Abrí la despensa
Abrí la despensa y busqué la azucarera llena tras la casi vacía. Pero yo no tengo dos azucareras; ambas son la misma y la transparencia de ese vacío no me permitía ver la mancha blanca de lo lleno que esperaba tras ella; no porque no existiera, sino por detenerme a querer algo adonde no lo había. Así es mi vida a veces, busco entre vestigios realidades plenas que no llegan, o bien, que están ahí con su única plenitud del momento, sea cual sea, pero que no logro advertir.
Mientras hay luz de día, los pájaros habitan el balcón. De la mañana al atardecer, les arrojo de pronto puñados de avena y, cada vez que lo hago, la consumen prácticamente toda en unos minutos; no obstante, ellos permanecen ahí todo el tiempo, picoteando desde las hojuelas recién puestas, hasta el más mínimo polvo que va quedando horas más tarde, cuando la avena molida que sobra o que cae de sus picos no es sino una mancha apenas perceptible en la superficie. Al contrario de mí, ellos ven como llena esa mancha y su empeño no distingue entre escasez y abundancia.
¿Qué es más dulce: el azúcar o un pájaro? La respuesta siempre consistirá en lo que dé más dicha. Acaso un caramelo sea un momento de placer, pero también acaso la presencia de un pájaro sea el alma misma. Contra el gozo fugaz, el amor es justo nuestra mayor dulzura. En eso consiste la devoción, en creer una promesa de modo que un día la olvidemos sin olvidar su objeto. Ser devoto significa ‘dar voto’ y un voto es un juramento, en este caso, dejar de ocuparse demasiado en uno para empezar a ocuparse en el mundo que, paradójicamente, nos ajusta y contiene sin pedir más de nosotros que entregarnos a él. Y creer tampoco es insistir; las aves, por ejemplo, no saben de persistencia. La persistencia es para quien conserva aún, en el otro extremo, alguna pereza, una clase de tributo por haberse esforzado a hacer algo, es decir, una recompensa, como el placer o la distracción que cubran la necesidad de reponer los votos dados, y a eso lo llamamos justicia o descanso.
Pero el placer y la distracción no son sino una vaga sombra de la verdadera alegría, es una gota de miel contra mil lágrimas. Quien es feliz no precisa sabores deliciosos ni promesas de abundancia porque su vida misma lo son. Por su parte, los pájaros están más allá de eso, despreocupados de nuestras recompensas y aprensiones, entienden a veces lo que hacemos pero casi nunca lo que hablamos, como cuando decimos que nos aburrimos y ni nosotros sabemos que, al hacerlo, aceptamos ser tristes.
He buscado y al fin olvidado el nombre del escritor que dijo: “los animales saben”, así sin más, intransitivamente, con su pausa al final; de modo que hoy lo sé con él y lo intuyo con ellos. Esa es mi verdad y mi riqueza de este instante. Y mientras anoto esto, como si adivinaran mi alabanza, dos gorriones cantan con potencia y me hacen más grato el momento. Y por un segundo he sido fiel a ellos, al abstenerme de esperar algo más, de endulzar una taza de té, de indagar el autor de esa cita y abocarme, más bien, a olvidarlo. De cuanto hay para hacer más plena esta vida, es mucho más lo que queda por olvidar que lo que hay por conocer. Lo mejor de la vida está hecho de olvido: dejarse caer e ignorar el miedo y las ideologías, perdonar y perdonarse, en suma, abandonarse a vivir lo nuevo. Aun el recuerdo mismo es más hermoso, cuando no surge de la voluntad, sino del olvido y la sorpresa.
Así, hoy me doy cuenta de que a veces, tal como busco algo que no hay en la alacena, como busco en cien libros el autor de una frase, he buscado poesía en mis viejas letras. Me he entretenido en cuadernos pensando lo sensato de hacerles justicia e identificar algún arte dentro de ellos. ¡Pero es imposible! Más temprano que tarde me harto sólo de intentarlo. No puede haber paciencia cuando antes hay en la mente una retribución. Y la poesía es la emoción de lo vivo, no existe nada más fastidioso que el pasado propio, pues el pasado de alguien logra rozar nuestra emoción y desatarla; de ahí la gloria de releer libros de siempre, de ver pájaros, de oír la misma música que, al final, vuelve a ser nueva.
No me gusta demasiado la esperanza, pues de alguna manera esperar algo es estar descontento de lo que hoy se tiene y acostumbrarse a que así sea. Entonces, entre más esperanza se alberga menos conforme se está con la vida como hoy se la vive; y si bien es cierto que la esperanza trae ilusión, la ilusión, como el placer, como un caramelo, es otra vaga sombra de la dicha. Por eso, vale menos la pena abrir un álbum que abrir nuestra puerta, y menos también abrir una despensa que abrir una ventana.