NERVIO
Difícil concentrarse en algo cuando la vida te pica, atender cuanto hay que hacer eternamente, que conocer para ir en progreso; y porque avanzar es lo nuestro, sea hacia un corazón o a una soledad como distracción del tiempo, lejanía física o Irremediable día. Pago del tributo postrero a la naturaleza. Un nervio prevalece, un nervio que cortejó la sangre nos reengendró y aun en los momentos de mayor sosiego nos sobrevive alguna antigua inquietud. Hace más de mil años, Sei Shônagon, escritora y dama de la Corte Imperial en Japón, decía que era fácil sospechar el sufrimiento en las personas nerviosas: ¡Ah los que escribimos, los insaciables, los incompletos!
Si trato de concentrarme en algo, es siempre eso, esto: una condición con que veo la vida, interrogándola a cada rato y obligándola a que se disculpe por inculcarme una fantasía condenada a la insuficiencia, a repetirse lenta en la mente y rápida en el cuerpo, sus desfases en cada uno de los que he sido y dejado atrás, así como su forma secreta de ser Dios, o Dios la vida, y decirle: “escucha, si quieres vivir tan inquietamente, si quieres en verdad sufrir tal suerte en un corazón, es mejor que vayas escogiendo otro.” Ay pero para alejarse de la preocupación sólo he conocido el aburrimiento y la tristeza, ese tedio del que luego de años engañosa e invariablemente te arrepientes, y otra vez el nervio… “¡Hazme músico!, sí, llévame a perder y a hallarme en la música antes que sea demasiado viejo y olvide toda noción de ritmo, dame el sentido que ni un animal negaría: un no saber si se está descalzo o no, que no deba sino ir, ir sin adonde, sin deber nada, hacerme de la vida un ir. Eso. Sentir, sí, también querría sentir, como cuando al despertar se cierran de nuevo los ojos o al dormir se yergue bajo las sábanas el sexo”.
Tal vez me equivoque, pero tal vez no, al creer que todo lo que niega la calma proviene de los celos. Como si por tener que morir un día hubiera que vengarse anticipadamente, arrebatar algo, reprobándolo a cada rato por no ser verdaderamente nuestro y no avenirse a nuestras preferencias, a nuestro nombre que crece como montaña: un pedazo cada vez mayor de tierra en el mundo, o de pensamiento en el ser de los otros. Porque no queremos estar solos de ninguna de estas formas, de mundo y de almas. ¿Quién rechazaría un pedazo de mundo a su nombre si le obsequiaran un terreno boscoso al borde de un lago? ¿Quién no querría habitar el recuerdo de otros?
Sosegar es devastar. Es mentira que sabemos domesticar la vida a besos, somos mortales y no tenemos paciencia para que algo se deje amar por una mirada sin prisas, día con día hasta amar también nosotros; lo hacemos con cadenas, y así como atamos a un perro para que nos siga, atamos cada cosa, cada alma con primitivo miedo a que se marche. Y lo más triste es que algo en efecto cuaja de ello, algo responde tenebrosa y favorablemente, como si al perder misterio nos pronunciáramos por el control y el sufrimiento porque en ellos se hallara una libertad en la que se olvida la responsabilidad de vivirse. ¡Cuántas veces no da gusto ser nadie!
Pero lejos de los tiempos de Shônagon y mucho más cerca de éstos, apenas hace medio siglo, el rock era prohibido por despertar a Satanás en los cuerpos y provocar en mentes inflexibles sensaciones licenciosas… ¿Y qué es todo eso sino un horror a perder el amor conquistado y volverse al miedo que un día fuera oportuno, como si a la domesticación de un animal sin dueño le siguiera el escrúpulo de que nadie más lo intentase adiestrar ni afirmar nada en él? Apropiarse de todo, marcarlo. Tal parece nuestro deseo.
¿Quién era el que prohibía todo eso: música, ropa ligera, desinterés, creencias libres, ateísmo, homosexualidad, desamor, abandono del techo que un día el afecto compró? Alguien a quien sus celos no le cabían en el cuerpo, en su diámetro de acción, y tenía el impulso de contener todo; una inseguridad acaudalada que suplantara toda riqueza y no se satisficiera ni en millones de herederos asegurados a perpetuidad, ciertamente alguien que teme a la muerte, alguien a quien ya no le alcanzaría la vida para agotar todo lo agotable que guardó y todo lo inagotable que proyectó su nervio. Una proporción desmedida: respirar una vida con el aire de mil.
Poderosos o no, atrevidos o resignados, los celosos somos así. Custodiamos la vida olvidando el mundo, y al revés. No hemos tenido al final mucho de ambos. Todo lo queremos y todo lo sufrimos.