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Tristeza y risa

TRISTEZA Y RISA

Jorge Santana

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Si he sido capaz de sustentar por años una cotidianidad trivial, es que he sabido también soportar sus heridas, calcadas en lugares indeterminados de mi cuerpo, pero precisos de mi alma, como callos abstractos de mi vida. Entre las dudas de cuanto quiero y rechazo, pensar es apenas posible. Sólo hay una holganza no pretendida que me permite especular el mundo desde los sentimientos, para lo que soy peculiar artesano. Pero al delicioso vicio de la inacción le sigue su costosa resaca.

De la soledad de las rutinas y la sensación de anonimato venida de trabajar para sostenerme y estar entre quienes no comparto sino cordialidades, sinceras pero superficiales, viene otra vez el albur de caída en que mi espíritu se ha acostumbrado a peligrar y a sentir morir de tristeza por cualquier nimiedad que me insinúe la inexistencia de un proyecto de vida, sea porque un día tengo el estómago vacío y, aun cuando ya no hallé a un amigo a quien ver, no me resigno esa vez a comer solo o de pie en un puesto; sea porque es sábado por la tarde y no quiero ponerme a pintar a solas en el taller, ni hacer nada de provecho para el futuro que resulte duro de llevar en el presente. Prefiero andar sin rumbo que exentar mi soledad con una compañía que no me es propia. Mejor andar solo que creer compartir entre indiferentes.

Quema en mi pecho un ardor de llamas sólo porque alguien que estimo se ha ido lejos y quedará lejos, o sufro el desencuentro amoroso de una mujer incipientemente querida como si fuera la última y último mi tiempo para amarla. Si coqueteaba conmigo y no se había despedido de su antigua pareja, siento unos celos tremendos y un gran engaño al mismo tiempo. A veces se marcha una desconocida de la mesa vecina en el restaurante y su ausencia me pica el corazón. Siento haberla dejado ir en un parpadeo grave de mi voluntad tímida de conocerla: ¡Cuántas vidas que habría acercado a la mía no dejé ir en tantos segundos que no me armé nunca! Y abanico sin querer las hojas de la libreta. Mucha de esa timidez se macera en estas páginas.

Tienen razón quienes dicen que la tristeza no paga; salvo, sospecho, con una excepción. La tristeza sólo paga muchos años después, cuando haber sido triste se vuelve más tarde una experiencia para entender el sufrimiento que carga todo el mundo. Así es cómo, literalmente, las cosas valen la pena: la pena vale cuando haber padecido sirve al fin para darse cuenta de la urgencia que los rincones oscuros y las almas mordientes tienen por una mirada amable, por un par de caricias o un ramo de flores; es casi haber comprendido cómo es que una semilla germina del lodo y el estiércol, y florece al conjugarse por un rayo de sol deliberadamente dirigido a ellos; la pena tiene razón de ser vivida sólo cuando se ha vuelto el alfabeto de tantos, el idioma y la moneda que se usan. Vale conocer esa fuerza extraña con que lo humano, en vez de elevarse, emprende un vuelo hacia abajo en una pulsión de pánico y de muerte. Hay algo oscuro que, ante la más mínima claridad, merece ser visto. Haber sido un melancólico, y renunciado a serlo alguna vez, es riqueza del ser. También hay quienes sólo han sido felices, y por ellos rogamos.

Conozco el desapego como la fantasía de una fábula o la historia de un país lejano en que todo es armonioso, lo conozco de las teorías sentimentales ajenas que incluso llegan a convencerme, pero fuera de su lógica nativa, su realidad me es insostenible. Creo admirar a aquellos que con paciencia vencieron el miedo al vacío, o bien, se arrojaron. No estoy seguro. Si estuviera preso, o muerto, tal vez lo sabría. Mis verdaderos apegos son todos amenazadores y todos contradictorios. Mi tórrido enemigo no ha estado nunca afuera; ha vivido en mí.

Hay cordialidades que entrego a otros y que, no obstante, sé que son tristezas encubiertas. Lo reconozco cuando, al ser obsequioso y sutil con alguien, me responden con agresividad, y, en lugar de hacerme a un lado o de defenderme instintivamente, me entristezco. Eso significa que aún me falta conocer más el sentir de este mundo, y a mí mismo en él. Y esa carencia la encubro, sin saber, bajo un exceso de amabilidad, no resuelta de ser, pues no es viable ser frágil para que los duros se ablanden. La crueldad es antigua y, una vez asentada, no se disuelve con palabras dulces. No hay dilema que no salga a la luz si lo situamos frente a alguien. Cordialidad y coraje, opuestos en apariencia, vienen del ‘corazón’, y el corazón no debe ofrecerse nada más porque sí.

He caído en una vieja trampa. Alguna vez fue nueva: la de ser el solitario que no quise ser, el distraído renegado al que le sobró un tiempo involuntario para hacer una obra involuntaria, eterno retrasado a la cita con la vida en la que, recién hallaron todos sus lugares convenidos, siempre llega tarde y no puede recuperar esos instantes de coincidencia. Un destino intercambiable por la oportunidad, esa puntualidad entre los otros. Y termino por ser el que no quiero: el que debe preguntar por lo ocurrido, desde para qué es tal hilera de gente o tal tarea escolar, hasta el formulario para obtener un empleo, una casa; y de eso, todos sus símiles: ¿cómo hacer una familia, cómo conducir adecuadamente por carretera, cómo se da una vuelta en bicicleta, de qué se trata esta película o este baile a los que llegué tarde, cómo se hace una vida, cuál es el método para cualquier cosa? Nunca una duda es más ardorosa que estas. Al parecer, me han preocupado demasiado los demás, ya sea para estar feliz o triste, cuando el único fuego que he sentido no arde sino en mí.

Es como si distinguiera las contradicciones sin saber nada de ellas, como nubes que vienen y van, pues a veces la soledad me parece un estado mejor que el amor; entonces empiezo a amar la soledad, y me confundo; luego, cuando tengo un amor, sé que no tengo nada, pues no creo que el amor o la soledad sean cosas para tenerse; todo me parece, más bien, un estado de credibilidad en algo, y ya: y la nube que parecía un espectro es luego una paloma. Es como poner el alma en vacaciones y descuidarla adrede, olvidar el esfuerzo que la hace grande y gozar con estropearla sólo por saber que se conoce, de algún modo, su camino de vuelta, en ese eterno llenarse y vaciarse, sufrir y gozar a que la vida parece invitarnos.

Así, al límite de un abandono incognoscible, siento una caída de la que no veo el piso. Acaso me haya desplomado hasta lo más hondo de lo que mi existencia podía impactar sin quebrantarme. Y, de pronto, en medio de ese vértigo y, a punto de entregarme a la desdicha, un vapor de conciencia se despierta y, asqueado de mí mismo, no me queda más que reírme del punto a que he llegado.

Y aunque nada acepto, no por ello dejo pendiente una felicidad que me tumba por los hombros cuando, en medio de mis dilemas, es hora de olvidar los caminos, las especulaciones, para reconocer la alegría simple de estar vivo, de hacerme el gracioso, de recordar que la estancia en pie en el mundo es breve y renuncio a pasármela mal, que hay gente con cara de pájaro y nadie negaría que a alguien se le podría doblar la nariz de repente y desenrollársele como una serpentina, que hay penas que parecen repugnantes pero que se alivian con una llamada telefónica, o bien, que nos salvamos de la tristeza más inútil sólo con hacernos un corte de cabello equivocado, y no nos queda más que burlarnos de nosotros. Nos abismamos en tantas patrañas. Pero encontrarse con algo, con alguien, aun de nuevo, es simplemente una gloria. Nada es del todo último. Y es fácil así volver a sentirse vivo. Un estado miserable que deja ver su parte ridícula es el hilo de una felicidad latente, que a veces, de tanto jalar, nos gira la polea del escenario y nos amanece de pronto, como un sol.
Es posible que haya dado con la clave que buscaba; pues casi toda la gente por la que he sufrido ha sido gente ausente, o por estarlo; mientras toda la gente que me ha hecho feliz, ha sido la gente que está presente y a mi lado, o por estarlo.
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Entonces siento en lo profundo algo que ha vuelto y me dejo llevar por su lucidez. Cuando volteo a ver mis palabras, siempre atrás, me parecen sonar tan amargas, tan condenadas, que no quisiera entonces más que ser interrumpido y llegar con quien fuere a llorar de risa, a fintarnos golpes nunca dados o leves manotazos en la cabeza, sudados y con cinturones de cargador, como afuera de una abarrotería, a desternillarnos, y porque a cada rato todo puede ser alegre, invariablemente cómico al grado de costarme ver un segundo de más a una persona, sea quien sea y, sin pretenderlo, toparme de inmediato con esa comisura de sus labios por la que empieza a temblarle el rostro y su estómago manda la risa a la boca.

Eso es lo bueno de no tener historias. A veces no puedo pedir cualquier cosa en una tienda sin que el nuevo encargado, comience a reírse nerviosamente conmigo, y sin sentido, como si reconociéramos que pedir algo y venderlo fuera una seriedad demasiado postiza en la que simplemente no creemos: «a lo que llegamos siendo humanos». Un maniquí mal colocado resulta entonces sumamente gracioso, una carita en las líneas de la mano, un pantalón roto en el trasero de alguien, un bote de basura sobre un par de zapatos; un dibujo vulgar hecho con el dedo en un auto polvoriento, todo eso puede ser de una urgente vitalidad.

Visto de ese modo, absolutamente todo es gracioso. Se puede bailar al ritmo de las sirenas de las patrullas, pensar que alguien demandaría por hemorroides a un fabricante de sillas incómodas; o que otros pueden tener hijos que nombren como héroes y críen como delincuentes sólo para un día leer en los diarios: “Benito Juárez y Miguel Hidalgo asaltan el Banco Nacional”, que se puede jugar rayuela con almohadas; que podemos pegar en las paredes anuncios que digan “Masajes gratis”; “Reduzca 10 kilos en sólo veinte minutos”, o bien, “sushi mal hecho y plátanos-dálmata a mitad de precio”, que se puede imaginar el retrato del bebé Edvard Munch, gritando en primer plano rodeado por los barandales de su corralito, o una bandera cuyo escudo es una chinche en estilo medieval, otra con una mano empuñando con fuerza la orilla de la sábana, o una bandera de algún país tropical confeccionada en tela de holanes con lunares.

También es placentero recordar los gritos locos que una vez escaparon en el silencio de la madrugada por la ventana abierta de algún departamento: “¡Díganme por favor si estoy desnudo!, ¡tengo derecho a saberlo!”, o “¡Mamá, hace frío en mis axilas!”, o bien “¡Si quieres que resplandezca, sólo dilo!”, o “¡quién soñó algo de pulque!” y “¿tienes algún problema con mis mangas?”… Por no considerar los montones de títulos de cuentos más extravagantes que podemos inventar: Cuarenta minutos de olor a pies, El fantasma estreñido, Amamantando a Martin Heidegger, El Houdini de las cobijas, Celos de un póster, Clones de Kipling, De qué hablamos cuando hablamos de hablar, El abogado que nunca tendió su cama, Peleando con bufanda… Cosas así.

He estado serio y enfermo por días en un cuarto, a solas, sin ser pensado por nadie. Pero junto a alguien, todo, hasta lo grave, me parece entrañar algo muy gracioso, y es verdad que siempre es tiempo, no sólo de tejer bromas, sino de sacárselas puras a la realidad. El humor no es algo que tenga por fuerza que ir a las cosas; mana de ellas, como un hipo, según veo… ¿Y de qué tanto nos reímos, de qué tanto me río con todos cada que nos miramos? ¿Será que nos contagiamos los nervios? ¿Qué es lo que resulta tan perentoriamente simpático de esas “formalidades sinceras”, chistoso como de romperse las ropas, de estar borrachos, de haber vivido juntos durante años y hacerse las caras de caballo, de burlarse por existir y por tener salsa en las mejillas, algo en que jugar, transformando lo superficial en alegre para luego olvidarlo como una balsa que abordamos y se soltó del muelle sin saber, como una comezón en un hombro que se rascó?

A diferencia de la sonrisa, que es un gesto de buena conducta, la risa es la mejor supervivencia; la carcajada simple e infantil que toda la gente guarda en sí misma. Nada eclipsa la intención de abuso o el peligro más que mofarse de la vida, y jugar. Saber caricaturizarse es saber burlarse de lo que sea, y es tener algo del humor de Dios. Hablar de suicidios, de enfermedades incurables, puede desplegar su justa cantidad de humor

El paso de los días, de los encuentros, deja claro que el amor importa, empacado o venido como sea, eternamente listos a dejar toda la cotidianidad por él. Tal vez en eso consista nuestra maña o trampa: en la disposición a dejar inmediatamente lo que de años no nos gusta. Raro sería encontrar a quien su cotidianidad fuera su pasión, alguien a quien sin más remedio tendríamos que envidiar.

Un día habré de juntar todo mi humor y toda mi solemnidad para hacer un color con ello, un polvo para comerse. Eso por lo que siempre sufrí era también para reír; y es cierto, porque hasta lo más bello ha sido, al menos una vez, para sufrir.

 

Jorge Santana Dingbat

 

Acerca de Jorge Santana

Mi cuerpo recuerda lo que mi alma olvida. Mi alma recuerda lo que mi cuerpo olvida.

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