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Sin testigos

SIN TESTIGOS

Jorge Santana

 

 

 

 

Tengo, y qué otras si no, preocupaciones humanas: hacerme sin notarlo un viejo chocho y amargado, diría que aun notándolo; quedarme sin amor más tiempo del que sería conveniente permanecer a un alma resuelta, pues un alma debe, entre muchas otras cosas, saber vivirse sola una parte indispensable de su vida. Aunque he olvidado a este momento qué tanto tiempo así era lo ideal, tal vez haya contraído desde hace algunos años una deuda de compañía. Me he notado últimamente preocupado por la edad y por la soledad. Edad y soledad, una rima para una cantata macabra que no quisiera cantar nunca. Me preocupa ignorar, no las respuestas a mis dudas, sino la razón de las mismas, la de tener que ser dudas y no otra cosa, como simplemente olvidos o compunciones, un hato de inquietudes fugaces.

Sin testigos. Sin tenerlos y sin yo ser uno. Me ha visitado un sentimiento así, el de estar viviendo sin que nadie, apenas yo, lo sepa; sin ser secuaz de otra alma y sin la paciencia para el arte que de ello pudiera desprenderse, como en los ascetas o los beatos, los verdaderos bardos del corazón. De pronto parecería que poseyera la soledad perfecta para urdir una obra, pero nada se mueve por fuera y de lo que se mueve por dentro casi nada logra salir.

Cada año reviso mi agenda telefónica de principio a fin, manos a la obra para una anti-cosecha: eliminar nombres de quienes iban a ser mis amantes o mis amigos, nombres que habían prometido una esperanza y, tras ello, ahorrarme lo aparentemente gratuito de sus imágenes en la cabeza, de sus invocaciones en algún remoto sueño, sus sonidos en mis labios a punto de brotar: “qué tal si llamara a B…”, para llegar a la conclusión de que B… ya no existe.

En estos tiempos oigo mucha música árabe. No es casual que me aboque a las armonías del desierto, con su sensación de cielo vasto, abiertísimo, cien veces azul o cien veces negro, adonde sin embargo cabe solamente un dios, bóveda sonora que promete lo abstracto, rigurosa en lo tangible y dulce en lo imaginable, y por ello, música llena de sexualidad, en la que el viento a golpe con el cuerpo se multiplica en clamores cuya repetición hipnotiza: animal perdido que no sabe si sueña, sombra que camina y se cabalga hasta convertir en piel su rastro. Vacío de todo que uno llena solo.
Lo austero alivia y anima las mentes que suelen sabotearse. Ahí donde hay sólo mar o sólo arena, un misticismo solar focaliza lo que es disperso y ofrece paz en la soledad y el silencio, aun de noche; mientras que, con lo exuberante, con lo abarrotado, como ocurre en la ciudad, se precisan más mañas de las que es posible tener para despejarse, y un sol o una ausencia de sol jamás son suficientes… Hay lugares que parecen sentirnos, que son alguien, paisajes que acompañan y apaciguan los sentimientos angustiantes, entornos casi anatómicos de la tierra. En la costa usamos todos los sentidos. En el altiplano apenas nos movemos, ya estamos olvidando el cuerpo y pensando de nuevo.

A veces pienso esto: alguien debería verme; debería ser testigo de todo lo que me esfuerzo, claro, cuando me esfuerzo. Alguien debería estar ahí cuando me derramo en una obra que se perderá sin su presencia, por este estúpido y a la vez vital deseo de trascender. Necesidad, dice mi cuerpo; experiencia, mi corazón. Pero el corazón está en el cuerpo. Y más que eso: el corazón y el cuerpo y la mente y la conciencia no son otra cosa que un mismo impulso dentro de mí, y de mí, ¿para qué discutir nada ahora? Por eso “alguien” está tan lejos de ser “él” o “ella”. Por eso soy tan parecido a los que conozco, o mejor, a lo que veo; porque todo está tan lejos de ser “él” o “ella”. Y, de pronto, en medio de la vastedad del cielo que imagino, del desierto musical de estar solo que veo, no falta el vuelo, el zumbido de alguna mosca. A veces pienso esto: antes que alguien, que “él” o “ella”, un insecto es un tiempo condensado que no siempre entendemos, pues su vida no es para nosotros sino brevedad. Queremos ser. Sólo eso. Ser. Pero sin ser fantasmas ni testigos de nosotros mismos. Y he aquí que una mosca resulta igual a Dios. Una compañía indiscernible, pero real si se la adopta. No obstante, no ocurre así con las compañías que se nos muestran francas. Por eso ni vernos ni atestiguar nuestro esfuerzo será suficiente nunca. El mérito nace con el amor y no al revés. A veces pienso esto: yo debería amar a alguien, alguien debería amarme.

 

Por eso, cuando comparto la vida con una mujer, no puedo sino empezar a echar de menos mi soledad; no exactamente de ella, sino una soledad absoluta en que no se tiene otro cómplice que el arte, pero tampoco el arte del crear, sino el del arte como un igual a mi dios, es decir, a Dios, a quien no puedo hablar en compañía de alguien a menos que lo ignorase. Entonces, tras un par de años, el amor comienza a estorbarme, a impedirme un camino que ni siquiera veo, pero que claramente, como un ciego ante el eco de un gran espacio abierto, reconozco como camino.

Difícil luchar por una vida en la que no se cree, por un amor que ya no se ama. Tanto como dejar de ser fantasma o esperar que el mundo se haga un sueño, que la vida crea en nosotros llena de signos de Dios, nos libere del peso de una horrible costumbre, nos tome en la promiscuidad de los deseos y haga que nos amen esos a los que somos indiferentes. Queda, no obstante, la soledad.

Arte mío: mosca volando en el cielo caliente y azul, y mejor; vida perdida que zumba, quién sabe dónde, en la noche. Y eso está bien. Por eso, ante estos sentimientos de brújula rota, ante esta falta de claridad radiante, me digo una vez más: la luz me ciega, pero las sombras no.
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Jorge Santana Dingbat

Acerca de Jorge Santana

Mi cuerpo recuerda lo que mi alma olvida. Mi alma recuerda lo que mi cuerpo olvida.

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