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Minucias y manías

MINUCIAS Y MANÍAS

Jorge Santana

 

 

 

 

Es de mi propia orfandad que conozco la orfandad del mundo, y no al revés. Así que puedo ser un poco el padre o la madre de algo. Es difícil, pero puedo llamarle ‘alguien’ a quien nunca se lo hayan dicho, y puedo en una mirada retirarle a otro esa palabra, al menos puesta por mí, llamarlo sólo ‘otro’ y condenarlo como a quien tras hablarle de tú se le habla de usted; o bien, llevar a alguien del brazo justo ahí donde su brazo jamás ha sido tocado, si es que existe en verdad un brazo que no se haya cubierto por entero de contacto; también puedo imbuirle miedo, hacerlo atinar en medio de su ambigüedad o sembrarle duda en lo evidente, hacer que un vino malo le sepa bueno o viceversa, cazando el instante en su punto más vulnerable, ese en que su garganta tiembla y sus pupilas tramadas en las mías no albergan traza de opinión todavía.

Tengo, sin embargo, desamparos por cubrir mucho más sutiles, inservibles a nada ni a nadie salvo a mi inquietud extravagante: hospedar en el librero injustamente juntos a dos escritores incompatibles so pretexto de orden alfabético, dejar que un poeta como Celan se haga sándwich entre Ceballos y Celis, sendos autores de libros autofinanciados e insustanciales que ignoro cómo llegaron a mi casa y que no me atreví a sacar por un absurdo respeto a su inversión; entonces los retaco en el fondo y ladeo un poco a Cernuda o jalo a Cavafis; o, por el contrario, disfruto de las vecindades que hacen Rilke con Rimbaud, o Bioy Casares con Borges, con merecido derecho de proximidad.

Una vez, tecleando una especie de carta-poema de amor, tuve que hacer separar exclusivamente los caracteres de la palabra ‘encarnado’ pues a la hora de imprimirla, la tinta se expandía lo suficiente para que se leyera: ‘encamado’ y eso le cambiaba el sentido por completo, la reescribí por enésima vez y aun así nunca la entregué. Leerla tampoco estaba libre de malentendidos, después de todo el ‘nos sirve’ y el ‘no sirve’, aun escritos distintos, se escuchan igual. También me pasa que al sustituir una palabra por otra en la computadora, dejo en la nueva un pequeño vestigio de la antigua, como el ‘do’ que pertenecía a ‘perdido’ y que le dejé a ‘encontrado’, y siento con ello como si algo de su figuración se hubiera perdido y a la vez quedado en el vocablo nuevo, como si la ‘u’ que le implanté a ‘calidad’, tuviera en su ahora ‘cualidad’ esa misma calidad de antes; como si a toda esta ‘digresión’ le cambiara las letras necesarias para escribir ‘di-ver-sión’.

Es casi una locura, una droga; a veces las palabras no me sueltan ni un poco, como ayer en la pescadería que le preguntaba a la dependienta: «Disculpe, ¿medallones de atún?», mientras dentro de mí algo decía: «¿Me da iones de atún?», o cuando esta mañana en el metro un vendedor gritaba: «¡Paquete de pilas!», mientras yo claramente escuchaba el inverosímil reclamo: «¡Pa’ qué te depilas!…» Gatos que hablan lo que maúllan, circunstancias que dicen lo que no dicen, de mano a mirar lo que no está ahí, a veces tan a pesar de los mensajes: caras burlonas en señalamientos importantes; un insomnio del alma o, en el peor caso, una severa interferencia en la percepción de la realidad a través de quién sabe qué otro sentido.

Pasó ayer en la terraza del café, verbigracia: una mujer que comía vestida de impecable negro se levantó hacia la barra por un cenicero, mientras tanto, un pájaro se posó en el respaldo de su silla vacía y zurró ahí. Al minuto llegó ella y se sentó manchándose la espalda ostensiblemente sin darse cuenta… ¿Y qué queda de esto apenas relevante para nadie?: ¿un gozo simpático y tonto?, ¿escribirlo ridículamente al otro día como ahora?, ¿hacer la próxima vez una intromisión abrupta en la cotidianidad de quien no conozco para que cosas así dejen de suceder: “señorita, disculpe, cuídese de no recargarse en esa mierda”?

No sin cierto desencanto, eso que llamamos la lucidez de vivir nos va quitando lo entremetidos. En otras circunstancias es posible, no sé cómo, que estas pequeñeces salven una vida… ¿Y cómo hacer que alguien se interese por nuestras manías y nimiedades?, o bien, ¿cómo hacer que nos tengan en cuenta por ellas soltándolas al viento?, o mejor, ¿cómo amar a todos y encantarnos con ellas?, o aún preferible: ¿cómo fomentar con ellas algún tipo de amor?

Sea de cualquier manera, esto es una familia, hotel de fantasmas en que me alojo seguro de estar entre ellos y de ocupar por turnos cada puesto: administración, habitaciones, duchas con amantes y ebrios roncando desnudos, o el sillón mullido dispuesto a la ventana con mucho viento desde donde se oye el rumor de niños en la piscina, los pasos de mucamas aprisa en los corredores, el claxon de un auto que viene a mi encuentro, la vida que no tengo, las sombras dramáticas de las hojas de palma meciéndose en el suelo de barro lleno de sol, el paseo por tomarse que vive huérfano en mi mano, los botecitos de champú y las toallas dobladas dentro del armario en la preocupada vacación de mi vida.

 

Jorge Santana Dingbat

 

 

Acerca de Jorge Santana

Mi cuerpo recuerda lo que mi alma olvida. Mi alma recuerda lo que mi cuerpo olvida.

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