Qué hay

A la busca de un poema (1)

QUÉ HAY

Jorge Santana

 

 

 

 

¿Qué hay en la mente? A ver: semillas de manzana, un asiento que abandonamos en un autobús repleto y después quién sabe por qué nadie más ocupó, una entrevista con el médico en la que respondemos capciosamente para ver si adivina nuestro padecimiento, un par de hojas de periódico amarillentas por el sol y recién despegadas de la ventana de la casa nueva, una lucecita azul en algún lugar del avión que va de noche de México a Madrid, una cicatriz (que más bien son dos) en forma de ‘i’ minúscula en el pulgar izquierdo; todo eso y más hay en la mente. Tal vez si lo decolorásemos serviría como material para la luna. Se emparejaría y cobraría un nuevo sentido en ese otro satélite mental que es la memoria. Aun los sentimientos y las ideas tienen colores y aun los que dicen que no ven colores los ven.

¿Qué hay en la luna? A ver: suelo blanco y lejanía, aunque tal vez la tierra de la luna debería llamarse de otra forma, tal vez igualmente luna, o lurria o tiena. Sería mejor una palabra lunar no pronunciable, o ninguna. También podemos deducir que la luna está repleta de noche, curiosamente repleta de oscuridad y de luz, de movimiento paquidérmico y dormido, y que, como ave sobre el lomo de un gran animal, uno podría correr en la frontera de ambas, un tanto tenebroso para no disolverse en el costado del fulgor y un tanto iluminado para no atraparse en el de la sombra y despeñarse en el cielo. (Paseábamos en diciembre por el desierto de San Luis entre los cactos, leíamos a la luz de la luna y cayó una lluvia cuya cortina nos perseguía y pisaba los talones en el límite con lo seco. Y cuando escampó cuatro días después, la luna se apagó y caímos al infierno, a los aullidos de coyotes y los pozos con ecos). Todo eso en realidad para al final descubrir algo con honestidad, que, fuera de estas meditaciones, la luna no nos importa mucho.

Todo eso y más hay aquí y allá, y de ello debemos escoger una pequeña parte para hacer un poema. Por ejemplo, creo ahogarme, o bien, me siento feliz, o que me voy a morir y el pecho se me aprieta, me siento o estoy ebrio, “¡está temblando!”, digo y no es cierto, reconozco la punzante suma de mis desamores y el aire polvoriento de la esperanza, del bostezo, la timidez con la que vivo y la pluma que se hunde en la página como laya en el lodo, mi piel que micra a micra se descama. ¿Y qué hago con todo eso si no puedo sacar de mi mente como quisiera las semillas de manzana ni la consulta médica ni las hojas de periódico ni la lucecita azul?… Y aun: ¿qué hago con mi pasión para escribir ese poema si a eso viene ahora a sumarse la escalera lustrosa de aluminio —que era de madera y estaba vieja— que el albañil —que era carpintero— dejó hace un par de años en casa, así como las latas de atún ya sin atún donde pongo pintura de colores que tomo con un pincel? ¿No es todo eso acaso otra forma de pasión? Y yo quería hablar de ello.

Esto parece un caos, y lo es; que lo parezca y que lo sea multiplica su dificultad, como si dijera además que esto que parece y que es un caos, lo fue y lo será, lo pareció y lo parecerá siempre. No sólo nos llaman por el primer nombre, sino por el segundo o el tercero, por el apodo y el par de apellidos, como un tiro de billar con demasiadas carambolas. ¿Qué hago con tanto en la cabeza? ¿Yoga? ¿Meditación? ¿Inventarios? ¿Psicoanálisis? ¿Una sociedad de fantasmas?… ¿Qué de lo que hay es más mío que todo lo mío como para estar sólo en ello, cortar una buena rebanada de emoción y ofrecerla en un plato a otros para que la gocen o se atraganten? ¡Ay he leído, visto, tantos absurdos!, he vivido tanto en las cosas estrambóticamente inútiles que puedo jurar haber sido el doblez de una caja de cartón gigante con que se embalan rascacielos o, más modestamente, un empaque de tuercas; que he patinado en espiral y de cabeza por dentro de la huella de un dedo en una taza de café y que, ya cansado, he sido hormiga resbalando por esos hilos que tienen las cáscaras de plátano hasta caer enorme en el cuerpo de un alce sin cuerpo para yo serlo. He sido la conciencia de un gato. He estado a las puertas de un hospital temiendo lo peor de alguien que amo y aun así sin dejar de ver esa arañita seca en la esquina mal barrida de la máquina de refrescos, de café, de suero fisiológico, sin dejar de ver que tiembla, que se cae el cielo… he reído durante el peor accidente, he visto morir el mundo en sueños mientras olía a café, refresco y suero y siento que en el jardín de mi bisabuela muerta, cincuenta años atrás, se abren en silencio sus rosas…

¿Qué hay de todo eso sino una confianza de itinerario en el que ya estamos de entrada perdidos? Qué hay en esa desatención sino otro tipo de atención para amar al paso, y sólo al paso: un asesino que te da la mano, o tal vez más que eso, un usurero que hace todos los días el desayuno de sus hijos, un terrorista que cantando barre su pedazo de calle. Y también, un amor que te esconde algo, un mejor amigo que se felicita por tus fracasos, un hermano menor que disfrutamos al regañar. Veo un barco sumirse en el lejanísimo horizonte de mi sentir con mis amores, mi familia y mis amigos, lo veo hundirse en la distancia tripulado por mi niñez y las mascotas que no tuve, por mis ternuras y crueldades, noticias de holocaustos, ángeles, mentiras, ropa vieja y basura. Me queda la sensación de no amar en realidad a nadie ni a nada, de que siempre he pensado que el mundo es un vértigo prolongable al grado que yo decida estar despierto o dormido en él, que daría mi vida lo mismo por un insecto atrapado en una burbuja de espuma que por alguien querido y en peligro. ¿Es posible que en verdad no haya amado nada, que detrás de un eterno bla-bla-bla se me haya agazapado para siempre el amor? ¿Es posible que la promiscuidad de mis sueños no sea otra cosa que el desnudar de los sujetos como un rostro en el que se igualan todos los rostros?

Si me duermo la atención, nada existe, nada importa; para entonces ya he matado a todos y he odiado todo en mí. Te odio, me odio y me anulo. No existo, y creo que Dios es quien me escribe así. Pero, paradójicamente, cuando pienso mucho en él vuelvo a despertar. Aunque nada es ya grandilocuente, empiezo por donde sea a regalarle mi existencia a un zapato, a una tapa de cerveza o un reflejo en la lámpara y sé que no está mal: he vuelto, puedo irme a Egipto y adoptar un camello, puedo irme a Argentina para ver si me convierto en cuento, puedo sentir que renazco en el cariño de alguien, llevar una despensa a mi vecino anciano, tener un hijo con quien debí tenerlo siempre. Qué más da, he salido y entrado tanto por los mismos sitios que me importa indistintamente cuanto no me importa y viceversa. Sin embargo, si lo dije, si como ahora lo escribí, es que me importa mucho, que me importó y al parecer volverá a importarme, y podré sentir un día que, en un recipiente justo como éste, junto a las semillas de manzana y los días, junto a las luces y las cicatrices, propagué al fin mi poema.

 

Jorge Santana Dingbat

 

Acerca de Jorge Santana

Mi cuerpo recuerda lo que mi alma olvida. Mi alma recuerda lo que mi cuerpo olvida.

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