Texto con las palabras de que fue hecho[1]
o por la poética de un yo artificial
de la colección: ARTE Y MÁQUINAS
Jorge Santana
Texto publicado en el libro: ¡ Chum, chum, pim, pam, pum olé-Pioneros del Arte Sonoro en España, de Cervantes a las Vanguardias. Año: 2012. ISBN: 84–695–7021–8
Proyecto de Investigación del Laboratorio de Creaciones Intermedia (LCI) – Departamento de Escultura de la Facultad de Bellas Artes de Sant Carles y Universidad Politécnica de Valéncia. Diseño general, ilustraciones y portada: Álvaro Terrones.
¿Quién escribe?
Hace justo ochenta años (1936), confinado en las calles de Lisboa, el ayudante de una modesta firma de comercio, Bernardo Soares, anotaba en una de sus libretas: “una de mis preocupaciones constantes es el comprender cómo es que otra gente existe, cómo es que hay almas que no sean la mía, conciencias extrañas a mi conciencia, que, por ser conciencia, me parece ser la única”[2]… Helo ahí de nuevo, el antiguo dilema del solipsismo, revivido al paso de los siglos y de las almas, traído intacto a la realidad del Portugal Salazarista.
Mientras tanto, ese mismo año y a poco más de 1,500 kilómetros al norte, el matemático Alan Turing daba a conocer a la revista Proceedings of the London Mathematical Society su célebre Máquina homónima (Máquina de Turing), precursora de la inteligencia artificial; sistema que manipulaba un gran número de símbolos de manera semejante a las operaciones realizadas por el cerebro humano.[3]
Hasta aquí parecería que dichas situaciones simbolizaran respectivamente parámetros históricos de interioridad y de exterioridad de la conciencia: desde un yo absoluto, hasta la simiente de lo que un día podría llegar a ser una subjetividad no humana. Hay, no obstante, en medio de tan patente contraste, algo singular por aclarar y que supone una contingencia de última hora: Bernardo Soares era una invención; o, dicho más precisamente, el supuesto oficinista lusitano sólo existía a su vez como una conciencia en la mente de Fernando Pessoa, y fue hasta cincuenta años después que este hecho se hizo patente[4].
Compendiemos. Hasta ahora tenemos, por un lado, una obra manifiesta bajo la autoría de un creador hipotético, y, por otro, una máquina hipotética bajo el nombre de un autor manifiesto. ¿Qué podrá significar este quiasmo?
Somos escritos
“No me pregunten quién soy ni me pidan que siga siendo el mismo”[5]. Con esta frase Michel Foucault introduce su Arqueología del saber. Ciertamente una petición de libertad, condición primaria para quien ya tiene bastante con deber responder a un nombre. Deber y responder, curioso par de verbos, tan morales, tan semejantes a adeudar y a pagar. ‘Decir lo que se es’ representa un impuesto del que muchos querrían eximirse, al menos cuando uno se ha entregado a escribir, y porque la escritura es ya una carga suficientemente celosa de llevar, ante la que el propio nombre, ya personal, ya autoral, estorba.
‘Seguir siendo el mismo’ es otro de los problemas de tener que ser alguien; pues eso que llaman ‘uno’, tal como ocurre con los textos, no es nunca algo aislado: uno es su corporeidad, su emoción, su experiencia, su conciencia, sus palabras; pero a su vez cada uno de estos elementos es también otra cosa: el cuerpo es sus miembros, sus células, etc. En la experiencia propia hay imágenes y experiencias de otros, e incluso las palabras que usamos son tan nuestras como de todo mundo. No tenemos cómo llamarnos ni cómo ser en verdad afuera de ellas.[6] Las palabras son de todos y hasta para expresar que no las tenemos las precisamos.[7]
Así, si las palabras no son en rigor nuestras y nosotros no somos en rigor nosotros fuera de ellas, entonces ¿quién escribe?, ¿las palabras?, ¿el autor?, ¿su mano?, ¿la pluma?, ¿la obra misma?, ¿el lenguaje? Seguramente todo esto se cuestionaba el místico Chazal cuando decía a sus amigos: “Yo no escribo: soy escrito”.[8] Pero si el escritor no es realmente un intelectual sino sólo un pensador de frases que opera ante el gran sistema del lenguaje[9], ¿no se ve marginado por el sistema el escritor en el mismo sentido que el obrero, según Marx, es el autómata marginado cuyos órganos mecánico e intelectuales “sólo están determinados como miembros conscientes de tal sistema?”[10] Esta metáfora es engañosa, y es que los elementos se han comparado injustamente. Pues, más bien, podríamos considerar que el lenguaje es el obrero maniobrando la máquina del escritor, y no al revés. Es así como la petición foucaultiana, de pasar indemne ante la aduana del ser, se vería solventada.
El lenguaje tiene la palabra
En una entrevista sostenida con una bailarina mexicana independiente, respecto al manejo de su técnica personal, ella refiere la danza y la música en términos sintácticos. Acusando influencias de Jean Baudrillard, comenta que se “puede bailar a la música, ante la música, contra la música, desde la música, para la música… Usamos palabras similares”[11]. ¿Qué significa que una artista del cuerpo manifieste la conciencia de su arte como un lenguaje? ¿El lenguaje del baile? Tal vez.
Lo cierto es que, luego del compendio de preposiciones, algo de su respuesta nos insta a pensar en nuestras tareas particulares de un modo semejante. Ya no sólo quién escribe en nosotros, sino ante qué escribe, desde dónde y hacia qué escribe. Podríamos, incluso, olvidar que la escritura ocurre en nosotros y dejarla a solas con el ser: ¿cómo sería, por ejemplo, una existencia en cursivas, en capitulares? También podríamos darle un giro metafórico y creer, como Soares, que su oficina se volvía una página con palabras de gente; que la calle era un libro y las palabras habituales no eran sino el diccionario de su entendimiento. Pero si caminar por la oficina, o bailar, se vuelven lenguaje, ¿qué no ocurrirá con lo que realmente se construye con lenguaje consensuado, como el caso de las palabras?
Richard Rorty anotaba que “los intentos de reemplazar la opinión por el conocimiento se ven siempre frustrados por el hecho de que lo que cuenta como conocimiento filosófico ello mismo parece ser objeto de opinión”[12]. Esto, grosso modo, significa que toda área del saber humano que precise de palabras para ser expresada como tal, se halla constantemente expuesta a ser tocada por los problemas y paradigmas del lenguaje. “No hay nada fuera del texto”[13]. Hemos cerrado la libreta y apagado la luz. La noche urbana no insinúa nada, pero es como si algo, por algún lugar, en alguna mente, quedase perpetuamente escrito, un párrafo más en la terca gramática de la existencia.
Los poetas escriben mal
“Los poetas escriben mal, es este su atractivo”, afirmaba Georges Perros.[14] Lo observó así porque ya sospechaba que en el pretendido encanto de muchos de ellos había hipocresía, disfraz de autoridad sin inocencia, ausencia del linaje divino de cuando alguna vez los versos llegaron a hechizarnos.
Y en las manos creadoras, ahora vacilantes, ya no podemos dejar de percibir esa codicia, ese ofrecimiento de las palabras al mundo como un tributo culposo, luego de haberlas sabido por siglos muy suyas, palabras que un día fueron poesía pura; pero que ahora, como sugería Witold Gombrowickz, caerían de peso tal como cae de peso el azúcar en estado puro.[15] Y si para Heidegger, para Rilke, los poetas llegaron con justicia a representar una estirpe de ángeles y guerreros, de mensajeros últimos entre humanos y dioses, ¿qué ocurre ahora con la poesía cuando dioses y humanos abandonaron su afán de intercambio? Finalmente una profecía se ha cumplido, la que decía que el mundo (y no el diálogo entre hombres y dioses), sería en sí la profecía; hecho que Rilke, que Heidegger, anticiparon cuando se dieron cuenta de que una fotografía, un poema, no constituían respectivamente una imagen ni un texto sobre el mundo, sino que el mundo mismo era ahora visto como imagen e interpretado como texto. Con tanto por hacer con estos nuevos lenguajes, ¿a quién le preocupan demasiado los poetas?
¿En qué consiste esta nueva noción de textualidad?
“Yo quizá vivo en 1908; mi vecino, sin embargo, hacia 1900; y el de más allá, en 1880”[16].
Hay desazones no personales, literarias como de haikú con paisajes inhóspitos, nevados, donde todo luce triste y nadie aparece ahí para dar fe de esa tristeza, ni una pequeña casucha, ni una vaga humareda. No obstante, si alguien habitara en verdad ahí, en esa casucha humeante, es posible que fuera por completo feliz, o al revés, infeliz como cuando se padecen hondos malestares que uno ignora que vive, ¡pero vive!, emanando literatura para otros sin saberlo, ignorando que siente o sintiendo que ignora. Y eso es un dilema de conciencia, como ocurre con los que creen vivir en otro tiempo y aspiran a sentir una poesía que no está más ahí.
Ya se ha dicho con acierto que el arte no es objetivo, sino situacionista, que no se trata de ‘qué es arte’, sino de ‘cuándo algo es arte’. Ocurre con frecuencia. Requerimos el arte para sentirnos a salvo de lo mundano de los días. El arte se confunde con la anestesia o la ficción, como el cuerpo que se niega a salir de la ducha o del cine. Pero más que una esencia romántica, es un anhelo de habitar en otra clase de tiempo donde de alguna forma se vislumbre el sentido de estar vivo, a pesar de todo, como en ese paisaje donde no hay nada ni nadie. Pero apenas nos sumergimos en esa nada, el tiempo de la cascada en la ducha tibia se acaba, así como el clímax de esa vida prometida en el cine también debe terminar.
Este entrevero que estima “lo original” y condena “lo artificial” no es sino la dificultad de ser absolutamente modernos, como nos urgía Rimbaud. Pero la originalidad, que solemos empatar con lo nuevo, apunta más bien hacia el origen, así como el yo atormentado busca empatarse a ese paisaje sin nadie. Se podría decir que el artista ha erigido esa casucha con su rudeza y su capacidad de soportar inclemencias a favor de la estética. Si miramos retrospectivamente, no hay mucho en el yo del artista clásico que no aspire a ambas cosas: a la extenuación y a la redención, donde el esfuerzo por el hallazgo estilístico compite perennemente con el yugo del éxito.
¿Qué ocurriría si el artista, el escritor, renunciase al afán de originalidad (origen) y se apresurase a ser tan absolutamente moderno como tan inopinadamente artificial? Al parecer, malentendemos tanto lo moderno como lo artificial, pues pensamos lo uno como vanidad y lo otro como insuficiencia moral. Meros reproches, como si todo lo nuevo sirviera sólo para ostentar y a todo lo artificial se le adjudicase un carácter tramposo o un afecto insincero. ¿Pero no es la modernidad antes que nada un impulso hacia lo desconocido, una supervivencia? ¿Y no es acaso el arte una de las mayores necesidades y el epítome de la artificialidad, tanto así que ‘arte’ y ‘artificialidad’ son casi la misma palabra? ¿No son arte y novedad un sentido para la principal noticia que es la vida?
Asumiendo que no somos responsables de las ansias ni las culpas de la Historia, entendemos que ese paisaje nevado e inhóspito puede volver a ser bello, con un azar que no exigirá poblarlo abnegadamente ni precisará la experiencia de la nieve, porque el paisaje será una imagen, un lenguaje, una emoción de conciencia compartida, como el que nota que detrás de una pintura roja había otra azul, como el que sabe que las palabras tachadas son también palabras. En suma, una fe hacia el arte, sin divinidad, pero con lucidez. Es preciso entender, como sugiere Donna Haraway, que nada es sagrado por sí mismo y todo puede ser la pauta de otra cosa, la prolongación y la conexión de algo disponible para un lenguaje común. Simplemente pasamos por aquí y tomamos lo que se encuentra.
El modelo cyborg
¿Cuál sería un modelo viable para expresar la conciencia ante un mundo percibido como discurso?, ¿cuál el patrón ideal que incluya la globalización, la ciencia y la Babel del pensamiento? ¿Qué resta una vez que se han identificado las cárceles de Dios y del humano mismo, ahora que se dice que una obra no es ya de su autor ni de su inspiración?
Quedan no pocas pistas, sentimientos y corporeidades que son en sí una naturaleza, un cosmos auto-creado con todo lo que arrolló el paso del tiempo. Algo que ha engendrado una ‘oportunidad de ser’ y que aprovecha lo que tiene a la mano para convertirlo al fin en existencia, “una especie de yo personal, postmoderno y colectivo, desmontado y vuelto a montar”[17], en el que la tecnología resurge, no como un mundo paralelo, sino como “un espacio ideológico abierto para los replanteamientos de las máquinas y de los organismos como textos codificados, a través de los cuales nos adentramos en el juego de escribir y leer el mundo”.[18]
En la teoría Cyborg de Donna Haraway se cifran nuevos planteamientos del pensar —y con ello del arte— que carecen de la sacralidad con que se venía entendiendo todo cuanto era creado. Este otro sistema, por el contrario, procesa un lenguaje y un espacio comunes, en que humanos y máquinas revelamos un mismo e inevitable sentido, como el de las historias y sus palabras: ser juntos, despreocupados del origen mítico pero ocupados en un conocimiento sin géneros ni identidades intimistas. Imaginación y experiencias que van de un cuerpo a otro en ideas comunes y no por ello predecibles.
¿Cómo entender entonces ese yo del cyborg en términos de literatura? Empecemos por concebir el discurso literario desde un modelo vigente, conscientes de que un texto ya no es lo que analizaban los formalistas hace un siglo bajo intrincados estándares críticos. ¿Sería este presunto yo, cyborg o maquínico, una clase de inteligencia colectiva? Desde los tiempos de las vanguardias, escritores renuentes al aplauso de estilos novedosos, intentaron deponer su yo de artista a favor de un aliento en que la tecnología se manifestara como lenguaje. “Italo Calvino, de hecho, consideraba no solamente al lenguaje como una máquina sino a los escritores mismos igualmente como máquinas de combinar palabras a partir de determinadas reglas”.[19] En ese sentido, ratificamos que el arte resulta un artificio y las palabras un dispositivo.[20]
La máquina literaria: para acceder al contenido presione aquí
Máquinas y literatura comparten algo más allá de modestias: hallarse presentes prácticamente en cualquier cosa y ser entendidas como casi cualquier asunto. “No existe separación ontológica, fundamental en nuestro conocimiento formal de máquina y organismo, de lo técnico y de lo orgánico”[21].
Pero así como alguna vez concebimos el organismo como una maquinaria y nuestra función en la sociedad como una más de sus piezas, hoy podemos imaginar la vida como una narración y las manifestaciones de la naturaleza como singulares formas de lenguaje. Lengua y máquina son entonces un alegoría al mejor postor, con ellas todo hecho es transferible a un proceso y todo fenómeno se desdobla en una expresión. Esta voracidad compartida o resignada disolución de campos, no excluye la correspondencia, la danza que ambas encarnan en un arquetípico alguien: una (la lengua) hace la corporeidad y la acción; la otra (la máquina) hace el propósito y la exposición. En suma, máquina y literatura convergen en la imagen del ser.
Pero lejos de las metáforas, máquina y literatura son en principio ámbitos humanos cuyos componentes poseen cierta autonomía. Así como una polea consiste en una cuerda y una rueda; la frase, percibida como unidad elocuente del arte literario, se fracciona en palabras dueñas de sentido.[22] Borges decía que la tarea hacia el arte es transformar en símbolos lo que ocurre continuamente. Pero en nuestros tiempos lo cotidiano se vuelve un símbolo y la “tarea del arte” se despersonaliza dejando abiertas múltiples posibilidades. ¿Cómo brindarnos, humanos y símbolos, un sentido nuevo?
La cesión del verbo
A primera vista, es lógico creer que literatura y máquinas son un paradigma contemporáneo o, al menos, un fenómeno entre el realismo y la ciencia ficción, consecuencia del pensamiento industrial bajo el que la cultura y la producción sistemática convivirán en el arte sucesivo. Si fuera el caso, se podría identificar dos tipos de literatura oscilantes entre realismo y ciencia ficción[23]. Pero esta división no resulta útil si tenemos en cuenta que ficción, modernismo y realismo conjugan un impulso literario; y por más lejos que llegue, que proyecte, cada género pertenece a su tiempo.
La escritura, como tecnología, no se libra del presente aunque esboce contenidos de épocas lejanas, y si escribimos arcaicos o futuristas no dejamos de ser vigentes. De este modo, hablar de máquinas y humanos, o de máquinas que equivalen a estos, sería una perspectiva ontológicamente justa sólo si ese “hablar” fuera indistinto a ambos; es decir, si máquinas y humanos se exigieran unas a otros las mismas capacidades, tanto de ser representados en las obras como de ser ejecutores de éstas; es decir, que una máquina pudiera, por extraño que se escuche, cifrar estas mismas ideas y que, así como el humano pronuncia su nombre para ser tal, la máquina pudiera generar literatura y ser al mismo tiempo objeto escribiente; algo no ajeno al trabajo de Turing y a cuanto se conoce por inteligencia artificial.
Un dilema viajero en el tiempo
Si hacemos a un lado el bombo de la alta tecnología y miramos a profundidad, nos sorprenderemos al advertir que el dilema de máquinas y literatura no es nuevo en absoluto. De hecho, tomadas sus proporciones, se podría argüir que obedece a una misma lucha viajante en el tiempo desde la Grecia antigua hasta nuestros días.
Fue Aristóteles uno de los primeros en reprobar el uso de las máquinas en el arte dramático por provocar un efectismo de vuelo en actores (movidos por arneses, cuerdas y poleas) que personificaban a las deidades, conocidas desde entonces como deus ex machina (“dioses surgidos de la máquina”). En su Poética el filósofo denuncia el uso constante de estos instrumentos en el teatro como interrupciones deliberadas de la trama narrativa y un falso esplendor que distraía al espectador del objeto primordial de la obra y de sus impresiones, además de alejar exponencialmente a los actores de sus méritos histriónicos.[24] Como puede apreciarse es, a todas luces, un conflicto ético.
Esta ruptura o dualidad ambigua en el arte se hace patente en las dos facetas del verbo ‘maquinar’, que implica tanto la invención de un dispositivo como la de una historia. Tal doble suerte, de asunto y de técnica, se funde en la idea de “máquina”. A partir de aquí (cinco siglos antes de nuestra era), el drama evolucionará compartiendo esta dicotomía. El hecho de que, desde sus inicios, sea un asunto de moral y poética, atañerá la cultura en amplio sentido. Es curioso que esta queja se mantenga despierta y que se siga achacando de forma semejante en otras disciplinas ligadas al lenguaje, como el cine o la ópera. Como si las máquinas y el lenguaje se hubieran congregado para un amor eternamente resentido.[25]
Lírica de las máquinas
Así como no hay cultura sin lenguaje ni arte sin poética, nuestra época deja claro que tampoco existe obra sin concepto, y que, más que las obras, son las ideas las que van resultando importantes. El arte, de persistir estético, obedecerá a una estética moral y no una cualidad formal de belleza; es decir, se inclinará a un sentir universal, y no a un fetiche individualista.
No sólo el arte en general deja poco a poco de ser un objeto coleccionable, sino que su producción ya no recae en la potestad de una autoría, de un nombre, y sí más bien en la colectividad: producción por encima de creación. Un arte para todos hecho por todos, fenómeno que el contemporáneo Michel Maffesoli distingue intrínseco al surgimiento de una sociedad artística y su potencia como obra de arte en sí misma.[26] Algo que vislumbraba Herbert Read décadas atrás cuando decía que: “el artista no constituye una clase especial de hombre; pero todo hombre es una clase especial de artista”.[27] Así, si la producción se eleva sobre la creación, y el anonimato sobre la alguna vez codiciada firma, ¿no sería éste el contexto propicio para el señorío de las máquinas?
Hace casi un siglo, Antonio Machado sabía bien todo esto. Para el bardo y pensador sevillano la poética y las máquinas no eran tema menor, y, en el Cancionero apócrifo de 1928, atiende estos asuntos de manera sugestiva. Es curioso que una pluma como la suya, que renegara de la literatura surrealista a causa de su presunto sinsentido y automatismo en su práctica, redactara La máquina de trovar, texto que pocos de sus lectores conocen y que recoge recias posturas del escritor y su rol ante una sociedad cuya ilustración y sensibilidad dejaban de ser burguesas. Para empezar, la autoría misma del texto se brinda terciadamente a través de una conversación entre dos alter-egos de Machado a fin de poner a prueba una hipótesis dentro de una invención: la máquina literaria. Por medio de ésta, Jorge Meneses dicta las coplas a Juan de Mairena, quien se encarga de acogerlas como literatura. En el texto se habla de un aparato (operado por un manipulador) cuya función es “registrar de una manera objetiva el estado emotivo, sentimental, de un grupo humano”. Su unidad primordial no es la letra suelta o la oración, sino la palabra, y su cometido es iniciar al grueso de la gente en su conciencia de ser gente, razón por la cual esta máquina reniega del yo íntimo, del ensalzamiento del poeta como superhombre y de todo gesto personalista. Es, presumiblemente, un postulado democratizador.
Se podría discutir que la contribución de Machado a las máquinas literarias, al igual que el ayer desaparecido Stanislaw Lem que imaginara la historia de un robot-poeta, estriba en arrojar conjeturas dentro de ensayos, y no en confeccionar un verdadero artefacto, como lo que más tarde (en los años 60) se apreció al seno de grupos como Oulipo en dispositivos contundentes, entre ellos, la máquina Cien mil millones de poemas de Raymond Queneau, artilugio capaz de generar tal número de composiciones obtenidas por la aleatoriedad de diez sonetos base combinados en cada uno de sus versos hasta agotar posibilidades. No obstante, si bien los textos devueltos por la máquina de Queneau resultan perfectos en forma y verosímiles en contenido, son bastante desabridos y repetitivos para decretarlos un disfrute literario. ¿Es entonces la literatura maquínica el exponente de una utopía a medio camino entre la teoría y el ingenio?… Tal vez. Pero antes de deliberar que tesis y praxis son sólo una quimera, conviene hacer algunas reflexiones.
La rosa y el engrane
La rosa es sin porqué, afirmaba Angelus Silesius.[28] Aun bajo el peso de los siglos esta sentencia es un reto para el poeta tradicional, tan agobiado de emociones como de juicios. Convidar al mundo una verdad inteligente y sensible con la frescura de antojarla natural, o sea, hallar la estrategia de producir algo que, paradójicamente, borre la huella de haber sido creado. Y aunque la intención sea noble, otra cosa es el proceso. Si convenimos con Fernando Pessoa, aceptaremos que la literatura es tan artificial como lo es el escritor y que, según vimos, arte y artificialidad comparten un título real.
Quizás esto sea de adivinar cuando, ante el peculiar artificio poético, Mairena demanda a Meneses la explicación de su sistema, y este último contesta: “es muy complicado, y, sin auxilio gráfico, sería difícil de explicar. Además, es mi secreto. Bástele a usted, por ahora, conocer su función”[29]. ¿Qué es lo que esta aparentemente cándida respuesta implica más allá de su contexto? ¿Por qué, si “su manejo es más sencillo que una máquina de escribir”, tal mecanismo deba ser un secreto? Veamos.
El poeta Valerio Magrelli subraya: “este es el típico defecto del artesano, hablar del instrumento mientras lo usa”[30]. Mucho de la trascendencia poética ocurre en lo inefable, claro, en lo inefable del artesano, mas no de su instrumento. ¿Y no es éste acaso el campo vernáculo de la máquina, algo que, en vez de ser confesado, se produce, se hace; algo que de algún modo se explica en su acción misma? En ese sentido, una máquina no es sino sincera, no tiende trampas, tal vez a lo mucho las represente.
La máquina sin el humano no es artificial; lo es el que la usa o la inventa. Igual ocurre con la palabra. Ya Gadamer lo desnudó en una frase: “la palabra no es un elemento del mundo como son las formas y los colores”[31]. La pintura y la escultura se conciben parejas a la música, sin obligar significados; pero, en cuanto a las palabras, el filósofo apuntaba que “apenas hay nada escrito que no posea coherencia lingüística”. ¿Sería viable entonces concebir la coherencia lingüística como una coherencia literaria de la misma manera que se conciben colores y formas como armoniosos en las artes plásticas?[32] [33]
Desde hace mucho, algo en el lenguaje y las máquinas pugna por ser encontrado, algo que, por un lado —como un robot desprovisto de piel—, deje al descubierto los procesos creativos y ahorre el vicio de pensar demás, y por otro, nos quite la exigencia de encontrar una inspiración entre el tráfico de los hechos reales o imaginados. Ya lo decía el poeta argentino Porchia: “Lo mío, nunca quisiera tomarlo de mis manos”.[34] Esa desazón del mando es justo el deseo hacia la máquina; un deseo de otredad, de descanso. Nada sería más personal, en efecto, que lo dado por nadie. Ficción o experimento, filosofía o ridículo, la añosa proyección de una máquina dicente nos ha enseñado mucho del lenguaje y los deseos, o sea, de la literatura: como el mítico viaje a Ítaca en que Ítaca no importa.
Algoritmo & serendipia
Imposible olvidar la ocasión, en 1997, que una máquina derrotó al mejor ajedrecista de todos los tiempos. Por primera vez y de ahí para siempre. Tras el épico desafío entre Gari Kaspárov y la no menos célebre Depp Blue de IBM[35], mucho del estupor hacia la inteligencia de las máquinas devino pronto devoción y respeto. Si somos sensatos, esto no debería extrañarnos: ¿cuál máquina no pretendería superar al hombre de la misma forma que un avión o un vehículo, un elevador, un reloj o un taladro?
Si no tomamos este reto a la inteligencia humana como una victoria de las máquinas, sino más incluyentemente, como una prosperidad de la ciencia en la vida y el pensamiento, no dudamos en suponer que la literatura obre de manera semejante. Esta semejanza representa incluso una riqueza, pues el lenguaje y sus formas literarias se benefician por cierta serendipia, efectos accidentales de coherencia lingüística que, según la tesis de Gadamer se convierten en instantes mágicos del lenguaje. Por tratarse de una forma viva, el lenguaje acomete sin aviso en juegos armoniosos de palabras, como cuando lo dicho en la galleta de la suerte, en el horóscopo, calza perfecto con nuestros sentimientos. A veces tal efecto llega al abrir un libro al azar.
Ante la imposibilidad momentánea de añadir máquinas al grueso catálogo de creadores literarios, nos queda seguir reuniendo pistas o, mejor, motivos. ¿Qué más, aparte del azar y del juego, tendría de exclusivo una máquina dicente? Tendría, por lo visto, no ya lo dionisiaco, pero sí el misterio paralelo de lo no-humano (y no por ello antihumano); tendría, en suma, el oráculo del cyborg, una gracia seductora y una obligada superstición. La máquina sería sintonía, coincidencia. Lenguaje ilimitado, un nadie que no deja de ser ente.[36]
El surgimiento de lo que hoy se conoce como “aplicación en tiempo real” ha sido la locura. Pero a diferencia de cómo ocurre con la información (comunicados, imágenes, videos), basta un poco de programación para llevar el lenguaje en general por caminos insospechados; es decir, palabras que “en tiempo real” creen su propio sentido. Por lo visto eso que Baudrillard criticaba sobre la imagen y la información sometidas al “tiempo real”[37] sólo hace bonanza en la literatura maquínica. Y mientras que un libro virtual recuerda un libro real desde su floja existencia de objeto; un texto maquínico, en su ideal de literatura, puede desempachar el exceso de referentes temporales y situarnos en un punto de partida histórico. Esto es, literalmente: palabras nuevas para un mundo viejo y de objetos viejos.
Code is Poetry <&#@s/¿*>
Pero como el vino, no todo lo añejo es malo. Si reflexionamos en los libros, pocas veces reparamos en que el alfabeto es una tecnología antigua y más efectiva aun que la imprenta. El alfabeto, junto con la portabilidad del libro (códex), son pilares de lo que Iván Illich advierte como “texto libresco”[38] y que conocemos hasta hoy cuando, en la escritura, hallamos esta voz en plural, o sea, la de ahora al decir hallamos: ese nosotros hipotético es justo el texto libresco, mismo al que Machado aludía con otras palabras. Todo para decir que las verdaderas revoluciones de la escritura se hallan, no en la manufactura sino en el símbolo; lo que eleva la primera acepción de máquina por encima de la segunda, es decir, ser un artificio (una habilidad), y sólo más tarde, un aparato (un conjunto físico de piezas).
Tal vez a partir de ello notemos que, más que ruedas, poleas y engranes, la máquina literaria se sostendrá por los amantes estrafalarios de las letras y por la gente común que decidió “salvar” sus frases de todos los días para verlas prosperar. Ya los dispositivos de cálculo (ecuaciones y bandas de flujo) no precisan enormes salas sino escuetas resoluciones maquínicas, es decir, algoritmos. Y es que, visto llanamente, el lenguaje es enorme pero limitado. No así los números ni sus posibilidades. Digamos que aunque un cierto espíritu matemático gobierna las palabras (artículo + sujeto + adjetivo + verbo + complemento son un orden aditivo en las frases comunes), las maneras de combinarlas con resultados significantes son más bien finitas; si las palabras se combinan sin orden tienden rápido al absurdo, a la verborrea o a contextos lejanos a la comunicación.[39]
En 1984, bajo el título The Policeman’s Beard Is Half Constructed (La barba del policía está a medio construir), editado por Warner Books y firmado por la computadora Racter[40], se presume que por primera vez en la Historia una computadora escribió de principio a fin un libro. No obstante, una década antes, el verdadero pionero cyborg pertenece a la lengua de Cervantes. Bajo el sello del español Ángel Carmona, se publican los Poemas V2: poesía compuesta por una computadora.[41] Volumen que, forjado con 28 kilovatios y 470 reactivos de lenguaje (lo que ahora constituye una cantidad irrisoria de memoria) alcanza orden de versos como estos: “Arderán perdidos y oscuros sus pasos / porque habrá acabado el momento de no llorar, / negra vida no levantes la belleza, / rozan tus besos mis ojos / truncando los pensamientos de tu amor / sin prisa.”
Code is poetry (código es poesía), reza el eslogan de una de las empresas de autogestión de internet más influyentes de nuestros días. El creador de WordPress.com, Matt Mullenweg, reconoce en esta breve sentencia la influencia de la poesía de T.S. Eliot luego de percatarse cómo, en unas cuantas líneas impronunciables, se hallaba algo más denso y profundo. Recordemos que las letras que anteceden la dirección de cualquier sitio web: “http” no son sino un mote de “hipertexto”. A esto se debe que la mayoría de experimentos con máquinas literarias en el sentido que hemos referido, se circunscriba a formatos de código ajustables a los algoritmos del lenguaje y la lógica de los silogismos.[42]
Maquinita, maquinita, dime cuál es el poema más hermoso
Diccionarios de rimas, de sinónimos, contadores silábicos y de caracteres, manipuladores de líneas en párrafos, notas al pie de página, reconocedores de idioma, de texto, de voz, de ortografía, buscadores de términos, entre centenas más de herramientas del lenguaje, pueden disponerse de forma inmediata en los sistemas digitales y las redes actuales. Esta presteza se ve reflejada en el trabajo de algunos artistas que buscan incrementar sus alcances en la máquina.
Algunos músicos desarrollan canciones con versos manipulados al antojo del “usuario-escucha” (que se insertan en el tempo de la melodía como un rompecabezas contra reloj); otros, en el terreno de los motores de búsqueda, como el Proyecto IP Poetry[43] de Gustavo Romano, manipulan algoritmos de lenguaje lógico en que Internet, usado como un “mega-almacén” de frases (generadas e interconectadas en todo tiempo y lugar), de suerte que algunas ocasiones la máquina entrega resultados literarios como: “cuando un árbol cae en el bosque / lo hace por dinero…” o bien, ante el campo predeterminado “sueño que soy”, la máquina devuelve: “A veces sueño que soy y no soy / sueño que soy el que fui y el que voy a ser / sueño que soy una pieza en un tablero de ajedrez / sueño que soy un volcán // A veces sueño que soy un pájaro / sueño que soy enano en tierra de gigantes / sueño que soy un turista de lujo // sueño que soy una mata de cardo / Mi vida es una horrible pesadilla.”
Habría que agregar que, además del texto, el dispositivo emula voz y video, y es una animación de labios con distintos fonemas la encargada de recitar los versos.
Por otra parte, “en su obra Degenerativa,[44] el mexicano Eugenio Tisselli presenta un texto que se va modificando cada vez que un lector se pone en contacto con el mismo. Cada vez que se registra una visita en la página, la escritura se modifica. En forma borgiana, cada lector deja su huella y cada lectura modifica el texto”[45]. Hay muchas otras máquinas que, también con base algorítmica, intercambian palabras y frases predeterminadas en archivos de texto. Son condicionadas con ciertas premisas para que los resultados posean coherencia, al menos gramaticalmente. Según Katherine Hayles, “tenemos que reconocer que un nuevo tipo de literatura ha surgido del entorno digital. Nos podemos referir a estos nuevos tipos de trabajos como cibertextos o tecnotextos”.[46] No obstante, si hubiera una real crítica a estos sistemas literarios, como en el caso de Mairena y Meneses, sería la de una insuficiencia: el requerimiento de un manipulador (asimismo inteligente) que conduzca el rumbo de la máquina, o bien, que seleccione sólo los buenos textos de esta. Esto implica la célebre paradoja de Moravec que afirma que lo obvio para las personas es complejo para las máquinas, y a la inversa.[47] Tal vez sea cierto, como señala Gerald Raunig, que un individuo y una bicicleta en acción sean una sola cosa, pues hacen un nuevo individuo o una nueva clase de máquina;[48] pero ¿se podría pensar lo mismo de un operador montado en su máquina cuando, como vimos, es lo simbólico y no lo ingenieril lo que determina la literatura?[49]
Filólogos y programadores hacen su parte. Estudios en lenguaje natural y lingüística computacional han dejado sus claros beneficios en ciencia y vida cotidiana. Sin embargo, los procesos creativos de las bellas letras descansan casi todo su peso en la academia y la crítica —el gran taller—, cerrándose a las formas alternativas como si fueran un juego de niños o como si las máquinas quisieran erradicar la Literatura, cuando acaso lo único que “piden” es un modesto lugar en los discursos y concretar en ellos apenas un punto de partida. Pues, si algo ha quedado claro de la tarea borgiana de hacer de la vida un símbolo, desde Lull hasta Queneau, desde Machado y Cortázar hasta los parlamentos de la red, es que no se descansará hasta conseguirlo… Tal vez entonces, cuando “Textualidad” sea una asignatura escolar y en los estantes electrónicos aparezcan géneros como Cibertextos, Cadáver–exquisito y Centón, sea momento de esperar otra cosa, que las máquinas, ¿por qué no?, charlen entre ellas o se pongan a cantar.♦
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Fuentes de consulta
[1] Esta primera partícula del título se inspira en una pieza de arte conceptual llamada Box with the Sound of its Making (Caja con el sonido de que fue hecha), confeccionada en 1961 por Robert Morris y que consiste en un cajón de madera sin acabados especiales en su superficie, pero en cuyo interior hay una cinta grabada que reproduce los martillazos y ruidos de serrucho generados durante su manufactura; de modo que el sonido funge como la memoria de la propia caja y de su propio sentido de ser, aludiendo así tanto al tema del lenguaje visual y sonoro, como al de las palabras y las cosas, que en el caso metafórico de nuestro texto, equivalen a estos objetos gráficos de imprenta, estos con que expresamos esta pieza escrita. DANTO, Arthur. Después del fin del arte, Paidós, Barcelona, 1997, p. 114.
[2] PESSOA, Fernando. El libro del desasosiego. Seix Barral, Barcelona, 1984, p. 90.
[3] Es menos una tecnología práctica que un dispositivo bajo los principios lógicos de la computación. Más información en: <http://www.encyclopediaofmath.org/index.php/Turing_machine> (Fecha de consulta: 3 julio 2013).
[4] El DRAE otorga al término de ‘heterónimo’ esa sorprendente cualidad: “Identidad literaria ficticia, creada por un autor, que le atribuye una biografía y un estilo particular.” Real Academia Española. (2001). Heterónimo. En Diccionario de la lengua española (23.a ed.). Recuperado de <http://dle.rae.es/?id=KH7O6sz> (Fecha de consulta: 11 julio 2014).
[5] FOUCAULT, Michel. Arqueología del saber. Siglo XXI, México, 1970, p. 29.
[6] De acuerdo con L. Wittgenstein no hay un lenguaje privado, algo cuyo “significado lo determinaría la unicidad de una experiencia interior del individuo de tal modo que, si los otros no pueden tener esa experiencia, no pueden realmente saber lo que una persona quiere decir con las palabras que emplea para describirla.” KRAUSS, Rosalind. Paisajes de la escultura moderna, Akal, Madrid, 2002, p. 256.
[7] SALINAS, Pedro. “El hombre se posee en la medida que posee su lengua”. En: El defensor, Alianza Editorial, Madrid, 1995, p. 288.
[8] GONZÁLEZ, Daniel. Chazal: el teólogo surrealista. En: <http://www.fondodeculturaeconomica.com/ Editorial/Prensa/Detalle.aspx?seccion=Detalle&id_desplegado=1234> (Fecha de consulta: 13 junio 2013).
[9] Según Roland Barthes “se llama escritor no a quien expresa su pensamiento, su pasión o su imaginación mediante frases sino a quien piensa frases: un piensa-frases (es decir: ni totalmente un pensador ni totalmente un fraseador)”. BARTHES, Roland. El placer del texto, Siglo XXI Editores, México, 2004, pp. 81-82.
[10] MARX, Karl. Elementos fundamentales para la crítica de la economía política. Siglo XXI, México, 1972, pp. 216-230.
[11] ZELLET, Lila. Sombras (nada más…). En: <http://www.youtube.com/watch?v=k9xSyZ0f2Sc> (Fecha de consulta: 3 julio 2013).
[12] RORTY, Richard. El giro lingüístico: dificultades metafilosóficas de la filosofía lingüística. Paidós, Barcelona, 1998, p. 48.
[13] Jacques Derrida invitaba a recapacitar en que no existe un afuera de nada porque de alguna manera “todo es texto” y todo lo que posea significación. Lo que sea interpretado, podrá asimismo entenderse epistemológicamente como un texto y, en ese sentido, todo a su vez se encuentra inmerso en un contexto. Se considera el conocimiento como un amplio conjunto de textos o discursos. Varias fórmulas lingüísticas dan prueba de ello: discurso teórico, palabra de honor, literatura médica, jerga filosófica, argot del arte, idioma corporal, libro de texto, código genético, sintaxis de la imagen y, en general, todo eso que, siendo parte del lenguaje, se ocupa en la expresión del conjunto del conocimiento. DERRIDA, Jacques. De la gramatología. Siglo XXI, México, 1998, p. 207.
[14] PERROS, Georges. Papeles pegados. Aldus, México, 2005, p. 65.
[15] GOMBROWICKZ, Witold. Diarios. Seix Barral, Barcelona, 2002.
[16] SALDAÑA, Alfredo. “No todo es superficie. Poesía española y posmodernidad”. En: <http://vicenteluismora.blogspot.mx/2011_01_01_archive.html> (Fecha de consulta: 3 julio 2013).
MORA, Vicente. “Creación literaria y nuevos soportes digitales, nuevas formas textuales y problemas para la crítica literaria”. En: <http://congresosdelalengua.es/valparaiso/ponencias/lengua_comunicacion/mora_vicente_l.htm#txt1> (Fecha de consulta: 3 julio 2013).
[17] HARAWAY, Donna. Manifiesto cyborg. En: <http://manifiestocyborg.blogspot.com.es/> (Fecha de consulta: 8 agosto 2013).
[18] Ídem
[19]GACHE, Belén. Literatura y máquinas. En: <http://fido.palermo.edu/servicios_dyc/publicacionesdc/vista/detalle_articulo.php?id_libro=111&id_articulo=5062> (Fecha de consulta: 3 julio 2013).
[20] La tecnología es valiosa para el yo-maquínico, no por desempeñarse mejor que lo humano, sino porque es un dispositivo social que potencia inteligencias individuales, por lo que ese “yo” no pretende suplir las ausencias del yo de los autores. El problema no estriba en “llegar al punto de ya no decir yo, sino a ese punto en el que ya no tiene ninguna importancia decirlo o no decirlo. Ya no somos nosotros mismos. Cada uno reconocerá los suyos. Nos han ayudado, aspirado, multiplicado.” DELEUZE, G.; GUATTARI, F. Mil Mesetas. Pre-Textos, Valencia, 2004, p. 9.
[21] HARAWAY, Donna. Manifiesto cyborg. En: <http://manifiestocyborg.blogspot.com.es/> (Fecha de consulta: 8 agosto 2013).
[22] El lenguaje es un mecanismo, una estructura lógico-matemática y se tiene una sintaxis para comunicar emociones, otra para programar datos, por eso aprender un habla o un lenguaje cibernético cualesquiera es algo muy semejante.
[23] Uno, modernista, que habla de individuos y máquinas (su interacción social, económica, etc.), y otro, psicológico, en que las máquinas sobrevienen actores y ejes temáticos (entes sensibles con o sin el contacto humano). En el primero las máquinas son presencia y en el segundo esencia, caminos en que convergen el Frankestein de Mary Shelley y las máquinas descritas en el Gulliver de Jonathan Swift con el Viaje al fin de la noche de Céline, y tantas obras que retratan la vida durante las máquinas a vapor, el fordismo y el auge de la mecanización; sin dejar de lado los pioneros de utopías del futuro y sus representantes: de Asimov, Bradbury y Philip K. Dick, hasta sofisticadas épicas modernas como Matrix, Avatar, etc. La poesía, por su parte, tampoco desdeña el espíritu “maquínico”, visible en los futuristas y modernistas cuyos discursos manifiestan este espíritu industrializado e industrializador, su contacto creciente con las máquinas y los modelos de vida ofrecidos a partir de ellas.
[24] ARISTÓTELES. Poética. Istmo, Madrid, 2002, p. 224.
[25] Andrew Darley, en sus análisis sobre cultura digital, apunta esta querella y destino de la expresión. Ilusión contra desempeño. (DARLEY, Andrew. Cultura visual digital. Paidós, Barcelona, 2000). ¿Qué habría opinado Aristóteles del teatro de atracciones de Eisenstein y Tretiakov en que el público ocupa el foro y los rostros de actores se cubren con máscaras de gas?, o bien, ¿cómo habría criticado el desempeño “actoral” del astronauta virtual Buzz Lightyear si hubiera presenciado el filme Toy Story?
[26] MAFFESOLI, Michel. El Crisol de las apariencias, para una ética de la estética. Siglo XXI Editores, México, 1990, p. 269.
[27] READ, Herbert. Al diablo con la cultura. Editorial Proyección, Buenos Aires, 1965, p. 65.
[28] SILESIUS, Ángelus. El peregrino querúbico. Siruela, Madrid, 2005.
[29] MACHADO, Antonio. Nuevas canciones y de un cancionero apócrifo. Castalia, Madrid, 1975, p. 56.
[30] MAGRELLI, Valerio. Ora serrata retinae, Visor de poesía. Madrid, 1980, p. 202.
[31] GADAMER, Georg. Arte y verdad de la palabra. Paidós, Barcelona, 1998, p. 111.
[32] A diferencia de las artes sensoriales, la literatura ha pendido de la semántica. Y cuando la literatura es abstracta, lo es por haber dado un camino doble, por desandar la significación de la palabra y colocarse cerca de un farfullar. Por eso una literatura maquínica y meramente abstracta difícilmente atrae en lo popular, como otras artes abstractas exentas de palabras, en cuyos procesos se involucran máquinas: Pianos-pintores, robots-escultores provistos de cincel láser, por no mencionar las netamente musicales, desde las primeras pianolas hasta las más sofisticadas cajas aleatorias de ritmos y demás software de autogestión musical, como el Finale, capaz de calcar la ejecución de una orquesta sinfónica desde una laptop. De hecho, ¿no resulta el piano mismo un “escritorio musical”, una máquina mucho más presta a las melodías de lo que es una imprenta o un teclado de computadora a las narraciones y los poemas?
[33] El anhelo por las máquinas literarias jamás se ha declarado perdido y no han dejado de sorprender los intentos similares proyectados desde tiempos de la máquina lógica, concebida como Ars Magna, de Ramón Llull (1232-1315), mecanismo de escritura compuesto por figuras concéntricas y giratorias a cuyo ensamble se aspiraba generar preceptos de “verdad pura”, legibles en la concordancia de sujetos y predicados orientados a su vez a lo largo de guías con ayuda —como en la Máquina de trovar— de un manipulador. Hubo, un par de siglos después, excentricidades menos solemnes, como la máquina de lectura de Agostino Ramelli (1531-1600) organizada como una rueda de la fortuna a escala humana que, en vez de asientos, contenía una serie de atriles para turnar varios ejemplares abiertos con un simple giro de timón. Al parecer, existe cansancio de algunas estructuras y deseos de nuevos contenidos.
[34] PORCHIA, Antonio. Voces. UNAM, México, 1999, p. 29.
[35] VIANA, Israel. “Deep Blue, la máquina que desafió la inteligencia humana”, en ABC, 12 febrero 2010. En:<http://www.abc.es/20100211/historia-/deep-blue-201002111420.html> (Fecha de consulta: 14 febrero 2014).
[36] Juego o solemnidad, hay grandes afinidades de los crucigramas y otros recreos de mesa (como los ingeniados por Alfred Mosher: Lexicos y Scrabble) con la máquina de Lull y los libros de mutaciones (como el I Ching), en que la aleatoriedad de modelos arroja situaciones con significados precisos; y sean aparatos o tableros, libros o dispositivos digitales, los elementos responden invariablemente de acuerdo a sus reglas (los preceptos del Steam-Punk declaran que toda máquina electrónica puede ser reelaborada tomando “el camino largo” de la mecánica para demostrar su funcionamiento en principio simple y analógico); como el modelo de Allan Turing: una banda de lectoescritura que define el sistema binario de algoritmos con que trabajan las tecnologías digitales; recordemos que el algoritmo es un “conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema”. Un prototipo basado en algoritmos puede incidir a fondo en los sistemas limitados, como el lenguaje. A eso se debe que los traductores digitales sean cada vez más precisos al igual que las máquinas emuladoras de voz vayan facilitando el acceso del texto a personas de deficiencia visual.
[37] BAUDRILLARD, Jean. Pantalla total. Anagrama, Madrid, 2000.
[38] ILLICH, Ivan. En el viñedo del texto. Fondo de Cultura Económica, México, 2002.
[39] En lo tocante a nuestra lengua, estudios de fraseología, como los de Manuel Lope Blanch, destacan las lenguas latinas y, en especial, el castellano en cuanto a la conectividad de sus oraciones. Al no tratarse de una lengua aglutinante, sino flexiva; el español posee un alto índice de combinación sintáctica; lo cual significa que sus flujos son relativamente sencillos de manipular invirtiendo e incluso cortando sus disposiciones habituales; de modo que ante una frase tan concisa como: “Mariana hoy no viene a casa porque almuerza en el bazar” encontraremos más de una decena de maneras para decir lo mismo variando sólo el orden de las palabras; eso sin considerar que, de añadir algunos signos, la frase crecería aun en polisemia. LOPE BLANCH, Manuel. La clasificación de las oraciones, UNAM, México, 1995, p. 109.
[40] Más información en: <http://www.ubu.com/concept/racter.html> (Fecha de consulta, 11 junio 2013).
[41] CARMONA, Ángel. Poemas V2: poesía creada por una computadora. Producciones Editoriales, Barcelona, 1976.
[42] Tal es también la razón por la que grupos tan grandes como Oulipo, del que Julio Cortázar -con novelas algorítmicas como Rayuela– fue parte, hayan derivado en otros afines a los sistemas, como el vigente ALAMO (Taller de literatura asistida por matemáticas y computadoras, por sus siglas en francés).
[43] ROMANO, Gustavo. “Proyecto Ip-Poetry”. En: <http://ip-poetry.findelmundo.com.ar/> (Fecha de consulta: 25 junio 2013).
[44] TISELLI, Eugenio. “Degenerativa”. En <http://www.motorhueso.net/degenerativa> (Fecha de consulta: 11 junio 2013).
[45] GACHE, Belén. “Literatura y máquinas”. En: <http://fido.palermo.edu/servicios_dyc/publicacionesdc/vista/detalle_articulo.php?id_libro=111&id_articulo=5062> (Fecha de consulta: 3 julio 2013).
[46] KOSKIMAA, Raine. “La literatura y el nuevo paisaje mediático”. En: <http://www.uoc.edu/uocpapers/4/dt/esp/koskimaa.html> (Fecha de consulta: 11 junio 2013). Más información en: HAYLES, Katherine. How we become posthuman?, University of Chicago Press, Chicago, 1999.
[47] Hans Moravec es un investigador en robótica en la Carnegie Mellon University, y da nombre a esta paradoja. Más información: “Hans Moravec”. En: <http://www.frc.ri.cmu.edu/~hpm/> (Fecha de consulta: 11 junio 2013).
[48] RAUNIG, Gerald. Mil máquinas. Traficantes de sueños, Madrid, 2008.
[49] Tal vez las máquinas, en eso que de propio tienen para el humano, encuentren lo que falta de esta entrecortada revelación de su arte, como cuando se redacta un documento en un procesador de texto y se busca ayuda al momento: sinónimos, ortografía y sintaxis, igual que se saca una raíz cuadrada en la calculadora. A diferencia de la redacción humana, imposible de elaborarse con demasiadas ideas en la mente al tiempo de su ejecución; el texto de las máquinas puede grabar “ideas ocultas”, es decir, miles de metadatos que reúnen sin titubeos la información de un memorista y el azar de un trotamundos.