En contra

EN CONTRA

Jorge Santana

 

 

Uno de los sentimientos más inoportunos que se pueden sumar a la delirante brújula de estar solo es la impresión de que todo está en mi contra, a pesar de saber perfectamente que no es así: azares, gente desconocida, niños, animales e incluso pequeñeces en principio difíciles de insinuar, como anoche que acompañaba a un amigo en su paseo en auto, mientras caía una tormenta, y el limpiador del parabrisas frente a mí se averió sin dejarme ver tras el agua más que manchas gordas de luz en la oscuridad, y me angustiaba de chocar, aunque era improbable, pues el limpiador de su lado funcionaba bien. Incluso si cerraba los ojos algo ocurría en mi cabeza como cuando alguien agita una espiga cerca de tu frente y, sin siquiera tocarte, te da comezón. Es un cansancio del mundo y de la gente luego de no ajustar por angas o mangas en sus vidas, o tal vez por no resignarme a ser ignorado u odiado por quien con justicia me deba ignorar u odiar.

Jorge Santana En contraPero sospecho que siento esto a causa de otro sentimiento paralelo, el de no haber hecho algo grande de mi vida y no haber conocido sino cosas inexpresables aunque me haga creer que las expreso: la lluvia batiendo mi superstición hasta la madrugada y que ya a solas en casa me hizo desnudarme en la oscuridad y abrir las ventanas; la ropa que recordé a detalle, no sé por qué, mía y de mis hermanos desde que éramos chicos; el peón blanco de ajedrez enterrado de cabeza en una jardinera pública, soldado de una batalla cuya épica conociera en sueños; las lágrimas que tantas veces me oxidan los ojos justo cuando intento ser fuerte, la inesperada llamada telefónica que al contestar me imposta la diplomacia de un director de colegio, los papeles en la mesa, poemas inexpresivos que me esperan, pero que tengo apretujados en el cuello en un mundo asimismo de cabeza que entre más quiero estrechar más se me abre, engañando todo el tiempo los caminos, como si Dios y el Diablo fueran mis camaradas y aullando groserías entre tumbos me condujeran borracho.

Me torturo con la luz de lo que no soy para aprender a ver después bajo una claridad favorable. Pero nada es seguro. No estoy para balances. Lo positivo es lo posible y lo negativo simplemente no es. El pasado es a veces un tiempo hipócrita, un insecto que íbamos a aniquilar, pero que perdonamos por reconocer en él una vaga conducta de supervivencia al guarecerse muerto de miedo en algún escondrijo, y de inmediato corremos a escribir un verso: “el miedo de un insecto…”, como si él también nos escribiera en su idioma y nos sobornara: mascota que se finge desmayada y encima pide su recompensa.

Hay sin embargo un pasado objetivo, los en verdad muertos me reconfortan y los siento familia. Ni modo. Es así. Tengo más amigos muertos que vivos y, aunque muchos sean escritores célebres cuyas manos no estreché, los llamo por sus nombres de pila y son guardianes en mis rezos íntimos. Y de los vivos…, ay me preocupan demasiado, los lejanos por inciertos y los cercanos por no saber si podré ir junto a ellos, si mantendremos el mismo paso. Pero también hay vivos ausentes de los que me siento vaciado sin que lo imaginen. Gente con que conviví una vez o dos, compañeros de calle y amigas de amigas con quienes tuve que ahogar una electricidad que no sé adónde fue. Hay incluso quien, luego de haberlo visto por la mañana y al llegar solo a casa por la noche, siento como si se me hubiera resbalado por grutas insólitas a otro mundo y tuviera que gritarle desde mi imaginación para saber cómo está, o peor aún, ¡quién es!

Jorge Santana En contra

Ocurre entonces la invocación, parecería literatura, el desdoblamiento de la inconsciencia de otros que necesito en mi conciencia. Busco en internet a todos los que por un azar cruzan mis recuerdos y la frescura de mis encuentros, mi pesimismo anónimo se exenta en esta curiosidad y me desvelo hasta el amanecer con un merecido dolor de espalda que cargaré durante horas. Si los amé y se fueron, espero con premeditada compasión que la búsqueda devuelva resultados anodinos para soplarme yo mismo al oído: “ya ves, hiciste bien en dejarlos ir”; si son más jóvenes, me persigue la prisa y casi estoy por anotar lo que debería saber para no envejecer de golpe un día de estos e ignorando tanto; pero si son más viejos que yo y, sobre todo, si en algo los admiro, en todos hallo el dejo de un mundo muy andado, de un éxito inaccesible para mí, un camino vasto, definitivamente un logro hecho en el mundo, en tierra, y no tanto en sueños como —si le puedo llamar logro— es el mío. ¿Y quién, me pregunto, me podría buscar ahora a mí?… No hay cosa más triste que buscarse uno ahí mismo. A nadie al final le importan nuestros sueños. Y está bien que sea así.

También recorro mi memoria a través de nombres de mujeres cuya esencia no olvido, lo hago cuando debería trabajar o hacer un pendiente para un compromiso, no tengo tiempo, pero es una pausa indeterminada que necesito, como quien de pronto abriera en un momento irrisorio su mejor botella. No pongo en duda mi fuerza, pero a veces pienso que nací compadeciéndome, que toda mi hosquedad proviene de defender mi desnudez y que llegar a tumbos con Dios y el Diablo adonde sea, pero llegar, es la única espontaneidad de mi arte, menuda intención la mía, claustrofóbica: hacer que alguien común sienta sabio y alguien sabio común, sin yo ser ni lo uno ni lo otro; ser un libro bajo el brazo que acompañe a alguien siglos después igual que a mí siglos antes, en un habitáculo del planeta imposiblemente orientado hacia lo que veo, mi ciudad, mis días, la planta rojiza a la que le surgió una plaga y debo retirar de la ventana, un presentimiento que siempre se multiplica de algo que nunca ocurre, posibilidad de repetirme en ese que acogiera mi sentimiento y yo me abocara al lujo de dejar de existir para siempre. La Nada tiene derecho a gozarnos y también a llorarnos, o a “reencarnar” en nosotros para que, como insectos escondidos, podamos morir.

En contraHay explicaciones a esto que no guardan precedente. Me pregunto entonces quién estará criando mi alma con tantas expectativas abstractas en la gente y tan poca confianza en la persona que, como una espiga en la frente, al fin tengo cerca; quién me cultiva con tanto miedo y tristeza dentro de alguien fuerte y mezquino, quién le mete ternura a golpes o le canta a mi carne hasta hartarla, que como niño malcriado debo acusar y traicionar a todos en papeles como este y quemarlos, rechazar cada cosa, y ahí va el amor en avalancha por la escalera; compañía que busqué al repasar las páginas de un libro que no guarda nada.

Es como si continuamente escribiera para despedirme de algo, como si redactara una carta suicida en la que al fin no me compadeciera y pudiera en verdad descansar de todo: lo que odio de quienes amo y viceversa, los pasos repetidos, la vida sana que no llevo, lo que no he viajado, los idiomas que no sé y quisiera saber para el destino, la mujer o las mujeres a las que es momento de amar y no atisbo aquí; desentenderme de la angustia del sueño y de lo que fui o no he sido, lo que dice a la Nada una inocua trayectoria de hechos que jamás formarán una montaña, lo bello de ser un tonto fiel y no un cobarde ventajoso, y lo que de eso dice mi propia tontería.

Y más vale que lo acepte de una vez aunque la poesía no venga al caso: la arruga en el rostro del conductor del autobús, su gota de sudor que resbaló esta mañana de su cabello a mi mano, y el caramelo de anís que le ofreció un inusitado pasajero al haber abordado casi al vuelo en un lugar no establecido, el nuevo anuncio de leche que imponía un reflejo ámbar en la gente que pasaba, la lluvia de ayer y sus manchas en el parabrisas que me daban la sensación de llegar con mi amigo a un palacio donde se nos disponía un banquete de otro mundo… O, por contraste, los problemas y goces corrientes de mi amigo, sus frases inconscientes y tristes de siempre, sus culposas mitomanías, el olor a humedad de su abrigo, las botellas de jugo vacías y los avisos de pagos tirados en el piso de su auto.

Entre quienes conozco, y haciendo valer mi derecho a la consabida estupidez, soy el único a quien no le daría la menor desidia volver a vivir su vida desde niño, aun igual y en las mismas circunstancias, pues no pasa bastante tiempo sin que deje de sentir que he llegado tarde a cualquier lado, que algo he hecho insuficientemente y no entiendo a los demás como quisiera, que no he mirado el mundo como tal vez podría mirarlo, y eso no quisiera “volver a perdérmelo” y debiera disfrutar de todo nuevamente. Una misma vida, sí, pero con sentimientos diferentes. Veo en las vidas que no me parecen reales una suma de realidad indescriptible en la que nunca tengo número y, menos, sentido.

Aun si viviera en una cueva no me dejaría de mirar al espejo con desconfianza, perdiendo el tiempo que tal vez querría ganarle al tiempo mismo. Lo siento y lo vivo todo en otro idioma y ni de tonto, o de loco, gano algo con mostrarme incomprendido. La vida no se mueve a berrinches ni se hace más real porque uno la quiera hacer más real.

Si caminara por la calle, si este papel cayera de mis manos y alguien amablemente intentara devolvérmelo, contestaría resuelto: «¿de qué me habla usted?, ¡esto no es mío!» Si escribo es por inventarme boletos para entrar a otra dimensión cualquiera, patria o espectáculo, paseo o casino, sobre todo porque hacerlo es discreto y porque publicar en el idioma escriturado en mi mente significa deshacerse de algo.

Y si con esto le parezco a usted pedante, piense lo que quiera, pero considere si valdrá la pena detenerse justo ahora que ya voy a terminar. Mejor acompañe esta pena mientras le digo lo demás. No se preocupe por mis lágrimas, son mías, varios vierten las suyas en mis hombros, pero nadie por favor cuente con las mías. Esta debilidad es sólo para mí. Antes habría que tutearnos, o sea, que estar juntos; y hace tiempo que perdí las ganas de abrir la boca y proferir intimidades. No se fíe de los casi mudos, quién sabe qué monstruosidades estén a punto de desatar. En cuanto a las letras, que me lea mejor quien esté lejos en el espacio y el tiempo, lejos de aquí y de ahora, quien nada pueda reclamarme, ofenderme ni abrazarme, que me lea quien quiera sentir algo, no ya pensar, no ofrezco en verdad tanto.

Deleite y traición son libros que se llevan bajo el brazo y uno no sabe qué tanto los machaca al andar. Otra vez empieza a llover. Daré una caminata. Con permiso.

 

Jorge Santana Dingbat

Acerca de Jorge Santana

Mi cuerpo recuerda lo que mi alma olvida. Mi alma recuerda lo que mi cuerpo olvida.

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