ESTUVE AQUÍ
Jorge Santana
Escribo por espasmos, entrecortados episodios de lucidez derramados en la repetición de mis días. Camino en la vida olvidándolo todo. Poco estoy donde realmente hago sombra, hace años soy un sonámbulo, un animal que vagabundea con los ojos cerrados. De tanto haber visto esta ciudad, no la veo más. De pronto, como un granizo que viene del cielo seco, una verdad me golpea la cabeza y me agacho a recogerla y a incluirla en este estuche mío de emergencias desechables.
Al igual que uno de mis días, lo que aquí deposito carece de forma. Es apenas un bosquejo de algo cuya totalidad se oculta, como si por vivir a medias en el mundo sus descubrimientos me visitaran apenas. Y recuerdo más las imágenes inventadas en la rugosidad de ciertas paredes que los hechos reales y concretos. Pero esta abstracción del mundo no es una desatención verdadera. Nunca lo he atendido demasiado. Esta abstracción del mundo soy yo mismo, como esta pluma, dedo índice en cemento fresco que escribiera: estuve aquí.
Sin más expectativa que la de prolongar el goce de mi sueño, como la quimera de un amor ideal, apuesto a una doble suerte, doble porque así tendré al menos un excedente con el que pueda hacer mi sueño creíble: la suerte de inaugurar un pensamiento nuevo en un lugar diferente. Pero como ni los pensamientos ni mi entorno son distintos del todo, los agito considerablemente para trocarlos. Al paisaje inamovible lo mezclo con el tiempo. Visito calles, plazas o monumentos a una hora que jamás lo haría si lo meditara, confundo así mi alma con lo que serían sus condiciones naturales de sentimiento, permutando la catedral por la madrugada, el resguardo en casa por un baño en la lluvia, el parque de siempre por un amanecer inusitado, etc. A mi pensamiento, en cambio, lo acumulo, o bien, lo estiro en la conciencia para que, aun cuando no salga de ella, me ofrezca sustancias nuevas, como un niño que inventara incontables juegos con la misma pelota.
Anotar una frase diferente de otra por un solo par de palabras me ofrece por fugaz un presente completo, una perspectiva única para hacer absoluto mi sueño. Aunque no lo desee o aunque no sea cierto, no dejo de imaginar que toda la gente tiene un mundo interno parecido, razón por la que, a mí, desde que tengo memoria, una persona, sea quien sea, me parece demasiado. Como cuando miro de frente a un mendigo y sus años de miseria se me entierran hasta provocarme un mareo físico, no de asco, sino de escalofrío al distinguir de inmediato en sus ojos ese naufragio del mundo que con frecuencia siento en el mío, esa miseria propia que entiende su miseria.
Creer que identifico sentimientos con mirar un rostro se me ha vuelto inevitable. A veces con preguntar cualquier cosa en la calle ocurre un espasmo en mi alma, el de una convocatoria que se ha desatado. Es casi un solipsismo, o mejor, un autismo proyectado, un hacer de los brazos, míos y ajenos, ese puente entre espíritus, no para llegar sino para depositarse.
A cierta distancia la gente me parece confiable, querible. Casi cada uno de todos si lo veo a los ojos me inspira a ponerme frente a él, desarmarme y reír o llorar sin recato. Pongo en mi mente las palabras que me parecen decir sus ojos. Pero muchas veces es un engaño. Hay quienes caminan silbando pero que al tropezar con el borde roto de una acera vociferan furiosos y quieren demandar al gobierno, o bien, te toman del pantalón hasta romperlo. Una especie de locos instantáneos. Pero también ocurre a menudo lo contrario, y esa que juzgaba la peor de todas las caras resulta la del alma más dulce y desinteresada, y me hago notar una vez más todo lo que engañan las apariencias.
Por lo que a mí respecta, necesito mucho, pero pido poco. Es mejor así. En el fondo desearía que la socialización no se basara en la ayuda o en la queja, en el peligro de las confesiones. No me gusta pedir ayuda pues uno se acostumbra a sentirse rescatado y, por lo tanto, anquilosado por el precio de exigencias íntimas, porque en ese fondo tenemos tantas como un nido de pájaros hambrientos. No me gusta confesarme fuera del espejo opaco del papel, aquí donde el esfuerzo de leer se equipara a la valentía de haber escrito; de lo contrario, sé que me costará liberar la corporeidad de mi voz de los oídos ajenos, estanques donde los prejuicios ahogan y germina la deuda de los débiles.
Aun así, me queda claro que todo lo que hago e incluso lo que no hago es apenas un pretexto, no para estar en mí, sino para olvidarme en otras vidas, hacer mis recuerdos los de otros tal como me ha pasado desde los demás… Mientras tanto, otra vez nada que hacer, nada sino desplegar entreverados mapas sin rumbo. Y ahí: ¿cómo aprender a observar la distracción sin abolirla?, ¿cómo salir de uno para que al fin llegue de otros la vida en una tierra en que el paisaje ya no importa y se vive de la soledad y del encuentro?
Basta que alguien mire con detalle lo nuestro para que nos reconozcamos de nuevo. Es una operación de amor en la que un cuerpo no es suficiente. Necesitamos por fuerza esa mirada. Es difícil observar lo cotidiano con nuestros ojos pues tiende a pasar desapercibido, como un color en otro igual. Puedo jurar que la ciudad disfraza la mendicidad de nuestros sentimientos. Necesitamos día a día el uno del otro, pero basta con que nos crean satisfechos. Lo cotidiano es entonces una paradoja. Escribir esta reflexión, por ejemplo, es algo que al parecer hago habitualmente, aunque por un momento analizo cuanto no advierto siquiera. Pero luego lo olvido y lo devuelvo sin saberlo a su nido, a su hambre de siempre.
Entonces arranco estas páginas del cuaderno, y una vez hechas puño, las arrojo al azar de la gente que pasa tal como yo las hallé antes, en su ser anotadas y sin forma, como granizo en cielo seco.