en 2005. Ciertamente, por encima de ser una meta conquistada, no parece haber gran utilidad en ello, no al menos para los habitantes de nuestro planeta. Tal vez, desde esa perspectiva, aquel ideal wittgensteiniano de que hablábamos se vea también, aunque irónicamente, cumplido.

 

SÍMBOLOS: FLORA Y FAUNA / EL RETORNO DEL IDEOGRAMA

¿Qué de la ruptura diametral entre espontaneidad y control, huella y superficie, entre dominio y libertad, entraña nuestra escritura actual?, ¿qué es lo que se fue inmiscuyendo en medio de nuestro sistema de signos vigente sin haber pasado de entidad a palabra, como la letra “S” fuera alguna vez, en sonido y forma, un signo y una serpiente? ¿Qué de un lenguaje esgrafiado milenariamente y ahora pulsado en teclados, no hizo nunca el viaje de regreso a la semilla y se quedó enquistado y definitivo en su fuente?

Veamos: los paréntesis y corchetes que, someten y encierran las palabras; los signos de interrogación y exclamación que las exaltan; acaso más sutilmente, las negritas y los subrayados, además de recursos más o menos parasitarios como las comillas, ¡ay como nuestras pretensiosas firmas! Con frecuencia los usamos sin considerar que nunca fueron realmente comunicación nativa, que no fueron cosas para el hablar, sino para el ‘cómo hablar’ o el ‘a quien hablar’, que nada de ello fue un decir, y sí un ‘querer decir’, un ‘sustituto del decir’. De hecho, en siglos pasados, escritores que labraban el aforismo fomentaban el uso de los asteriscos entre una y otra dosis, no tanto como llamados u ornamentos, sino como un respiro visual que indujera al lector a abstraerse de las líneas y así poder reflexionar detenidos entre cada frase: una figura insignificante para una meditación trascendente. A todas luces, una escritura canalizadora. Es esto en lo que lenguaje e imagen parecen buscar lo mismo.

Por épocas enteras nuestra cultura ha defendido el estilo. Entendido como personalidad, como autoría, todo estilo propende asimismo a un modelo de corrección propio y, en ocasiones, a acuñarse de manera artística en alfabetos y sistemas que oscilan entre la literatura y el arte visual, semejantes a las hipergrafías y logogramas de Isou o de Michaux, que propugnaban por una poesía que atentase el valor visual y sonoro de la escritura, aunque esta no fuera significante… Pero si hay algo significante –significativo– es justo la corrección; de hecho, podemos aventurarnos a afirmar que, aunque tienda a derramarse en la abstracción, es la razón lo que la mueve. Una corrección es una hambrienta búsqueda de significado; por lo que es arbitrario apreciar la corrección como un modelo artístico aunque no deje de ser estético. La corrección no es arte; lo es el borrador. La corrección es útil pero a la vez es fría y racional. Y el arte es más que eso. Se puede entender una obra con correcciones, pero no una hecha sólo de ellas. Éstas, por ser recreación, no pueden anteceder sino suceder a la escritura. Se puede reunir correcciones y hacer una obra tercera, enfatizarlas o hacer como que se corrige, pero la corrección es en rigor el lenguaje restituido de su simbología perdida, léxico potenciado, en muchas ocasiones condensado, y más significante aún que las palabras. Así, la corrección, situada al nivel del lenguaje, no se vuelve por ello literatura. Hay arte, en cambio, en el fragmento, en lo que después de todo se logró con la escritura.

Ha habido intentos por desarrollar un lenguaje común que acoja el de la corrección; entre los más afortunados de ellos pervive cierto alfabeto editorial, a veces llamado orto-tipográfico, que es una jerga de signos manejada –con algunas variantes– en las mesas de redacción y editoriales competitivas. La corrección a este grado ha permitido llevar tal función de ser un oficio a una verdadera profesión que cuenta con congresos internacionales para nuestro idioma. Es natural que siendo ésta una tarea anterior a la imprenta posea hoy día el barroquismo que acarrea el propio lenguaje, desde la estructura del discurso hasta su opinión.

Actualmente se advierte en la comunicación mediática un franco retorno al símbolo, al ideograma. La escritura comunicativa se corrige y se opina desde esta otra perspectiva paralela al comentario en que los signos se jerarquizan gráficamente y estampan en cualquier medio su fuerza connotativa: caritas felices, o con gestos en todas sus posibilidades, pulgares de aceptación y de rechazo, palomas, taches, recuadros, “memes”” y “emoticones”, es decir, caricaturas de rostros humanizados que exaltan rápidamente la postura ante cualquier suceso: indignación, desconsuelo, terror, reclamo, burla, alegría, asco. Esta especie de grafos se ha colocado en la misma posición que los caracteres de escritura, dando como resultado un aparente ahorro de los quehaceres que implican formular ideas en el texto, ocupando de inmediato un valor absoluto que, justamente por tenerlo, no puede filtrar nada del estilo de quien los ha usado, y suplanta así lo sinonímico por lo unívoco, tal como ocurre con las propias deficiencias dentro de la lengua. “El lenguaje simbólico es capaz de formar significados a partir de estímulos para, a continuación, prescindir de esos estímulos y seguir construyendo significados”, ha escrito Derrida. Es a todas luces un aire reduccionista de la comunicación que no le es ajeno ni al propio lenguaje. Solemos decir, por ejemplo, que algo es ‘raro’ para ahorrarnos la molestia de hablar de eso que descrito con claridad dejaría de serlo.

La escritura ideográfica ha regresado tan sólo a esa categoría primera entre formulario y juego infantil. Podría, ciertamente, llegar más lejos. Sin embargo no es tanto un renacimiento como un indicio de saturación de la cultura de la imagen misma. No es tanto un lenguaje que se vuelva visual, como un asalto de la imagen a las palabras, de ahí que le quite su parte significante. De acuerdo con la teoría de Michel de Certeau, la presteza aparente y la libertad no son sino una estrategia elaborada por quienes diseñaron su uso, ante las limitadas tácticas de la gente que lo acoge. Lo cual confirma que opinar y corregir no se democratizan sino muy pobremente y que los sistemas sofisticados de escritura y corrección son asunto para el criptógrafo, pues, como lenguaje, resultan útiles sólo a quien los creó.

 

EQUIS-VOCACIÓN

Imaginemos dos mesas: una rectangular con sillas enfrente y la otra redonda con sillas en torno. En la primera un autor reconocido lee sus textos a un público y es aplaudido porque así debía ser; en cambio, en la segunda, otro autor cualquiera lee esos mismos textos como propios a un grupo de colegas y es corregido porque, igualmente, se esperaba que así fuera. Al parecer, lo que se muestra una y otra vez para saber si está bien no terminará de estarlo nunca. No hay pedir sin dar, y abrirse al consejo es también proporcionar un arma. He aquí una tendencia masoquista de demandar dictamen, inmoladora, un “dispárenme justo al pecho por favor”.

Y he aquí además que la corrección se ha desdoblado de nuevo: luego de pasar de las temporalidades en su hechura a lo íntimo y lo público en su edición y, de ahí, a la ética del sistema, corregir se presenta como una posibilidad colectiva, e incluso ajena, de la escritura y con ello, no sólo en tanto a la incorporación de criterios, sino en tanto a sus fricciones y los sabotajes atraídos latentemente.

Acaso sea el carácter colaborador de la corrección lo que involucre su verdadera esencia. Entonces tendríamos que reconocer en ella una designación primordialmente social. Si, por una parte, ‘corregir’ viene a nuestra lengua directo del latín: ‘corrigere’ que, textualmente, significa ‘regir-con’, es decir, un ayudar a gobernar, a guiar; por otra parte, la corrección no ostenta nunca la misma responsabilidad de quien rige; razón por la que muchas veces un taller literario, una junta de edición o sesión cualquiera que supervise lecturas, resultan riesgosos y arteros. A veces las peores trampas son las involuntarias. Corregir es una autoridad sin autoría. Cualquiera puede corregir, aun sin saber nada. No parece incidental entonces que corregir sea también riqueza de mago: distraer y desaparecer, cortar y juntar, quitar y cubrir, descartar y palomear. Uno puede ser un enorme perfeccionista y perfeccionar puras necedades. Se busca un lenguaje propio y ese es justamente el riesgo al irlo consiguiendo: corregirlo tanto que el hipertexto devenga digresión, fragmento, adorno. Pues más que un medio ideal para las ideas, y aun para los sentimientos, el lenguaje es un reto, un medio adverso, denso como una montaña de arena, apretado y sin embargo penetrable.

Adoptar una corrección extrínseca no puede dirimirse sino en la buena voluntad, en dar un voto de parcialidad a lo que hasta hace un momento era una ignorancia o una duda. No tiene valor de reembolso. Es así, porque al representar un juicio accesorio, no hay corrección que ofrezca garantías. Es éste al mismo tiempo, su lado platónico. Pues así como la forma toma el fondo por asalto, las correcciones de otros pueden perfilarse, desde su figurada pasividad, tan incisivas como lo deseen sin implicarse en absoluto con el contenido, obstaculizando así la autoridad íntima de la acción, devolviendo o duplicando el riesgo de lo que se ha abierto a consenso. Para bien o para mal, ninguna corrección está exenta de hipocresía, vanidad o traición. Pocas son, en cambio las que ofrecen reformulación profunda. A este respecto existen algunos casos emblemáticos, como la intervención que Ezra Pound ejerciera sobre una de las obras medulares de la literatura contemporánea: Waste Land, de T. S. Eliot; o bien, las numerosas irrupciones de Max Brod en la obra póstuma de Kafka, ambos pares de mejores amigos. La reformulación dialógica es un acto de humildad y el verdadero sueño de la corrección. El buen editor desaparece ante el autor, así como más tarde el lector se impone ante el legado de la obra.

Si se lo mira bien, son éstos dilemas muy semejantes a los de la traducción. El rector tiene en su co-rector el azar de un enemigo o de un plagiario. Las traducciones son a veces las diatribas mismas de los chismes: ambos poseen la dificultad de remitirse fácilmente a la fuente; por lo que una traducción corregida es sólo una más. El traductor, en más de un modo, consciente o no, corrige al autor. Estilo, sonoridad, circunstancia, actualización, capricho, envidia, sobre-admiración, todo entra en juego. Al ser las lenguas espíritus distintos, hay en el intento de igualarlas al menos algo que imputar a cada trabajo traducido. Todos son ejemplos de esto. La célebre premisa italiana al respecto: traduttore – traditore, pierde musicalidad al momento de decantarlo al castellano como: traductor – traidor. Solemos entender lo original como lo novedoso, pero si se analizan estos sustantivos, apreciaremos en ellos un sentido contrario, un rasgo adjetivo, pues uno va hacia el origen y el otro a lo desconocido. Así, ya que el co-rector no firma como rector; el traductor no lo hace como traidor, aunque lo sea, sino en nombre de la buena voluntad.

Por otro lado, las correcciones que se escuchan sin acatarse pueden dar una idea más o menos amplia del criterio de quien las pronuncia: los que, al no poder criticar una obra, critican la ortografía; los que por no hallar un sentido encuentran un gerundio de más… También hay mérito, como señala Hal Foster, en escuchar estas superficialidades y convertir las limitaciones de sus modelos en conciencia crítica. La crítica es, estrictamente, una ‘puesta en crisis’. No está de más saber que lo malo o lo halagüeño hacia nosotros es bueno después de todo, pues un acontecimiento sólo se registra al recodificarlo desde otras perspectivas y se tiene verdadera idea de uno mismo sólo por acción diferida. Y si es verdad que enseñar a corregir es en gran medida enseñar a escribir; enseñar a escribir sólo es posible si se muestra el camino a una poética propia en que la corrección acaba paradójicamente en lirismo. Si, como hemos visto, la lectura empieza en la relectura, la creación en la recreación, y el regir curiosamente en el co-regir; dicho en otras palabras: la enseñanza de la escritura estriba asimismo en enseñar, no las cosas; sino el aprendizaje mismo, en ahondar en los reflejos inciertos y reconocerse en ellos.

 

EL TALLER DEL ERROR

¿Cuál es la diferencia entre ‘atacar’ y ‘acatar’?… Parecería extraño haber llegado hasta este punto sin haber mencionado el error. El error literario es apenas un accidente visible más como fallo musical que como insuficiencia discursiva, digamos, un punto decimal mal colocado en un vademécum de dosis médicas. A diferencia de la ciencia, la literatura tiene su propio antídoto contra los errores; su reparación es menos trascendental, un bisturí para lesiones cutáneas del texto, de la superficie, comezón rápidamente aliviada. El lapsus, muy útil en el curso del psicoanálisis, es barrido en el mundo de las letras. Lo que en habla es alimento en la escritura es el menú.

En lo profundo de la escritura el error tiende a disolverse. El error es de espíritu más bien científico. El error literario no es profundo así implique lo grande. Como advertía Rilke: “en lo profundo, todo es ley”. Y el error apenas tiene otra ley que la de ser una mancha a limpiarse, un sombrero que accidentalmente cae en medio de la obra de teatro y se lo recoge. Y es que en realidad no se borran ni se corrigen errores; la corrección es en gran medida independiente del error, y su espíritu no se le opone ni nace de éste; más bien, si algo se borra o se corrige, es precisamente no para dejar de errar, sino para cambiar de pensamiento a la velocidad de sus dudas. Lo que sigue de esto ya es para un tratado de Rayos X. La corrección es un preventivo del error, no su máscara. La corrección es el futuro. El error queda en el pasado dispensable y se olvida. “No es tan malo agitarse en la duda como descansar en el error”, creía el poeta Alessandro Manzoni.

Mientras que el error mira hacia adentro del texto, la edición (que es el sentido encomiable de corregir) involucra un ‘dar hacia afuera’. En esto consiste la alegoría de escribir con el borrador: no en suprimir la escritura, sino en transformarla; condensarla al identificar peldaños excesivos, pertenencias intrínsecas, pues aun cuando en las enmiendas se sumen palabras, esto ocurre porque las ideas grandes entrañan siempre otras que “deciden” cohabitar en su forma más sobria, y, en el caso de los poemas, se diría que la corrección es ante todo economía, depuración; y si hay textos que al corregirse crezcan en tamaño, es porque se resumió peculiarmente la potencialidad de hacer muchos otros sueltos, y a menudo se llega a erigir una página extra como una compuerta para que una idea aparentemente completa no se desperdigue en cien páginas.

 

LAS NOTAS

Todas las ideas sirven, y aun las más estrambóticas guardan una extraña sabiduría que ha de ocuparse alguna vez, quién sabe si por alguien más o por nosotros, si mañana, si por un animal, si se pondrá a ser la idea de otra cosa o la utilidad de sí misma, como un color que aguarda en medio de las sombras pero jamás olvida que es color. Las ideas que hallan lecho en una nota, a veces hallan más: casa y sustento. Aun así, el espíritu de la nota es la orfandad, la promesa; no lo contrario.

La nota es la obra negra a un paso de ser la oveja negra: la nota tiene la dignidad de la sombra y la identidad del fantasma. Una nota no debe dormir. Pero ¿qué es una nota sin su obra?, ¿qué le queda de obra a la sola nota en sí misma? Acaso este “karma” de carencia se vea tatuado justo en su impulso de búsqueda. La nota es el calzado de la idea. Se ingenia una obra, un texto, y se los calza con el puente de las notas para llegar a su fin. Las notas son la pureza de la creación sin la carga de ser obra. Contra la masa que representa la obra, la nota es sólo individualidad.

En su Canto de la Idea madre, Paul Valéry yergue el espíritu de la idea antes de ser la obra. La idea habla: ama a su “autor”, lo alaba y lo insta a no serle indiferente; pero al mismo tiempo, consciente de su propia honestidad, se sabe un “pobre cuerpo”, un aliento sin suficiente presencia. La idea necesita un cuerpo y ninguno mejor que el cuerpo de la nota. La riqueza y debilidad de la idea son a su vez la riqueza y debilidad de la nota.

Lo visible no siempre es lo evidente. Una vez más. Así las notas. Todos anotamos, todos vemos y hacemos anotar, guardamos apuntes por un tiempo o los tiramos, alguien los encuentra, los retoma u olvida. Se destinan a la memoria más allá del papel; aunque tal vez no sea tanto a la memoria como en nombre de la memoria, pues el interés con que se escriben y se pretenden grabar no es en realidad más que la necesidad de deshacerse de una carga; de una especie de ruido o de atosigante sed del pensamiento durante el proceso creativo. Y si llegaron a transformarse en obra, poco se las considera: palabras sueltas, números o dibujos, acotaciones y diarios íntimos, todo lo que, como ocurre con un guión de cine, una vez hecha la película, casi nadie vuelve a él. Ya se la conozca como boceto, apunte, diseño, proyección, esquema, croquis, etc., la nota está ahí, siempre dispuesta a ocultarse y a resurgir discretamente. La nota es portátil, se mantiene de algún modo a la mano. “Nada más seguro para la mosca que colocarse en el matamoscas”, aseguraba Lichtenberg. ‘Nota’; no es casualidad que esta modesta palabra posea en nuestro idioma tantos significados, como tampoco se antoja remoto que su raíz latina: gnotus, sea el pasado del verbo gnoscere, que significa “conocer”. La nota es entonces, un tanto paradójicamente, “la conocida”.

Si bien, como escribía Georges Perros, “la nota se muestra para ser observada, notada”, pasa rápida a la oscuridad, al cimiento de su obra, y si es que la hubo. No obstante, este aparente carácter transitorio y marginal de la nota no le resulta del todo adverso, ya que si por un lado la nota opera lejos de la atención general, por otro es rica (como veremos con el tache) en convicción y libertad, en expresión; se diría que posee un grado de indemnidad del que muchas obras adolecen. “Está muy cerca de un propósito. Dice lo que quiere decir. Es ingenua porque confía. Deja a la inteligencia del otro la libertad de terminarla”, agrega el poeta bretón.

La nota ha sido instrumento inherente al arte en sus momentos y vertientes, desde la acotación para pautas de música o exegesis de planos arquitectónicos, hasta libretos de las artes escénicas y bocetos de las visuales. “Los apuntes son espontáneos y contradictorios. Contienen ideas que a veces brotan de una tensión insoportable, pero a menudo también de una gran ligereza”, analiza Elias Canetti. Definitivamente, como una mosca, la nota igualmente se posa. Ya el mismo Walter Benjamin en su analogía de los libros con las prostitutas, equipara las notas aclaratorias de los escritores a los billetes que los clientes entraman en las inquietantes prendas femeninas.

 

LA DUALIDAD DE LA NOTA

¿Puede una nota ser obra de arte? Sería injustificado dudar esto si, aparte de su función indicadora, no entendiéramos las notas a su vez como un género un tanto despreocupado y, no por ello, bastante literario. ¿Quién podría negar, por ejemplo, que el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa –volumen hecho por notas sueltas encontradas hace algunas décadas– no era una corrección visionaria del género prosístico, una notación de una época indiferente a las ‘nuevas’ maneras de hacer literatura y que tuvo que esperar desde el anonimato su postrer reconocimiento?

Anotaciones fugaces hechas hace un siglo, hoy son joyas de la literatura. Ya Rosalind E. Krauss ha considerado algo cardinal en torno a la cuestión de que algo sea, o no, arte: “El arte no es objetivo, sino situacionista”. Es decir, no es ‘¿qué es arte?’, sino ‘¿cuándo es algo arte?’ Así, ratificamos finalmente el presupuesto de la nota en su cariz de insuficiencia y orfandad: “por-una-parte”, de espacio; y “más-tarde” de tiempo.

Aquí se muestran con claridad los dos tipos básicos de nota: el objetivo, de la ortopedia o la guía; y el situacionista, de la libertad o la proyección hacia sí misma. El primero, se suma a la estructura física de la obra, a la corrección en su más amplio sentido; el segundo, es género, se perfila a la temporalidad, y con ello, a la solicitud de la obra de arte. Así, mientras la nota objetiva o correctora ayuda a quien rige; la nota literaria o situacionista aspira a regir ella misma, a negociar su libertad dentro del discurso aunque su dominio se vea hipotecado.

A ocho siglos de gestarse, llega a nosotros un pequeño y muy emotivo poema del sufi Jalaludin Rumi que bien podría sentenciar el hado o la misión de la nota situacionista: «Si buscas la morada del alma, eres el alma. / Si vas tras un trozo de pan, eres el pan. / Si entiendes el secreto de este misterio / sabrás que buscas lo que eres». En efecto, la nota de texto es lo que busca; algo cuya razón se halla en el horizonte de sí misma. Así, una nota se convierte, se rehace, pero no se resume ni se cuenta. En esto consiste justamente su poética. Lo poético, por esencia, no es narrable. A diferencia de las artes narrativas, la única manera de comentar lo poético es ‘recreándolo’, sea de recreo, sea de regeneración.

 

PROBLEMAS DE CARÁCTER Y GÉNERO

Mientras que lo anecdótico puede ser compendiado sin perder su esencia; la poesía en cambio no puede resumirse porque, como las notas, la poesía misma es una condensación de forma y de contenido más allá de los géneros literarios, del poema, y porque, al parecer, lo que representa un “género literario” es más una cualidad de ser literario que un modo de hacer literatura. Es posible entonces encontrar un soneto, unas décimas, un haikú, un romance entero, sin ninguna poesía; pero no así un cuento o novela, crónica o relato sin narración. Y si se argumenta que las notas pueden ser un género se lo hace en ese sentido, en el de aspirar solamente a ser arte.

Clasificar con demarcaciones es complicado pues no es poco lo que suele quedar fuera de los límites: novelas-cuento, cuentos-poema, crónicas-ensayo, notas-epístola, cantos-monólogo y tantos otros géneros híbridos que nos hacen sospechar que cuanto clasifica lo literario dentro de sí mismo obedece más a flujos distintos que a técnicas y formatos, que a estrofas de versos y párrafos de texto continuo.

Tal vez entonces se nos dé hablar de lo poético, lo narrativo, lo prosístico igual que de lo concreto, lo descriptivo y lo épico, que lo fantástico y lo realista; es decir, como de los verdaderos ideales del arte, incluso, expandidos por encima de la literatura a los ámbitos visuales y espaciotemporales. De esta manera, no sería exagerado hablar de un género “correctivo” o “notado” tal como se habló arriba de lo objetivo y lo situacionista.

Desde esa perspectiva; toda nota adopta el cargo de la realidad, de la lucidez; y si es así es porque, como habíamos visto, la nota y la corrección son siempre una búsqueda de significado, de opinión, y acaso en grado sumo no haya mayor ensoñación que la del canto o la danza ni mayor lucidez que la del arrepentimiento o el replanteamiento del camino. De modo que si hay poesía en la nota y la corrección se trata de una poesía no metafórica, de una poesía realista: nadie hace notas para rimar ni corrige algo con versos (cuando se corrige un verso se lo hace un tanto a sangre fría). La obra es mostrable. La corrección es demostrable. Y es ésta la poética de la corrección, la de ser un sueño que aspira a la realidad; no para cristalizarse en ella; sino para despertar. Es éste el dolor del conocimiento por el que se preguntaba Nietzsche; el de la vigilia en que la mente, para darse cuenta de su saber, se vuelve paradójicamente pasiva. Por eso es en la paciencia que ocurre la revelación, y la paciencia es también sufrimiento, de ahí que paciente provenga del latín ‘patiens’ (a su vez de ‘pathos’): aquel que sufre calladamente su enfermedad.

 

LA NOTA DE TEXTO, ORTOPEDIA MÁS ALLÁ DE LA LITERATURA

A diferencia de las artes visuales, el texto no privilegia versión exclusiva. Toda copia guarda el valor intacto del original. Es cierto que El Quijote ilustrado por Doré o una Biblia narrada visualmente por Dürer son volúmenes deliciosos, pero son al fin sólo ‘ejemplares’ y nadie podrá imputar a otro que no ama la obra de Cervantes o que no es buen devoto de la fe judeocristiana por haber leído sus obras representativas en fotocopias o páginas de internet. Digamos que el disfrute y el efecto-eureka que un autor imprimió nos llegan indemnes mientras la lengua sea inteligible. “La obra se sostiene en la mano, el texto se sostiene en el lenguaje (…). El Texto no es la descomposición de la obra; la obra es la cola imaginaria del Texto. O, todavía más: El Texto sólo se experimenta en un trabajo, una producción”, señalaba Barthes.

Pero de este tránsito de las ideas y con las ideas, no son las notas a manera de género ni lenguaje propios lo más estimable en ellas; no es la grafía de la Clave de Sol o de la nota Re o Mi lo que aquí atenderíamos si de música se tratase; sería en todo caso de la línea escrita que al margen de las partituras sugiere: “pianissimo” o “dolce con molto espressione”; ciertamente, una indicación suplementaria a la escritura autóctona difícil de fundirse entre otros signos e imposible de elucidarse de otra forma. Algo que niega la autonomía, pero sirve a la completitud. Aquí la nota se empareja al espacio-tiempo de la obra; envejece con ella. Y es que no se trata de una ‘notación’, sino de una ‘anotación’, de un lenguaje que incurre dentro de otro para ensancharlo y determinarlo, para sugerirle un criterio y ofrecerle un contenedor; una especie de “lenguaje de última hora”, de dialógica; algo que vino a reintegrar lo que no pudieron los sistemas ni las fórmulas. Lo cual, afirma Yve-Alain Bois, aleja a la nota de una interpretación meramente iconológica, de referente y significado en sí misma.

Del estrépito de expresiones y sus aleatorias para hacerse referencia unas a otras es la palabra la que llama la atención por ser más influyente y común a las artes, sin excepción. Así, cuando se charla de pintura, se conversa de música, se discute sobre cine, se lleva las artes ahí donde no se pueden desplegar por sí solas; dicho de otro modo, las artes se comentan. No ocurre así con los demás “lenguajes” del arte; y aunque, en teoría sea dable que se esculpa “sobre” cine, que se “canten” dibujos, que se opine “con” música y se “edifique” a partir de una comedia, el intercambio entre las artes no permanece equitativo.

Depende de dónde se las aprecie, las notas de texto como utensilio de las artes visuales albergan ciertas contingencias; algunas aparecen adyacentes a bocetos que la cultura volvió icónicos, como el Hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci. Seguramente el genio renacentista, no habría imaginado hace más de cinco siglos que sus notas serían subastadas en Casas como Sotheby’s y Christie’s por millones de dólares… Y, en cuanto a las notas no populares, ¿queda algo de ellas en las grandes obras?, o al revés: ¿queda en ellas algo de esa grandeza?, ¿queda en verdad algo que no sea considerado inconcluso? Eso podremos saberlo al momento de privilegiar, como vimos arriba, el cuándo sobre el qué del ser del arte.

En cuanto al arte hecho híbridamente entre notas y visualidad, evocamos, por ejemplo, una afamada obra de Joseph Kosuth. Se trata de una “pieza” que se muestra en una triple alegoría: una silla tridimensional (tangible) al lado de su propia fotografía y, junto a ésta, una nota trivial: la definición de la palabra ‘silla’. Aquí, la nota es un tercer grado de representación que sucede al objeto y a la imagen del mismo. Es a través de estas asociaciones que el arte conceptual aparece en esencia como ente lingüístico cuya intención radica en colocar lo huérfano y desechable de la nota al nivel inamovible del objeto; insuflando al espíritu fragmentario de la anotación un nuevo carácter de contundencia: visual e intelectual. Si no se hiciera esta operación, si no se llevara la casualidad a ser una suerte de monumento, de tótem o fetiche, el arte conceptual tendría que ser otra cosa.

La lectura, una vez realizada dentro de los dominios visuales, deviene inmediatamente un concepto semejante a la memoria del ‘haber visto algo’, imantándolo al precepto espacial y confundiendo así lo leído en el texto con un recuerdo de realidad inexpugnable. Es entonces lo desechable del texto lo que le otorga su real utilidad. Ya el mismo Lichtenberg había observado este atributo pasajero de la lectura (uso) y de su postrero desprecio (finalidad): “Uno se resiste a hacer un cucurucho para la pimienta con una página en blanco. Si está impresa, uno la usa con agrado”.

A bordo de esta lógica es posible dilucidar el ser de una nota ortopédica tanto al depender como al renunciar a todo fetiche. También se atisba el proceso por el que una nota pasa de ser proyección a ruina. El resultado sería una conjetura cercana a estas: ‘una obra es el proceso mediante el cual la nota pasa de ser determinación a residuo’; o bien: ‘si la obra es la idea y la idea puede ser una nota, la obra desaparece’.

 

DEL TACHE AL GARABATO

Una de las diferencias más ostensibles de la escritura a mano y la digital es justamente la desaparición de su eco, de la danza y el registro del trazo. Las muñecas y las falanges se arquean; las yemas de los dedos sólo pulsan. Toda pista del cuerpo se ha extinguido en sus extremos; el cuerpo está abandonado. Lo que era río; hoy se ha vuelto lluvia. Y si es cierta la hipótesis del eterno retorno, la escritura, antes de volver a ser desplazamiento, río, deberá todavía ser un dictado, un vapor, una automatización sensible a la voz: una invocación de la lluvia.

“La tachadura es la última escritura de una época”, ha señalado Jacques Derrida. Al parecer, lo que se inclina a su final lleva en su inercia el vértigo creciente de caer y acentúa con aspaviento sus últimos arrojos como insecto que antes de sucumbir vuela enloquecido. Así, podemos entender el tache como la libertad de última hora de lo que en su momento no fue libre y se quedó en un rasgueo, en una forma de herida que, sin embargo, al ser una “borradura legible”, recuerda el paso de una caricia: la escritura.

El tache es una desaprobación, es incluso descalificador, asesta una equis con autoridad de profesor sobre la fe del discípulo; amordazando en un instante su única verdad. El tache tiene lo seguro de un dibujo distraído, de un garabato, pero sin la distracción. En ese sentido, un tache no es muy distinto de una firma, es su némesis anónima; El tache no alcanza el decoro de la identidad. El tache puede ser antecedido por la duda, pero, curiosamente, ninguna mano tiembla al momento de tachar algo.

Y si tachar no está exento de reflexividad, ¿qué hacer para incorporar de su acto una enseñanza más allá de su función supresora? ¿Cómo invertir lo racional de su ejecución por lo irracional de su gesto? ¿Cuál sería entonces una técnica de creación que se acercara análogamente al tache? Quedan de esto, además de los de Michaux, no pocos modelos: la poesía de César Vallejo, escrita “de un tiro” en sus libretas sin corrección alguna; los dibujos últimos de Dalí de una o dos líneas y los efímeros fotografiados de Picasso con una vara de luz de bengala al aire. Al parecer, se alcanza esta estatura lejos de cierta ambición, tal vez resignadamente, cuando contemplar un árbol no impide ya ver el bosque. El garabato es la riqueza del tache, es su inconsciencia y su ininterrupción; entraña la poética y la libertad del mismo.

Imaginemos una situación. Una niña, como sucede en la infancia, está enamorada, ¿de qué?, ¿de quién?, poco importa en verdad; acaso ni siquiera exista algo tangible en su sentimiento: lo está del mareo de vivir, de ser ella en la fantasía, tal vez adjudique esta causa a un niño que conoce, a un actor que ha visto en la pantalla. Incluso bajo pretextos el sentimiento existe íntegro y ella lo habita a su manera. Ha notado que los adultos se conmueven al decir o escribir poemas; es por ahora la especulación de cuanto cree paralelo. Entonces la niña toma libreta y lápiz y escribe decenas de líneas una página tras otra. Escribe, sí, pero sin decir nada. Es demasiado pequeña y no conoce las letras. Hay sin embargo un garabateo sensible, rítmico. Los labios se mueven. Es un dibujar distinto de rayar paredes o rasguear las caras en revistas, es una escritura soñadora que se ondula en el papel con párrafos y líneas sueltas, cargada de emociones inverosímiles de cristalizar ahí, de expresar en literatura. Pero la niña lo convierte en acto y su acto humedece la semilla poética. Ésta no está en lo dibujístico ni en la significación sino en la libertad del trazo. Es, como la edición, un acto de fe, y más aún, una especie de acompañamiento mágico: una voz nos habla, alguien pronuncia lo creíble y lo confiable, un alma, un dios, o bien la voz en off de nuestro filme de estar vivos.

Esto evoca una idea poética expresada por el argentino Roberto Juarroz: “Me están dictando cosas, pero no desde otro mundo u otros seres, sino, más humildemente, desde adentro. Pero ¿quién está adentro, además de estar yo?¿O tal vez no estoy yo y he dejado mi lugar para que otro me dicte? Si esto es así, no importa que el dictado no lo comprenda nadie. No importa ni siquiera que lo comprenda yo. Ser no es comprender”.

Se trata de una escritura que se olvida de sí misma. Tal cosa es posible; no halla un equivalente en la pintura abstracta que no esboza formas reconocibles; lo halla en todo caso en la inconsciencia, en encontrar aquello del dibujo en lo que él mismo se desentiende por deber perseguir una imagen. Todos en algún momento, tal vez mientras hablamos por teléfono ante el escritorio, garabateamos papeles cercanos. El garabato es la inconciencia de la escritura, pero sin su significación. Y si garabatear está exento de reflexividad, ¿qué hacer para incorporar de este acto una enseñanza más allá de su función soñadora? Quizá la respuesta a esto sea escribir sin ser consciente de ninguna importancia. O sea, extirpar del acto de escribir, su depósito en la trascendencia. Pues, como hemos visto: si escribir nos encarna; la escritura reniega de su autor.

 

EL BORRADOR, ¿UN GÉNERO LITERARIO?

Schopenhauer señalaba que no suele escribirse al servicio de la verdad, sino por el argumento de la razón, y por consiguiente, en la esgrima del discurso no importa tanto el camino de la lógica como el atajo de la astucia dialéctica. En su texto Corrección de pruebas, Julio Cortázar ya habla también de la enmienda de un libro por publicar como una prueba del texto para la vida misma y, de ahí, para el trabajo, las ideas, la conducta, la esperanza, etc., sin por ello dejar de avistar, asombrosamente, “la negación de lo literario como proyecto humanista”. Ante estas perspectivas, la valoración del célebre ideal de Keats, de que la belleza es la verdad y viceversa, no resulta del todo sugestiva.

Como hemos visto, el anhelo de la corrección se halla asimismo en una zona de riesgo entre la técnica y la ideología, su dualidad se dispara en las personas y los tiempos del verbo: ¿quién corrige?, ¿cómo y cuándo ocurre? Al parecer, estos dilemas no son ajenos a los meollos postescturcturalistas del desplazamiento del sujeto y, desde luego, de la desaparición del autor.

Al igual que otras tantas, la expresión escrita se viene corrigiendo con el fragmento y hacia el fragmento. Se diría, más bien, que el vacío entre fragmentos viene a ocupar el sitio habitual de la corrección, de la edición. Cuanto se pretendía integrar a un cosmos se dispersa hoy en un cúmulo de ópticas. La fragmentación del tiempo cotidiano induce asimismo al fraccionamiento de la atención y a la seducción instantánea. Que la literatura, como otros géneros culturales, se polarice hacia el producto de consumo hace que esta misma responda a características prevalentes de producción: deslumbramiento, juego, presteza.

Sea de sintaxis, de tipografía u ortografía, y a excepción de las enmiendas propias de su maduración, ninguna corrección es lineal. En cambio, todo texto que se presuma acabado, lo es. Más allá de un juego de palabras: el texto tiene espíritu vertical y cuerpo horizontal. Con la corrección ocurre justo lo inverso. Si por un lado la corrección detiene la liquidez del tiempo de la escritura; por otro exige a ésta permutarse, revertiéndose en una suerte de cuarentena. Será por ello que las correcciones, como el vino, requieran reposar.

Si la corrección es perpendicular a la escritura, la tarea de escribir-corrigiendo, como la de hablar-pensando las palabras entorpece la fluidez de las ideas; y hay quien, temiendo los blancos intermedios y los pendientes no resueltos al momento de escribir, llena el espacio con vocablos utilitarios y signos, dejando constancia de la necesidad de una solución que por el momento no es asequible: ‘Magnopirol’, era ésta la palabra-bisagra que un poeta mexicano escribía sobre los blancos de las ideas pendientes sólo para llenarlos de momento y con el fin de no hacer silencios en su proceso creativo, en su work in progress. Pero, sin ninguna suerte de relleno, temporal o definitivo, ¿podrían acaso estos blancos ser concebidos también como un tipo de escritura?, y más aún ¿podría el andamiaje del texto usado para su construcción, y al fin retirado, aspirar en algún momento a cierta altura de expresión?, eso a lo que Cortázar, tras haber desechado lo que creía el capítulo inaugural de Rayuela, llamara “una clave de bóveda que se retira al completar el arco”. En más de una forma, esos huecos y estructuras del texto son equiparables a la tachadura. Y si lo que dejan ver los blancos del texto no está exento de voluntad, ¿qué hacer para incorporar de su presencia una enseñanza más allá de su función técnica?

En el libro El Grafógrafo, Salvador Elizondo inscribe buena parte de este proceso desenvolviendo lo vertical de las correcciones en la horizontalidad del texto. El autor presenta distintas versiones de una misma idea literaria, una escena casi. A cada experimentación le sigue un análisis que deviene el pragmatismo del siguiente. Lo que él hace aquí es “planchar” uno a uno los borradores, limpiarlos del fetiche y la criptografía y tenderlos en la mesa del texto, haciendo de éstos una clase propia de literatura; desenvolviendo el espíritu orgánico de la creación colocándolo al nivel de la lectura para ver la evolución e interacción de sus caras, a decir de Deleuze, un desarrollo asimétrico y más ad hoc al pensamiento, un proceso “rizomático” que se manifiesta de modo lineal sólo como pretexto.

Ciertamente, lo importante aquí no es lo novedoso de la técnica como lo que denota su ejecución: toda escritura en cierta forma está inacabada, abierta o por hacer. Eduardo Lizalde, amigo y colega de Elizondo, escribía: “Todo poema es su propio borrador, (…) un gesto que revela lo que no alcanza a expresar. Los poemas de perfectísima factura, los más grandes, son exclusivamente un manotazo afortunado. Todo poema es infinito (…) Todo poema está empezando”. Reflexionar así es ser consiente de esa clave de arco de que habla Cortázar, de que las “mejores líneas” no existen nunca completas, y si son mejores, lo son justo por ser viajantes, pasajeras. Si algo de eterno tienen las obras no es sino ser la prolongación de sus ideas. Bocetos e ideas, como la poesía, se les identifica apenas pero mucho significan.

La escritura funge como borrador porque nosotros mismos nos borramos con ella. Como nosotros, la lengua que vivía también muere. Hay escritores que hacen de su vida un texto, una ética de libreta. No es tampoco sólo una metáfora. Hemos escuchado esto de autores como Eugenio Montale y el propio Jorge Luis Borges, quienes hicieron un solo y extenso argumento durante toda una vida, labrando una única pero profusa idea que tuvieron tempranamente y para la que buscaron hacer rendir sus años; se trata, en el amplio sentido, de una poética de compromiso íntimo, con azar pero con identificación, con imaginación pero con intuición, como la reconocería también Roberto Juarroz en sí mismo desde sus primeros escritos de juventud hasta su último libro, todos bajo el mismo nombre, una “Poesía vertical”.

 

LA POÉTICA DE LO QUE NO FUE

Es conocida la anécdota de cuando el pintor Manet, que algún día pretendiera hacerse poeta, visitó a su amigo Mallarmé, el poeta, para compartirle lleno de efusión su gran idea para un libro; a lo que sin ningún empacho le respondió, ahogando súbitamente su fuego, que los libros no se hacían con ideas, sino con palabras. ¿Qué significa esto? En cierta forma que era tiempo de acabar con los mitos y figuras ideales de la creación, y resarcir así a la poética su parte humana perdida, a decir del propio Mallarmé: “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”, a las metáforas vencidas y a sus silencios y huecos, eso que de insecto también hay en nosotros.

Y he aquí que lo que no había sido importante se volvió forma y estilo, que ese perfil de llave que posee cada poema abrió la puerta de su propia lucidez y se nombró estancia única: ámbito que en la escritura inaugura otra clase de reto; el de la imperfección, pues, decía el poeta: un sentido demasiado preciso ensucia la poesía… y la ceniza de un cigarro, es la separación de su claro beso de fuego.

La poética de lo que no fue consiste en hacer visibles de algún modo esos vacíos y huellas, aun si se retiró la ceniza; distinguir entre lo ornamental y lo simbólico, entre lo que, como idea, se queda corto de imagen y viceversa, sea cual sea el arte a que nos aboquemos; reconocemos que leer y escribir, como cuando uno habla y oye su propia voz, es ir a favor del viento; mientras que corregir, es detener su insensible inercia para soplar de frente sobre las líneas e identificar cuál era el verdadero lugar de las ideas en ellas. Porque al romper la linealidad, la corrección abre un espacio físico en la escritura que desciende y remonta. La escritura, que era un habla silenciosa e iba de mano con el pensamiento, subvierte en un paréntesis atemporal el cauce de su estética transitoria y se coloca a la par de una técnica común a todas las artes. Así: la corrección de cualquier texto es también escultórica aunque sólo se pongan y se quiten elementos; es pictórica aunque sólo se dibuje y se raye; es musical aunque sólo se repitan las voces; es teatral aunque sólo se ensaye una y otra vez el discurso; y es dancística aunque sólo se desplacen las frases.

Pero sea de cualquiera de estas formas, al detener el flujo del lenguaje e inaugurar otra ruta de pensamiento, la corrección sofrena también el sueño de escribir y la angustia de leer, da vida al esparcimiento y la fragmentariedad. Se coloca en el lado del espectador y toma el sobresalto de la creación sin responsabilidad de la misma, empatándose a la sensación rimbaudiana de no tener que escribir más, de hacer de la vida una constante opinión de sí misma y de que eso pueda ser suficiente. Hasta ahora ninguna herramienta del arte rebasa lo sublime de los sueños. Ocurre que por querer dominar algo se descuida el resto y eso es mucho, porque no se escribe estrictamente de algo, sino del resto de algo, de lo que de ello queda en nosotros. En la malla del lenguaje el escritor es a cada momento una presa cuya astucia consiste en salvar con talento su pellejo.

La poética de lo que no fue es la invitación que el silencio y el espacio nos hacen desde aquellas circunstancias en que apenas los tomamos en cuenta, y hallar en ello un aliento nuevo de creatividad sin la sensación de cargar el peso de lo que la propia escritura ha arrastrado: de la separación del habla a su desentendimiento de los objetos; de su riesgoso equilibrio en el puente que hay entre el sofisma y la lógica, a su responsabilidad de encarnar la voz divina; desde su compromiso de ser el legado más grande de la memoria humana, hasta su uso como herramienta de sometimiento político; desde su refrendo en los manifiestos de las grandes teorías hasta su posible cobardía de articularse por un artista que sólo se refugia en las faldas de la libertad.

En suma, esta perspectiva parte de la necesidad de reconocimiento de todo lo que la escritura ha servido de sostén al paso de la historia y, por ello, ha aburrido en nosotros aun inconscientemente la hacienda literaria, impeliéndonos a participar injustamente del eco de su vencimiento, entendiendo muchas veces la poesía como una vara profética, y el verso bajo el gravamen del proverbio; retándonos a la rimbombancia de un nombre erigido en el arquetipo del Autor, exigiendo en nuestras obras a un tiempo la sublimidad del asceta, la insurgencia del caudillo y el encantamiento del mago; procurando una música no siempre oportuna y un paisaje que el texto no necesitaba, como obligando a que la forma sea una eterna evolución de sí misma; instando incluso a expresarnos para demostrar la vanidad de los conocimientos y a escribir cuando era momento de cualquier otra cosa; pensando todo el tiempo que el canto, como sea, es más creativo que el análisis y el simple disfrute, ignorando de paso que se podía ser poeta con los ojos abiertos y aun sin hacer poemas.

Parece haber en todo ello, no poco a corregir.

 

EL SILENCIO CREATIVO Y ESCRIBIR DE NO ESCRIBIR

Sería difícil imaginar como una coincidencia que el mismo Mallarmé haya dejado de escribir poesía aun a tanto tiempo de su muerte. Esto quizá explique que su llamado espíritu decadentista obedecía a la incorporación de un silencio activo a la escala integral de vida y obra, de forma que llevase el sentido de la vida al sentido de la poesía, y viceversa, al reconocer que su propósito era “pintar no la cosa, sino el efecto que ésta produce”, por lo que las líneas no se priorizaban por las palabras, sino por las intenciones y los efectos de las palabras, y más aún, cuando se proponía lograr que éstas se olvidaran inmediatamente ante la sensaciones que desataban. Acaso tanto la obra como el autor puedan perdurar nada más en “sus efectos”.

Visto así: ¿hasta qué grado podemos considerar como un hecho artístico silenciarse o abstenerse de la propia escritura?, ¿hasta dónde hay congruencia en aceptar la renuncia a la obra y reconocer en ello una poética del sentido de la vida?; o bien: ¿hasta qué grado esta auto-veda de la creatividad es otra clase de creatividad performativa o sólo la insuficiencia y derrota ante la calidad literaria en uno mismo? La obra, siempre inacabada, como hemos analizado, no ofrece para su autor más que dos rutas: desmantelarla u olvidarla. Ante aquel dolor nietzscheano por el conocimiento de que hablamos, el creador también llega a su límite: una eventualidad de lucidez, mezcla de autocrítica rigurosa y desdén, parece nublarlo.

Y mientras que, como en el caso de Montale o de Borges, la vida no alcanza a rematar el todo del argumento que se persigue indefinidamente; en el caso de artistas como Mallarmé, Rimbaud, Walser, Musil, Blanchot, Rulfo y tantos otros zozobrados de la escritura, existe una sobre-concienciación de la meta del texto y de sus alcances y, como apunta el poeta estadounidense John Ashbery: “Solos con nuestra locura y nuestra flor favorita / vemos que verdaderamente ya no hay nada de qué escribir. / O mejor, es necesario escribir acerca de las mismas cosas viejas / de la misma manera una y otra vez repitiéndolas / para que el amor continúe y sea distinto paulatinamente”… Pero: ¿se tiene siempre la paciencia e incluso la distracción suficiente para hacer de la escritura, y más aún, de la poesía, una reescritura, un soporte de la vida misma, un alimento no metafórico y sí real en la necesidad, como un náufrago que se aferra a un madero? ¿Qué clase de silencio se detona al pronunciar la palabra ‘silencio’? ¿Qué tan encomiable es para la literatura hablar de ello? Al parecer, son pocos los que se resignan a ni tan sólo escribirlo.

En otro poema, el bardo norteamericano agrega: “Mucho de lo que es bello debe ser desechado / para que nos igualemos a una más alta impresión de nosotros mismos. Las polillas ascienden sobre las llamas, / lástima, sólo desean ser el fuego. / Ellas no disminuyen nuestra altura…” ¿Equivale esta escritura justo a una especie de pirografía, de pluma quemante que se aboca a retratar su punta al rojo vivo?

En el peculiar libro de notas Bartleby y compañía, el catalán Enrique Vila-Matas se entrega al tema: escritores que, ante el presentimiento de inutilidad, dejaron de escribir para siempre, sus pretextos y sus extravíos. Los hay, sin embargo, aquellos que se quedaron en el punto medio entre el silencio y la palabra ‘silencio’; por ejemplo, “Robert Walser sabía que escribir que no se puede escribir, también es escribir”. La borradura como centro del discurso es, según se aprecia en la expresión contemporánea, casi un movimiento. Resulta impresionante todo lo que la escritura en forma de no-escritura ha ido desarrollando una obra autista, un canibalismo del arte. Y no se trata sólo de un fenómeno exclusivo de los literatos. Muchos artistas plásticos se han visto anquilosados en el umbral entre la pieza y la idea. Todo apunta a que el sentido del arte se complete o se resuelva ahí donde todo le parezca contrario: a la literatura lejos de las palabras, a la música lejos de la armonía y a la visualidad lejos de las imágenes y las formas.

¿Qué nos querrán decir todos estos desfases?

 

SOPORTE Y ESPÍRITU

El blanco que boga en la página es tanto o más importante que su oscura contraparte. Y en ese espacio vacío hay siempre algo de externo, de inalcanzable, dicho de otra forma, algo del origen. Es el soporte que ejerce la parte romántica de la escritura, ya papel o pantalla, ya muro o arena, el soporte involucra una autoridad de la materia sobre nuestras obras, porque el acto de escribir es un acto de eterna reinauguración en el que uno viene y va para transformar o para añadir algo a lo que ya estaba, y aquí no hay dilema fundamental.

El hecho es contundente: el papel antecede al lápiz: el soporte es primero que la idea, es su basamento. A las líneas sueltas en las páginas se les llama viudas o huérfanas. El papel, en cambio, no enviuda ni entraña orfandad. Así, es imposible que esos blancos evidentes entre las líneas no evoquen la poética inherente a la cimentación. De alguna manera, la escritura no puede olvidar esto.

Bajo tal enfoque inferimos que lo más humano al respecto es el significante lápiz y que lo más natural es la significativa materia que, entre otras cosas, alberga la danza de lo que escribe. Valerio Magrelli expresa: “Ser lápiz es secreta ambición. / Arder sobre el papel lentamente / y en el papel quedarse en otra nueva forma sugerido. / Hacerse así de carne signo, de instrumento fina osamenta del pensar”. Es ésta otra perspectiva del concepto de naturaleza. Los animales no escriben no porque carezcan de raciocinio, sino porque se hallan integrados a su entorno; eso es: a diferencia de nosotros, los animales se hallan, y la escritura, más que ser producto del mero hecho de pensar, denota algo distinto: la falta de adhesión del hombre a la naturaleza. La literatura, comentaba el poeta antiguo Han Yu: “se debe a la ruptura de nuestro equilibrio”. Así, la naturaleza: las plantas y los animales, dicho literalmente, nos corrigen; nos señalan constantemente el hipotético camino de nuestro género, nos invitan a hallarnos. El blanco es entonces una consideración del mundo en calidad de ese hogar del que no somos dueños sino huéspedes. Uno escribe para ser huésped en el papel. El papel, como el cosmos, es bello siempre: es base y superficie. La naturaleza es bella pero no nos necesita; y ante la lógica de esta verdad escribimos adrede un argumento contrario, una premisa que sustente nuestro sentido, sumándonos al mundo con eso que somos de resta. Por eso todo lenguaje es alimentario. Sin él morimos, no como animales, y sí como humanos. Está más que probado que un bebé biológicamente saludable se deprime o perece si nadie le habla. Tanto así somos palabra. El más auténtico romance es ser así de la naturaleza.

Como es de imaginarse, al no haber una sola religión ni cosmovisión que no sea antropocentrista, pues ni aún el propio budismo pone la naturaleza a la altura del hombre, esta cuestión obedece por fuerza a una perspectiva poética. Al no hallarse ni en la filosofía ni en el dogma la respuesta al paradigma del lenguaje, es necesario volvernos hacia el arte y convencernos de que a éste concierne el asunto de modo ex profeso, porque el arte es la aceptación de esa verdad extraviada, aun si su escenario es el de los sueños, de lo inalcanzable. Los sueños son el puente de integración con la naturaleza, o mejor dicho, con nuestra naturaleza perdida. Porque nunca seremos del todo naturales, y la prueba de ello es reconocer que lo artificial y lo “sobrenatural” provienen sólo de nosotros. Y he aquí que eso es justamente la corrección: un sueño de integración, un oficio de artificio.

 

IDEAL Y CONCEPTO

Pero hay más que esto. Vista superficialmente, la corrección es en efecto el sueño imposible de la obra perfecta; pero si miramos más cautelosamente, si examinamos a profundidad, el acto de corregir ofrece sólo un destino: hacer descender la escritura con nosotros al ras de la materia, del soporte, y ahí encarnar y comulgar las ideas con los elementos, abandonar su trama –novedosa– inaugural para ser la trama original del papel en blanco, y procurarse ahí un entendimiento, para ser: no vacío, sino sólo huella. Y la huella nunca es vacío: es memoria.

De ahí nuestro gusto por desandar el lenguaje a través de etimologías que nos muestren la partida y el regreso a su venero, ahí donde el lápiz regresa a ser lápida, el papel un papiro acuático y el borrador la borra de un borrego… ahí donde tanto lectura como escritura son actos de la mano, un rasgar y un prender. “¿De dónde viene tu nombre?”, “¿de dónde viene tal o cual palabra?”, se oye decir. Es esto una suerte de Elegía, de lamento por los dioses en retirada que nos dejan solos en nuestras palabras, personificando nuestro propio borrador.

Es posible imaginar nuestra marcha en el tiempo como una escritura. Más que una simple analogía se trata de un ejercicio poético: trazar con un lápiz la ruta hecha por nuestros pasos sobre el mapa del lugar en que vivimos y ver cómo los días se vuelven formas: ruedas, cuadrados, estrellas. Porque, así como la acción de escribir ha viajado de los hombros a los codos, luego a las muñecas y de ahí a los dedos; si miramos la historia, ya no sólo del arte, sino de sus temáticas, sean letras o notas o imágenes, observaremos este mismo recorrido con facilidad. Lentamente, el arte ha pasado de la imitación de las cosas a la descripción del mundo, y de ahí, a la conciencia y luego a las solas ideas, para ser ahora éstas su única esfera, un arte que habla ya sólo del arte, que se vuelve a sí mismo hasta derrumbarse, que escribe, justo como ahora, acerca de la escritura, que hace ver la mecánica y la mirada de las propias imágenes; que, en suma, se ha empezado a engullir al grado de no saber ya adónde existe, si en una libreta, en un blog de internet, en una idea pasajera o en una instalación pública hecha para deshacerse con la lluvia. El arte se ha corregido tanto como arte, que el arte todo es ya una corrección, un movimiento más que una pieza, una idea más que una obra, una sonoridad más que una melodía. En eso radica lo que algunos llaman ‘el concepto’.

 

EL FIN DEL MANUSCRITO

Se penetra el arte haciéndolo. Aunque tal vez se deje conocer también desandando sus capas, desmontando sus piezas una a una. Pues aun cuando el arte tiene misterio, se trata en el fondo de un misterio hecho de desnudeces. Vestido de sí mismo, el arte se muestra en una temporalidad para los sentidos: éstos necesitan percibirlo de muchas formas, y una es poco a poco. Así, cada arte, en el presupuesto clásico, tiene un tiempo distinto: la literatura es temporal como la música y el teatro, sólo que su tiempo, como vimos, puede desandarse en la relectura; otras artes, en cambio, se muestran inamovibles y nos arrancan el tiempo a nosotros. Hay obras realizadas en unos minutos que nos lleva muchos años apreciar del todo, y viceversa. Imitado, o creado, prestado o pedido, el arte no es nada sin el tiempo.

Del conjunto de las artes, la escultura y la literatura parecen singularmente las más transparentes en su tiempo ingénito: su tiempo es su lírica. Todos los secretos que hay en ellas y detrás de ellas se evidencian en su cuerpo, en su superficie: las formas y las palabras. Su todo es contundente porque en ellas esencia y manera son lo mismo: una talla el espacio; la otra habla. Aprenderlas es igual que mostrarlas; o sea, su exhibición es también su enseña. En la primera, lo que se encuentra es lo que se palpa; en la segunda, lo que se dice es como se dice; y en ambas, a pesar de ser artes inclinadas a recibirse con los ojos, no es necesaria la vista. Un par de artes para videntes igual que para ciegos. En ellas se muestra simultáneamente su tiempo y su técnica. Apreciarlas es parecido a rehacerlas.

Uno podría pensar lo mismo de la música, del cine, de la pintura, de la arquitectura… pero en mucho de ellas se precisa una conciencia decodificadora. ¿Es la música un arte que llegue a verse?: ¿al escuchar una sinfonía, se reconocen cuántos instrumentos hay y cuáles son?; ¿puede un cuadro descubrir sus veladuras al espectador?: ¿qué color se puso antes de qué otro en cuál textura o transparencia?; ¿es posible adivinar los cimientos de un edificio y la estructura interna de sus muros?, ¿de qué material y cómo se dispusieron?; ¿cómo tomar una fotografía antes tomada?: ¿qué tiempo de exposición requirió, cuál fue el diafragma y el zoom usados para su toma?, etc.

No sería entonces aventurado apuntar que la literatura es la escultura del tiempo y que la escultura es el poema petrificado, el texto de la inmovilidad; que mientras una se desbarata en el aire la otra lo fosiliza, o bien, lo encarna. Lo que en una es decodificable al ser leída, en la otra se codifica al asirla. Conforme nos acercamos más y más a estas artes, menos precisamos de las teorías o de las instrucciones que viven en torno a ellas. Las dos renuncian al secreto y a la fórmula; las dos son su propia escuela y su propia crítica.

Se podrá argüir, no sin razón, que desandar la literatura por lo que muestra no es suficiente para conocer cómo se llegó a un texto específico, es decir, que no basta la versión final para conocer el proceso creativo. Sí y no. Y esto es así porque la literatura deja intuir un doble régimen: los borradores “devorados” por el autor y los “borradores críticos” inspirados por el lector, con que éste se sobrepone al primero. Le basta al lector la versión final de un texto para cavar en él una infinidad de “borradores imaginarios”, de rutas. Ante ello, el autor nada ilumina con sus bosquejos, pues éstos se vuelven introducción y no opinión: no dialogan con la obra más que oblicuamente.

Es curioso que mientras el resto de las artes se ‘complete’ y ‘explique’ con el lenguaje y con otros medios, la literatura permanezca indiferente e incluso no poco reacia a su propio medio y se muestre, en cambio, como un arte despreocupado de sus huellas y su estructura, ya que, como observamos, éstas parecen explicarse por sí solas. Analizar un proceso creativo es la capacidad de retrotraer con la mayor fidelidad posible su tiempo al presente. Sin embargo, veremos que de ese ínterin han persistido a la luz algunas formas híbridas u ortopédicas entre la obra y su creación pero, sobre todo, entre su tiempo original y su tiempo final. Veamos: la partitura musical, el plano arquitectónico, el ensayo teatral, el dibujo de una pintura, etc. Cada uno, si bien representa la memoria de su arte, manifiesta asimismo cierta renuencia al fetiche. Esto significa que tales formas, en lugar de pronunciarse como borradores, lo hacen más bien como accesorios. No quieren guardarse. Planos, partituras y dibujos buscan, de alguna forma, “la vida”.

Tampoco deja de ser curioso que planos, partituras y dibujos se hayan desplazado de sus soportes originales hacia los digitales para dejar clara su importancia aunque no se los genere más que a través de la tecnología. Desde esa perspectiva, el borrador literario está trascendido por completo. Está a punto de sucumbir junto con el manuscrito. Ya no quiere guardarse, ya no busca ninguna clase de “vida”. No obstante, el espíritu del borrador tampoco se deniega por la tecnología, sólo que para que sea efectivo en ella, requeriría eso que la literatura misma demanda: tiempo. Al desentenderse del tiempo que vive en el papel, un borrador no manuscrito sólo podría imaginarse como un registro, acaso una secuencia –¿fotográfica?– del proceso creativo, una cronología paso a paso, cuadro por cuadro. En suma, este otro ideal del borrador literario resulta en un acto autótrofo, en un proceso ilustrativo y narrativo del lenguaje mismo.

 

DEL FETICHE…

La muerte del manuscrito acusa la obligada acogida del fetiche, estimación post mórtem entre la memorabilia y la paleografía. Ciertamente, obras y quehacer literario han convivido en medio del manuscrito y la imprenta, es decir, entre la mano y la máquina analógica. Ambas se han posicionado por cientos de años a los extremos cuyo puente ha sido el libro. Contrariamente a lo que se podría deducir por sentido común, Derrida atribuye la actual proliferación convulsiva de bibliotecas como gesto agónico de la cultura del libro.

De hecho, el filósofo percibe este fenómeno a partir de la propia depreciación de la lengua y de la palabra ‘lenguaje’ al hallarse en fuga de su propio campo; ciertamente, algo fácil de notar si consideramos la denominación de algunos conceptos nuevos, tales como “el idioma corporal”, “la gramática de los movimientos sociales”, “el lenguaje de la resistencia”, “la sintaxis del color”, “el texto urbano”, “la iconolingüística” entre tantos otros. Esto acaso también explique cómo el desdén actual por los borradores representará su aprecio para un futuro no lejano en una estética de tipo vintage; pues el presente aún luce demasiado absorto en el cambio del paradigma de lo digital por lo analógico, que es el mismo que el de lo tangible por lo intangible, o bien, de lo externo por lo interno. Y porque no sólo se trabaja ante una pantalla: se vive en ella. Como anotaba Nicholas Mirzoeff la vida contemporánea se desdobla ahí presa de una progresiva y constante vigilancia visual. En ese sentido, las computadoras son trincheras externas para una guerra interna. Es difícil aceptar que se convive más con máquinas que con humanos y que se escucha más grabaciones que real música, que durante el día nos sentamos horas enteras en una silla manoseando un software.

Pero ¿qué implica este cambio de paradigmas? Baudrillard decía que entre más nos aproximamos a la definición absoluta, a la perfección realista de la imagen, más vamos perdiendo su potencia como ilusión. Al parecer la propia cultura popular se inclina hacia un proceso de des-imaginación de la imagen, y tiende más bien hacia lo virtual, y la virtualidad, por supuesto, destruye la ilusión; es decir, la transferencia mental por la que se “saltaba” de la palabra al sentimiento, por la que una figura apenas esbozada representaba un ente real. “Si existe una gran dificultad para hablar de la pintura –por ejemplo–, es porque existe una gran dificultad para verla. Pues la mayoría de las veces ella no quiere exactamente ser mirada, sino absorbida visualmente, y circular sin dejar rastros”, observa el pensador francés. Algo no muy distinto le ha ocurrido al texto.

He aquí también un desplazamiento sui generis del habla común al respecto cuando se dice “salir en la tele”, publicar algo que “sale en internet”; cuando en realidad se-entra en ellos, y uno dice que sale para decir que entra. De una manera análoga la escritura tiende a internalizarse en su medio mientras que el manuscrito se ve expulsado, impelido a salir, ahí donde sólo se lo puede ver como fetiche. Tal vez a eso se deba la sensación de que escribir en una computadora sea parecido a publicar, pues se despersonaliza de la escritura todo elemento físico, todo contacto parecido a firmar, a guardar, envejecer, tachar y arrugar.

Hechos puño u dejados en el olvido, los borradores manuscritos están “cerrados”; son una utopía perfecta. Parecerían compartirnos sus acertijos, invitarnos a resolver sus misterios. Pero al final nos damos cuenta de que especulamos más en ellos de lo que creemos conocer. ¿Por qué entonces nos embelesan? Los borradores son preciados porque, aunque no sirvan al aprendizaje de la escritura, evocan e ilustran nuestros deseos. Ya Vila-Matas señala que la escritura es el ámbito en que los borradores de la vida se vuelven posibles y que acaso por eso se haga literatura.

Amor por los tachones: ¿no es esto lo mismo que el apego a las fotografías de lo que no fueron los momentos o no parecieron suficientes? Tesoro de falsa modestia ¿No es valorar lo que se tachó garantizarse, saludablemente o no, esa indispensable inconformidad que exige el arte e incluso el mismo amor? He aquí una analogía más de la escritura con la escultura: un escritor al lado del fajo de sus manuscritos ostenta sus obras también como volumen, como obra física; mientras que el escultor que muestra sus obras en fotografías las ostenta como bi-dimensión, como obra virtual.

El manuscrito en papel es una revelación; los borradores encubren en éste los deseos de un habla simultánea, múltiple, encubren versiones posibles, pensamientos. Hay de ello un dejo de reliquia aun si se trata de algo que escribimos ayer. ¿Qué es entonces lo que da a estos papeles aun nuevos carácter tan arcaico? Entre otras cosas, el ser un tipo de cambio restringido, un tesoro nativo que se limita a nosotros. Y, si observamos bien, se puede afirmar que, al tender hacia el origen, la corrección es, valga la redundancia, lo más original del texto, más que su edición y su publicación. La corrección es, en resumen, el índice de autenticidad de una obra ya que implica su proceso creativo, del que sólo la última capa es presentada al final. Nada es más original que una corrección. Y así es como un borrador vuelve a su fuente al igualarse tanto a un tejido como a un dibujo que no oculta respectivamente ni sus puntadas ni el camino de sus trazos. Por ello, tanto en un borrador como en una pintura, se diría que la originalidad representa el tamaño de su aura, eso que Walter Benjamin definió como “la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar)”, es decir esa emoción que le arrebatamos al horizonte, al crepúsculo tan sólo por mirarlo. El borrador de un poema cede su causa literaria a su causa de fetiche y se lo confina a los baúles o, si corrió con suerte, se lo coloca bajo una vitrina de museo.

 

…AL DOCUMENTO

En 1994 la viuda de Juan Rulfo publica los cuadernos de notas del escritor aun cuando éste no lo habría deseado. A casi diez años de su muerte, los Cuadernos de Juan Rulfo muestran fragmentos de obras inconclusas, anotaciones y croquis que apuntalan intenciones narrativas, algunos ejecutados en sus obras conocidas. ¿Hasta dónde documentos como éstos resultan cartográficos, ilustrativos e incluso didácticos para el escritor o el estudioso?, ¿hasta dónde son materia de la paleografía, de la visualidad o de las letras?…

Al no haber sido intención del artista cifrar paso a paso su proceso creativo, nos queda solamente el camino del detective, y el asombro del adepto, pero no más. ¿Qué puede obtenerse de ello y adónde ordenar tal conocimiento además de su simple acopio?… Ya Canetti indicaba que en los escritos íntimos uno debía empezar por anotar lo que más vergüenza nos diera de contar y de imaginar. Siendo así: ¿qué tanto de esta osadía es fiable en los borradores cuando no es sencillo tasar su intimidad?, ¿qué tanto de los sujetos partícipes en la corrección es reconocible y evaluable en las obras?

George Steiner arguye que la presencia del escultor desafía la de los moldes de yeso en el departamento de arte en una academia y que un poeta en el campus infunde un escepticismo saludable respecto de las bibliotecas portentosas de los ‘grandes maestros’. Y es que la presencia física supone un diálogo del que las obras carecen, de modo que resulta más provechosa la charla circunstancial de un autor que la lectura de su ejemplar más notable. La existencia de este contacto potencial con el autor, aunque no se realice nunca, niega la atemporalidad que pervive en los documentos, en los moldes e inamovibles archivos, y reanima la exterioridad y el azar que por sí solos, como la sorpresa, son vitales en el sentimiento poético.

El hado de los manuscritos es, por consiguiente, el de ser un poco “la piel” de su autor, de guardar algo de su ritmo y su gesto, como el rasgo de la acción que vive en una pincelada a bordo de un lienzo. En ese sentido toda textura es corporeidad, y toda corporeidad nos habla de la presencia, aunque se la guarde en un arca digna para el viaje al principio de los tiempos. Así la originalidad física que pierde un borrador se gana en la originalidad de su contenido al publicarse. Muere su aura pero nace su contundencia, su real cosificación como idea. Todo arte proclive a ser reproducido corre esta suerte doble de muerte y renacimiento.

La escritura está viva, cambia de piel, muere. Cómo no evocar aquellos versos de Fernando Pessoa al ver un letrero en el umbral de una tabaquería: «un día morirá el letrero y también mis versos. / Después morirá la calle donde estuvo el letrero, / Y la lengua en que fueron escritos los versos. / Morirá después el planeta girante en que todo esto sucedió. / En otros satélites de otros sistemas cualquier cosa como nosotros / Continuará haciendo cosas como versos y viviendo debajo de las cosas como letreros».

Aventura de la dificultad, la tachadura subsiste aunque no la veamos, de eso también se trata, y con justa razón, la poesía: provincia entregada por derecho divino a lo imposible. Y aunque lo posible sea bello, tal vez todo debería ser lo que no fue. Esto acaso sería digno de saber por el corrector empedernido, saber: que por más que corrija, su texto no dejará de ser un animal incontrolable, y bendita la vida, que lo seguirá siendo; entender que sus mismas palabras están por encima de él y serán corregidas por otros y por la misma readaptación del lenguaje. Todo es una posdata. No hay escritura sin este contradictorio juicio; pues no se piensa como se habla, no se escribe como se piensa… y se podría seguir con ejemplos así al infinito, porque no se hace nada de la misma manera y nada es nunca de la misma manera. Ni esto dicho dos veces.

 

 

 

Acerca de Jorge Santana

Mi cuerpo recuerda lo que mi alma olvida. Mi alma recuerda lo que mi cuerpo olvida.

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