Dilema filosófico
Difícil coincidir con Albert Camus cuando afirma que el único dilema filosófico serio es el suicidio. Detrás de esas palabras, por más vigentes que a alguien le parezcan en estos tiempos desafiantes, y en eso que de romántico queda en el afán existencialista de hace medio siglo, no cuesta trabajo percibir la contaminación espiritual de la idiosincrasia de occidente y de lo que ha significado su progresión.
Antes que eso, es más probable que el verdadero problema del humano, y sobre todo de nuestro tiempo, sea el de la inconsciencia; y que de ahí procedan tanto la cuestión del suicidio como otros corolarios relativos al desfase de la plenitud del ser y los conflictos venidos de la preponderancia del pensamiento en nosotros, de necesitar todo el tiempo la identificación con una historia propia y con un modelo de personalidad, es decir, con eso que sustente el drama de toda una vida: la idea individualista de tener que ser alguien, alguien por supuesto brillante o de que esta vida sea injusta y no valga demasiado la pena, del ser reconocido, de que el pasado represente un peso enorme y la proyección del futuro un reto continuo; en suma, esa atención volcada en la inquietud mental que va nutriendo el razonamiento colectivo, en la triste escala del poco y del mucho.
¿Cuántas veces, un hombre, una mujer, luego de marchar, brazos en alto, por el reclamo de sus derechos, en la protesta de una enardecida manifestación colectiva, no regresa a su vida de violencia íntima, a su sensación de injusticia de amor individual y a su impresión antigua de despecho, de que el mundo no le ha dado cuanto se merece? ¿Cuántas veces se reclama la vida sin siquiera haber tenido la entereza para tender la cama de su alma y barrer el piso de su propia desgracia, de sacudirse la pequeñez en la que se experimenta el tiempo, de regar una flor y de cubrir un hueco? Porque el problema de la conciencia no es otra cosa que el problema de la eterna salida por la puerta de atrás de la vida; es decir, de la identificación con ideales que remedien, quién sabe cómo, lo que nadie, generación tras generación, remedia en el ser mismo detrás de su puerta, adonde no hay nacionalidad ni religión ni distinciones que valgan o que hagan la diferencia de algo. ¿Cuántas veces, un hombre, una mujer, venidos unos de otros, no son sólo una mujer, un hombre, abandonados, enardecidos, reengendrados uno a otro en una sociedad geométrica, condenada y sin tregua?
Y, fuera de las tragedias reales que verdaderamente resultarían importantes, que trastornan la vida y la obligan sin dudas a derruir el orden establecido y por las que bien valdría rebelarse, se vive en una tragedia suave, constante y tormentosa, la tragedia de ser quien uno es, de estar a punto de desbancar o, al menos, de descartar a ese que se atreva a contradecirnos, con toda nuestra autoridad de haber sufrido, y no ser otra cosa que eso: nuestra razón de ser lo que somos y, por una arraigada enfermedad, de ser lo que secretamente queremos, de haber fracasado en el amor o en los sueños y de haber erigido una cotidianidad y un oscuro monumento a ello.
Muchos son los que en su fuero interno buscan confrontación, a punto también de repudiar a aquel que ose pagar el fatal precio de quitarles la razón, porque, desafortunadamente, nada tenemos más preciado que nuestras convicciones, opiniones e imagen del mundo; y porque se ha invertido la vida en ello, creyendo a pulso en cada negativa de la vida, en cada ‘no’, tomando nota de él, por todo lo que se nos negó a vivir en una historia diferente, y acaso buena y tierna; ignorando el par de asentimientos, de esos ‘síes’ por los que habríamos escapado a una existencia mejor, ignorando también que seguir siendo infeliz y triste no paga, que jamás ha pagado, que sólo la alegría paga y pagará.
Aun encima de todo, podría haber conciencia suficiente para ejercer una lucha interna, si se reconociese que la única armonía proviene de uno mismo, por más que nos opriman y condenen, que sólo existe la liberación interior, a pesar de las inclemencias sociales y las guerras, y que no se puede ayudar a nadie compadeciéndolo o esperando la compasión de otros, sin haberse eximido del sufrimiento personal, que es el sufrimiento verdadero, así se conozcan miles de teorías, de posturas para la libertad y miles de estrategias para reclamarla.
Cuántas derechas han comprado el silencio; cuántas izquierdas han comprado el derecho a la propia libertad. Qué tontería esperar de afuera lo que de adentro se aletarga más y más. Todo emancipador no es más que un emancipado. La libertad, si se la busca más allá de uno mismo, es difícil de mostrar, de probar.
Un ave surca el cielo abierto. Su imagen inspira libertad. Pero su vuelo es una falsa idea de libertad. Porque ella vuela por necesidad. Si la ves con cautela, está muy ocupada y alerta, volteando abajo todo el tiempo en busca de alimento, mientras que uno voltea arriba con la satisfacción de una tonta teoría en la mente. No hay mucho que conocer, pero todo que saber… Y es que a la vida humana le hace falta responsabilidad, no esa que uno entiende como un deber, sino sólo capacidad de respuesta, que es lo que verdaderamente significa la ‘responsabilidad’. Responder al hambriento y a la hoja que cae; responder con el corazón o con las manos. De nada sirve pensar que la emoción de la vida se encuentra fuera; la experiencia de la vida es siempre dentro, aún tengas toda la juventud o unos hermosos ojos azules, aun tengas una figura ideal, aún tengas todo lo que muchos pretenden tener.
Y es que la acumulación febril de conocimientos, de ignorancias disfrazadas, la competencia, el deseo de visibilidad, incluso de libertad, se alejan de los preceptos de una educación emocional indispensable para mantener una sociedad sana por medio, ya no del individuo fundido en quienes lo rodean, sino del individuo original, indivisible y capaz de centrar la atención en el presente y, a través de la armonía y el orden autoprocurados, un individuo que purga en sí mismo los efectos de una rancia colectividad incisiva y mediatizada, ávida por imputar a otros las carencias, como quien asume que sus obstáculos se deben al mal cumplimiento de sus derechos y, paralelamente, que el amor es una providencia venida de fuera, y no de su interior.
Las consecuencias paradójicas derivadas de esto son comúnmente la prolongación de la adolescencia y el perenne coraje político, la depresión constante ocultada a fuerza de distractores y del solapamiento de la soledad, la creencia de calidez y la confesión en las redes sociales y, por contraste, el frío y la agresividad en las relaciones más cercanas, el estado persistente de resentimiento social con tendencia a la denostación de quienes piensan diferente, estados de irritación, presas de ataques de odio que coinciden con la ausencia de armonía propia, incluso de orden elemental en la cotidianidad: la habitación revuelta, el gregarismo en contraste con la ausencia de un proyecto de vida, dependencia económica de la generación precedente y proclividad a las conductas adictivas y el enajenamiento.
Todos estos factores no son más que ruido, estridencia en medio de la condición más original de nuestra especie, que es, pese a todo, más la benevolencia que la destrucción. Esta quiebra del estado personal trae, lógicamente, una falta de disposición hacia el ámbito espiritual, misma que conduce al narcisismo y, con ello, al desinterés camuflado por el intercambio de aprobaciones, de camaradería, tan urgentes como ciegamente ridículas, en la dificultad del autoconocimiento, del silencio, la soledad y la tranquilidad, o bien, de la cooperación y del mantenimiento de paz; factores con los que la neurosis, el suicidio y otras severas crisis del ego pueden gestarse con facilidad, aunque nada remedien, aunque a nadie resarzan el amor que al mundo le deben tan sólo por estar vivos, por estar aquí.