Ideal
Me enamoro de algo discreto y a la vez decidido, algo no degradable, imagen a la que no podría ridiculizar aun si me lo propusiera; digamos, la foto de un rostro al que no se pensaría dibujarle anteojos o tacharle un diente, alguien imposible de caricaturizar sin caricaturizarse uno mismo, de colgar un apodo, de remedar; alguien con el rubor a un milímetro de la piel, listo a brotar la flor de la timidez, un retrato que, despreocupado del objetivo, aprendió a mirarme y se brindó desnudo, en una osadía sin encubrimientos, riqueza sin añadidura; presencia constante y a veces verdad incómoda, alguien que no se plantaría en una pose ni buscaría un aplauso, alguien que jamás proferiría: “dile que no estoy”.
El cariño empieza por una sorpresa sin ventajas, sensación que no intimida, sino que es a un tiempo deslumbrante y conciliadora, como diciendo: “ámame en lo que sabes que ignoro”. Es esta una atracción devota que escucha sin tener que oír y mira sin necesidad de ver, que percibe lo profundo de un gesto antes de reparar en la estética de una cabellera, de un cuerpo; un lugar al que confiamos la intimidad sin preguntar por qué, y con ello, curamos nuestra vanidad y reivindicamos la vergüenza perdida de haber sido niños con fantasías y miedos.
Así también, me enamoro del grillo que saltó a mi escritorio y no se marcha, de la paloma que visitó mi balcón y, desde entonces, la alimento día a día; le doy toda mi atención a un lápiz, al cuaderno que alguien me obsequió y que uso hasta agotar; comparto mi vida con la mujer que, por un atisbo de fe en mí, me husmeó tras una puerta; cambio todo mi camino por un solo consejo. Es una necesidad animal, irrefutable. Entre más proyecte mi vida, al final lo que importa es otra cosa. Nada está en mis manos, no puedo acceder a mis más grandes deseos si no es por casualidad.
¿Qué busco? No tengo una respuesta. Por más que considere mi destino, ni siquiera espero algo. Como en un retrato hecho con el alma, la mirada carece de meta. Tengo, no obstante, una deriva: estar atento a la vida es lo mejor que sé hacer. Cuanto más lo hago, menos me preocupo, porque la tristeza y la miseria que una vez conocí vinieron siempre de mi indiferencia, de la terquedad por no atender la delicada voz del mundo. Ahora sé desde el silencio que el capricho por cualquier cosa me resulta extenuante. Y si la vida me ofrece esa flor que no tengo, yo la tomo.