MIRADA
Jorge Santana
Mucha de la poesía del mundo está al servicio de una mirada, de conseguir un contacto desnudo con alguien, ojo a ojo con todo cuanto no somos. Pero no sólo la poesía: la vida es dable por un cambio real de miradas, de esas en que el rostro ya no se defiende y los ojos son sin embargo armas, quién sabe cómo. Luego, no importa a qué distancia nos miremos, si es en medio de una multitud de rostros que no nos solicitan, si no nos movemos, si no nos incorporamos de estar en reposo, estas miradas han tendido una vía segura, vencen su timidez y se compenetran aun si fueron miradas esclavas o víctimas. Es una vía que dio a dos destinos para siempre, como si la existencia nos hablara de tú o nos tratara por nuestro nombre.
Después, los ojos comienzan a temblar un poco, no más de un milímetro, pero tiemblan. No es un temblor común, sino de un mínimo, pero penetrante movimiento de escrutinio, de búsqueda por donde se deba entrar al otro y como si las pupilas, aun siendo tan pequeñas, escondieran una voluntad que las abriera y quisieran tragar y ser tragadas sin que la mente lo sepa todavía; algo animal: dos ojos reconocen los nuestros, cada uno se cubre y dispara alternativamente, golpeando con un pequeñísimo desfase que no es más que el recuerdo ancestral de nuestra individualidad.
En miradas así nace un amor especial, lascivia o compañía, amor de haber llegado hasta ese momento, ya conciencia, ya milagro, para pedir y dar la obra entera de la vida… Es común que un ojo vaya primero que el otro, ¿el izquierdo?, ¿el derecho? No importa. Pero esta diferencia de llegada, de catapulta y lanzamiento, da a la mirada un juicio. Entonces, sin necesidad de palabras, se imprime mansedumbre en la vista hacia el otro, como diciéndole: “no te asustes, no es un engaño; es mi fuerza dominada de verte y mi tierno reclamo en ella por ser visto”. O bien, si es un regaño, la mirada se ajusta a su disparidad y es sincera al fin: “sabes cuánto te amo, pero me haces daño, haces daño”. El yo que asomaba de su guarida empieza a sentirse amenazado. ¿Quién deja primero de mirar a quién? En un día podemos tener muchas historias truncadas así, y entre más conscientes estemos a ellas, esas miradas nos visitarán en los sueños.
No hay temor al escribir. Todo lo que se recorre al escribir va siempre a otro, para llegar pasivamente a él, cobijado u odiado. Es convertirse en el pasado de otro, en su objeto por un segundo. Nuestro gran cometido. Al escribir miramos el papel como se miraría a esos ojos. Se imita amar, no por hipocresía, sino para que la droga del amor se libere, se ensaya amar para sentir amor y esa es la mirada que esperará ser correspondida. Aun cuando la página ya es en sí el otro, la poesía no es exactamente el poema, sino la expresión absuelta en los ojos que ha tomado en ese presente nuestro semblante, la mirada completada, aunque ya nos hayamos ido. Es la recuperación de los sentidos, el ciego ante un espejo que ha olvidado ser ciego.
Aun una mirada de odio tiene un instantáneo golpe de amor siempre que sea realmente mirada y monte la vía. Los ojos dicen: “te he conocido”. No es necesario más. Toda mirada hecha profundamente punzará el fondo de la retina y se quedará en la memoria como cicatriz. Los ojos sirven para dos cosas: en el mundo, para asirlo; en los otros, para reconocernos. Tal vez se trate de un instinto que nos rebasa, mayor que el sexo al que una vez logramos domesticar, que la curiosidad que nos aventura a caminos extraños. Ciegos o no, el impulso de la poesía busca esa mirada y siempre la encuentra.