EN MARCHA
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No sé bien lo que quiero, pero ando deprisa. Una marcha así es lo único que tolero ahora. Estoy en desacuerdo con todo, con todos, con lo que he venido haciendo y con lo que se muestra a mis ojos haciendo algo. Si me regresara al principio de este párrafo, sé que lo tacharía. Sólo lo muy viejo, lo que ya no puede cambiarse, me parece digno de atención, incluso de fe: una montaña, una entrevista con Borges en la TV española, una estatua, un libro, el personaje de una película con cuyas peripecias gozaba enredar mi vida, el recuerdo de un dios o de un cariño que se había sepultado. Qué cosa: acudir a un pretérito ahogado para desahogarse de un presente que respira apenas.
Marcho solo —¿alguien podría dudarlo?—, agitado, debo dejar de lado lo demás. Los procesos asimismo caminantes estorban mi libertad, mi vuelo furioso de cometa, me sabotean y se degeneran en una ambición absurda que, aunque no la desate, no vive sino en mí, en esta terquedad de autonomía, licencia de peaje en un carril adonde no cabemos todos, obcecación de competencia con lo vivo, por un reconocimiento que no se ajusta mediante un intercesor, un rechazo a la contemporaneidad y a todo lo insuficiente y reiterativo que paradójicamente provenga de ahí: dibujar el mismo rostro mil veces dibujado en una libreta o mil veces hallado en un museo, responder al mismo tiempo que alguien una pregunta y arrepentirse de haber abierto la boca, llegar a un elevador de oficina vestido igual a quien viene dentro y aborrecerlo en menos de un segundo, aun sin conocerlo. ¿Alguien ha visto un vuelo sincronizado de cometas?
Es claro que uno puede reír con todo esto, como cuando al doblar una esquina se topa a un desconocido y para dejarlo pasar, replicamos sus movimientos hasta decir en broma: “¿bailamos?” Pero también podría ser indeseable, como cuando frente a alguien se nos cae algo al suelo y por agacharnos a recogerlo, chocan las cabezas. El mundo me satura por menos que nada. Hace tantos años lo sospecho y sigo sin comprender mi ambición, a lo mucho distingo la intermitencia en su porfía, cuándo es para reírse y cuándo para condenarse, cuándo para empezar la búsqueda de un sentimiento nuevo. A veces no doy vuelta a una sola esquina ni a una sola página, no muevo los labios entre la gente ni pulso el botón del elevador si presiento que no se abrirá vacío. Sin embargo, nada sino quedarme en esto considero egoísta. Y entonces camino.
Camino deprisa y delante de mí. Antes iba detrás, soñando el futuro, era un peregrinar quijotesco, devoto de destino. Ahora lo hago emblemáticamente, bajo una convicción reversible, con la ventaja de huir de mis reproches y la confianza de aprender algo del mundo, aunque sea tarde, tarde para el día, para la época o la vida: se va el verano en la ciudad y un sol como de tela tras los árboles deja ver con claridad postdiluviana venas de hojas mortales y, con precisión de reloj, las sombras entretejidas de las ramas que multiplican su caos en belleza.
Todavía son vacaciones y los pájaros se muestran menos tímidos tomando parte en las calles y los portales desiertos, levantando el polvo que el calor ha horneado; se temería que de pronto se volvieran humanos, vive en el ambiente un dejo de café recién servido, de cáscara que arrancada a su fruta desata un reino de perfume, un aroma que se impregna en la atmósfera como una acción conjugada pasivamente; hay verbo, sí, pero depositado en un tiempo compuesto, un tiempo que se ha posado e ido, un tiempo ya sido. Todo guarda algo de huella, de conmovedora despedida, tal vez de otro buscador de tesoros que pasó por aquí.
Hay también, ¿cómo decirlo?, mensajes universales de bienestar, el cuerpo no se duele, no carga sus años y disfruta su momento irrepetible, le apetece el alimento, la misma ropa cien veces puesta le es amable a la piel; el aire y el movimiento le saben gustosos. De hecho, hay tanta belleza no artística por todos lados, no hecha por nadie y que, sin embargo, se hace visible a mi abominado registro. Entonces las venas de las hojas se transforman en nervaduras de labios en bocas verdes y autónomas como el gato Cheshire de Alicia.
Me parece que el arte no existiera ya como proyección y menos aún como algún objeto, sino como un evento escurridizo que, al querer atrapar o nombrar, se esfuma o se desaparece (y las bocas se vuelven de inmediato hojas). Así, una libreta de apuntes, un pincel por esgrimir cargado de pintura, o una cámara fotográfica pueden hoy liquidar en mí un lapso de realidad irrepetible y, por ello, funesta, presteza para encarnar un momento y olvidarme ahí en sentido puro y si es que algo de pureza subsiste en mi propio sentir. Recuerdo ahora, y estoy seguro de que no lo iba a recordar nunca, que un incipiente amigo, un hombre al que apenas iba conociendo, en una crisis de angustia hizo trizas un cuadro mío que le había regalado poco antes de quitarse la vida, un cuadro que le producía ansiedad, me dijeron. Yo mismo destruiría o refundiría un cuadro como ese si lo tuviera delante de mí esta vez.
Estoy estupefacto, enajenado en mi cambio y mi cambio consiste en la purificación del ruido que soy, del ruido de todo lo que he absorbido, del peso de la historia en los hombros y de lo que hasta hace muy poco, siendo legítimo, resulta hoy tan ingenuo como el compromiso con un estafador, un poema por escribir que no quiero escribir, un cuadro a pintar y, en general, esa vida por vivir cuya dimensión había sido encomendada a la idea del Arte y que, ahora, no es sino esta contradicción de invocar algo, reticencia de entregarme a lo que no puedo todavía, un espíritu de des-creación que no supiera cómo manifestarse.
Qué ironía. Cuanto creí exclusivo se reemplaza por un hacer común a todos, proliferación cuya insidia me obliga a sublimar algo a la fuerza, a gastar con justicia al mismo tiempo que mis zapatos, para garantizarme que objetos e ideas, cuerpo y alma, en efecto, se acaban juntos. Ya no me puedo decir ni escritor ni pintor, no puedo asumirme y ni siquiera ser dibujante o fotógrafo; estoy perdido entre las mismas palabras en que envidiaría abrir un lenguaje. Porque quisiera existir, sí en las palabras, pero no para las palabras. ¿Por qué todo debe llamarse para ser?
¿Qué de lo hecho, de lo antiguo, me satisface ahora, confeccionado o vivo? Curiosamente, sólo esa pequeña parte en que lo viejo se me cuela en la novedad del instante: una o dos piezas de jazz o de orquesta de cámara en los audífonos, una o dos; pero no más, nada que me exceda el engaño de que realmente algo de eso está ocurriendo, y mis pies, que bailaban a su ritmo, dejen de hacerlo de súbito como una infancia sorprendida en lo inútil de sus juguetes, en su fe sin condiciones y, con ello, en la clausura de efectividad de sus sueños… ¿Y de lo real que remanece?, ¿de todo lo que el tiempo, la atmósfera y la memoria dejan en el mausoleo del sentimiento, con su polvo recién horneado y su cáscara apenas arrebatada?: ¿cómo hacer para transformarlo en juguete, en ilusión, aun conociendo a leguas su carácter contundente?
Bajo la náusea de mi cursilería, de mi afán de adornamiento, busco la asepsia de desterrar hasta el último acento de romanticismo. Entonces comienzo a desorientarme, a desdeñar la abstracción higiénica que da la realidad al momento de pensarse uno mismo una caja vacía, o de voltear a un cielo sin nubes, a la calle que se prolonga en un horizonte de muros y concreto. Y me quedo perplejo en ambos estremecimientos, diciéndome una vez más que no sé lo que deseo, pero que es en la marcha que encuentro el sueño de extraviarme y el hallazgo de poder soñar al mismo tiempo, como haciendo una rueda o una suela del camino. Tener lo que no se tiene. Perder de una vez por todas lo que ya se perdió.
El Arte, o como sea que se lo llame, de seguir existiendo en mí, tiene que empezar por otro lado, y no por donde tercamente he querido arrancarlo de su árbol, de sus hojas y de sus bocas. La fruta del arte tiene que ser concebida distinta, y no debe saber a metáfora, aunque la manera en que lo digo sea una, y aún no sepa cómo… ¡Ay me he equivocado!, por creer tanto en algo me he llenado de toda su desconfianza. Cualquier cosa, una palabra, un aroma, un juicio, me podrían hoy engañar. Me encuentro a la caza de deseos absurdos: soportar una larga convalecencia para, al final, sacarme el aburrimiento acumulado, ver la vida más clara, degustarla mejor.
Así, a punto de dejarme abatir bajo el peso del nihilismo absoluto, de destruirme en un ataque de infinito, reparo en mis pasos y advierto lo humano y lo modesto de los verdaderos milagros. Descubro, sin querer, que el amor es una vía, y no una conquista. Y que basta remozar algo que no me guste en casa para empezar a reconciliarme con las cosas y animarme entre ellas, desde pintar una pared de un color nuevo o colgar algún cuadro de cabeza, hasta cambiar la escritura por el silencio. Saber que la vida y el arte se encarnan sólo indirectamente, sin aspirar a la gracia ni a la perfección que puedan tener. Entonces, mi camino es un regreso, un tomar la pasión desde cero. Tal es mi fiebre de marchar sin más, de prolongar los pasos, aunque siga sin saber adónde van.