NOTA DE ÚLTIMA HORA
Jorge Santana
Detenerse a escribir esta nota, una más, avanzada la noche, cuando el día quedó escrito en toda su jornada, y nadie ha de llamar ni yo abriría la puerta si lo hicieran, cuando muy poco o nada ha de enmendarse ya, de caer en seco, salvo alguna noticia que espera estremecernos, como pájaro agónico venido de otros mundos a estamparse en las imprentas de los diarios y hacer de sangre tinta… escribir algo que ignore las crónicas, que no se eleve ni un poco, y sí más bien que se hunda, algo que consiga cargarse con un antiguo peso y cierre al fin mis párpados… una nota, una más, cuando el calor que guardaban secretamente los edificios se filtra en la agitación de cada sueño, de cada pareja de amantes o en familias dormidas, cuyos rostros son mansos y casi idénticos bajo la luna de la ciudad que se filtra en las cortinas: y las paredes, los pisos, crujen de sentimiento humano y los muebles se contestan como grillos y sapos en su croar discreto de velar estas horas para nadie conmigo.
¿Detenerse a hacer algo es detenerse?, algo que por un momento niegue la rotación del mundo o lo distraiga a la entrada de una mañana de inventarios: ese esperar siempre y siempre por el día y erigir en él lo importante que se estampe en mi hombro como ala, o en mis manos como hoja de diario, mientras todos redactan su vida en la oficina de sus vidas, comen, se agitan y se cansan para hacer frente al fruto y recogerlo, para sentarse un momento en su sombra, quietos, y algo en sus cuerpos diga: he hecho cuanto puedo.
Ese descanso indefinido, tomado al infinito, que se antoja estirarlo y largarlo al ocaso, es también mi cansancio sentado en una taberna que poco a poco va quedando vacía, volviéndome un fantasma; ese bocado que trago exiliado de la más mínima hambre, ese café ya frío que me tomo de más y me deja temblando con dolor en el vientre, ese licor que bebo de más y me arroja, horas o años más tarde, entre el ruido de sillas y bancos que al momento del cierre se encaraman sobre las mesas como murciélagos o como insectos muertos; este caminar extra al cierre del propio día, para llegar a casa o donde sea, este olvido del tiempo —¿desde hace cuánto?— en que no atiendo reloj ni calendario para renunciar a la caducidad con que la vida empieza, pero dice que acaba… Ese café, esos pasos, esta vida de más de las cosas en mí, y de menos de mi vida en las cosas: los asientos que alguien retira de mi mesa sólo porque los creyó vacíos, reverso de un saludo equivocado y desdicho, la ropa que me pongo sólo para quitarme, mi pantalón de siempre como pulpo dormido en el tapete, en mi lugar, un departamento iluminado, o más bien, ensombrecido por luces acuáticas, y lo minúsculo que en él pugna por desvanecerse.
He visto de vez en cuando algún insecto meterse de golpe en la penumbra del librero al sentir mis pasos, un ave agonizante detrás de la ventana errar el rumbo y picotear el vidrio llena de noche, demandando una ayuda que ya no puedo darle, que sería absurdo darle incluso aunque la amara, pues son presencias que deben seguir existiendo para alguien más, o para otra época, entre mis libros o detrás de estas mismas ventanas, sí, pero para las que se antojaría ya haber muerto. Una mano estirada hacia mí, una boca hambrienta que pide algo o unos pasos veloces que me huyen y que, para no deshacerme en culpa, ignoraré. Sensaciones a un tiempo intrascendentes y poderosas. Tal vez les ajustemos las cuentas en los sueños.
Algo invisible se estremece por ahí y en el trecho que me disparo a buscarlo antes de que se marche, quedamos ya extraviados para siempre, ambos locos y con miedos afines. Viene entonces el recuerdo de un juego, de ser niño y perseguir a otro con cierto temor y bajo el riesgo de devenir uno mismo la presa en un súbito cambio de papeles, un hechizo de las emociones en un abrir y cerrar de ojos. Acaso ese temor sea tan vital como el temor de Dios y de ahí venga no renunciar al niño en el cuerpo, a quien le encanta una vida de soledad y otra de juego, aunque no acabe de conocer su turbación ni de inventar las reglas, ahí donde se dice una palabra para desaparecer y un nombre como conjuro para que algo ocurra, ahí donde quiero ver un animal o al menos su rastro en cada sentimiento: el ave de mi esperanza, la mosca de mi asco, la rata de mi cobardía, la mula de mi obstinación… y en general esos seres que, cuerpo adentro, acompañan un instante la vida: las células que ya no se renuevan, los hijos que no tengo para serlos, lo que coloco enfrente a distraerme, los ojos de quien miro mil veces hasta empezar a alejarlo. Ojos solares, creo.
Y mañana —¡qué verdad tan vieja!—: mañana siempre empieza por un amanecer. Y así es como el mundo se madura y sé que si no giro un poco con él, si no le rindo homenaje aun absurdamente cumpliendo la más nimia tarea en casa, si no sigo sus reglas no del todo sabidas, algo empezará a corromperse deliciosa pero indebidamente y, como el lascivo abandonarse a un vicio, iré obteniendo al transcurso de mi día una serie de restas, de deflación de los sentidos para al final ser un acreedor de emociones sofisticadas y tristes donde no había que comprometerlas, como si imaginar una cosa en otra no fuera para mí sino una impostación, una anti-metáfora. Y dijera sentado en mi silla: “silla en la que no tengo una silla”, “día para buscar un día”, o bien, si estuviera frente al mar: “oh mar que me recuerdas una ventana al mar”, o para colmo, me pronunciara al amor de una mujer que es real, pero pensando: “mujer que evocas a la mujer que amé”.
Veo, aunque me esfuerce en lo contrario, que hay cosas que no pueden ir hacia atrás, que ya no pueden desandarse ni un paso sin que se cubran con el polvo de una luz nueva, ni siquiera al recordarlas, y a las que sin embargo trato de engañar proyectándome leguas adelante como si la distancia fuera un futuro; o replegándolas como si la cercanía fuera un pretérito. Como si la mejor compañía del alma fueran las cicatrices, las conquistas y los relatos de fechorías; hojas de calendario de los días importantes para amordazar los momentos en que no ocurre nada, como si la escritura hecha puño y confinada en los bolsillos del pantalón-pulpo esparciera su tinta en el aire y no dejara ver ni ser vista.
Sí, si yo pudiera hacerme de la misma calidad de la tinta y atraer algo que sin querer ahuyento todo el tiempo, como esas cartas que escribo a quien espero amar, y que al fin releo y tacho para no enviar nunca, ese atrevimiento engullido en fármacos que me fortalezcan, esa sonrisa hecha hipócritamente o esa comida devorada en la madrugada sólo para dormir, y este libro que cargo como lleva un perro su pedazo de carne y que parto a escondidas para partirme yo… Y estas palabras, sí, ahora mismo. Todo esto que añado adonde no hacía falta porque no tengo sino un hueco de amor en el que efectivamente existo. Amor. Qué palabra más torpe y más afortunada, qué palabra más puta y más pura, más socarrona e inoportuna; pero dicha de cerca, desnudo o casi dormido, dicha al fin en verdad: ¡qué palabra más rara!… Todo eso a lo que llamo porque no tiene nombre y aun así me encapricho con que me dé su rostro, todo eso que llamo por que venga y no viene, porque no sepa llamarlo, y tal vez peor: porque no exista; aquello a cuanto tiendo mis manos como idioma, con sus dedos de frases, con sus uñas de irrepetibles células… Y es que sólo llamando la palabra hace un hueco que no se suma al aire, que no hace en verdad viento. Y es que sólo llamando la boca nada empuja sino todo lo absorbe, lo jala, lo escarba como flecha que fuera únicamente trayectoria. Eso que me conserva a oscuras, me secuestra, me tiene; y para yo tenerlo me he puesto a disuadirlo, a sobrealimentarlo, letra a letra, a abrirlo por las fauces para meterme ahí.
Algo como, y me come; algo escupo, y me escupe. Imposible aburrirme. Hago doler, me duelen. Imposible estar triste. No estoy solo; estoy harto. He empezado sin querer a ofuscarme la vida y a tomar una taza más de café como si una gran campana me despertara, un bocado más de carne como si fuera yo quien se comiese, una copa más de licor como si un diluvio me hiciera zozobrar, una píldora como la semilla de un remolino que debiera batirse en mí, y unos pasos extenuantes como si consiguiera pisar mis propios pies; mil rodeos de más para engañar las únicas pasiones ordinarias: un amor no exactamente lúbrico ni fraterno, no religioso ni sublime; un amor no por completo resignado ni urgente, real ni imaginario; sino un amor que simplemente está de más y a cuyos fines no conozco de años sino eso que me falta y nunca llega, que les falta a otros de mí, y que ahora va envejeciendo, despidiéndose. Todo eso a lo que le sobro y fastidio, como si me empecinara en que un ciego viera, en que un lisiado pudiera correr, en que un momento que algo sienta nada piense, como si un dios me dijera extenuado en su templo: “seas quien seas, ya deja de rezarme”. Un amor imposible que sin embargo despliegue en mí un acuerdo. ¿Qué relación, qué sacramento tener con las dudas eternas?…
¡Sí! Un acuerdo. De que es y era posible vivir insatisfecho, de que el amor multiplicado en el alma me va dividiendo en el cuerpo y me hace viejo de emociones supremas, y joven de movimientos ínfimos: mis ojos se hacen cada vez más rápidos, atraigo y desprecio con una velocidad que antes no conocía, muerto por sentir una injusticia que quizá no es sino la vida en forma pura; el gozo, las traiciones, la experiencia de hueso que en el hueso se rompe, la lágrima de la incapacidad, el dios que nos revela y olvida nuestro nombre, el arrepentimiento y, a veces, un estallido de fiebre placentera y un glorioso instante de juego.
Sí: un concurso de abrazos donde no importe quien estreche más fuerte o más durable, en que no cuente ni el deseo ni el perfume esparcido, ni el vuelo que se tome ni el arte de hundir la cara en el hombro del otro; un concurso cuyo único mérito sea abrazar y perderse, algo que no sea importante hacia afuera por la simple razón de que a nadie lo obliga y no hay quien abrace a quién. Un concurso que sea más bien un estado en que uno mismo se convierta en abrazo.
Tomo el café de más, entonces; la copa de más, pues; el bocado de más, por tanto; los pasos de más, así; todo de más. Entonces, pues, por tanto, así… Las muletillas me empalagan. Prefiero la sorpresa por estúpida que sea. Lo he dicho bien: porque todo ese masoquismo no es sino cobardía y toda esa cobardía no es sino un exceso de malestar enclavado en una paradoja: mi vida. ¡Todo esto no es sino mi vida y de qué sirve que yo la califique cuando nadie la reta, que yo la clarifique cuando nadie le dispuso a mi flecha un modesto abrigo de aire, cuando empiezo a decir que no disfruto todo cuanto me gusta!
¿Estoy seguro de eso? Me pregunto. ¡A qué vine, a qué! ¿Cuál es el móvil de haber nacido y de sentir todo esto?… No estoy solo. Estoy harto. Harto de la sobriedad que disfraza, a ti y a mí, a todos, del miedo a ser yo frente a ti y me descartes, del miedo a que tú seas tú frente a mí y te devore, y a no hallarle algún día sentido a ese dolor, hoy voluntario, de no dormir, de provocar los nervios, el hambre, el equilibrio..
Y mañana, sólo para saber que vivo y que no existe el amor como deseo que exista; y mejor aún, que no existe el amor como todos desearían que existiese, y ante ello soy sólo un sentimiento ajeno hecho animal, hormiga en la multitud… Y mañana, ¿qué va a pasar mañana si todos los caminos se empeñan por llevarme al mismo sitio?… ¡Pero existe la vida! “Ah, mis problemas no son importantes”, me digo. Miro hacia donde sea y me parece ver más sufrimiento del que yo, que me quejo, podría soportar un momento. Pero también miro a la noche. Todo se ensancha desde algún punto maravilloso que no es dentro ni fuera, todo flota y entonces ni siquiera este mundo interesa: “No, lo que siento no puede importar tanto”, me digo hallándome pequeño entre la gente, ridículo en los pasos inútiles y en los miles de tragos amargos que todos damos, en esos bastonazos de ciego que no son sino el estirar de brazos a la espera de dar y recibir caricias ingenuas. Nos miro desde la noche… ¿No es este acaso el amor de la vida proyectado en un amor hacia otra vida? ¿No es este el sentir perfecto de una perenne infancia? Y aunque sé que me miento entre estos límites, no miento en las palabras que lanzo, en los nombres que sustraigo al aire con llamados de flechas. El mundo está lleno de sus rutas y sus cuevas. Son lanzadas, dirigidas, extraviadas, y a veces asestan.
Entonces (pues, por tanto, así) abandono esta nota. Sufro, veo sufrir, y esa continuidad, terrible para otros, me ayuda al fin a descansar. También sé que, no muy lejos, en el sol que merodea detrás de todo esto, hay un juego que tampoco acaba, un gozo perfecto. Me preparo a ello, y me concentro, paradójicamente, en dejar mi centro. Desde adentro hacia fuera: de la mente a los nervios, y de los nervios al hueso; me concentro justo para abrirme, del hueso hacia las venas y, de ahí, hasta la carne y la piel. Luego me evaporo y el aire me recuerda que es hora de olvidarme, porque aun estas palabras se perderán de noche.