DENTRO
El tiempo ha desvestido todo. Incluso la sorpresa del futuro tiembla desnuda en el escenario del presente. No diría que la edad es cruel sin pensar que saboteo mi edad absurdamente. Porque llegar a esta página es llegar a todos lados, a lo que he dejado tras de mí y al silencio de lo que resta por decir, principio y destino de toda travesía. Si me levanto, la página seguirá aquí, si me quedo a escribir, la página perdurará de todos modos. ¿Cómo no considerar esta ironía?, con sus polos en cortocircuito defendí mi incipiente verdad, siempre más un desencuentro que una comunión, dos criterios antepuestos, dos corazones: el propio y el anhelado; dos infancias, la vivida y la puesta. Pero nunca parejas ideales, cuerpo y alma, niñez y madurez, nunca un crecer progresivo, consiguiente de la lógica de los actos del mundo que empiezan por un lado y acaban en otro.
Fui en cambio el niño grave, sin infancia, el hombre pueril sin juicio adulto, el agotado de no vivir nada, curiosamente el animoso de los hechos banales, quien se detuvo a ver un pequeño agujero en el piso delante de un palacio. Y cansado de estar o muy alegre o muy triste, comienzo a desear los caminos que nunca tomé, viajante extemporáneo que desea conocer las cosas a su término mientras las desdeña en el tiempo corriente, como un enamorado que por ir amando olvida conocer lo que ama y, al despedirse, se duele porque siempre quiso conocerlo. El amor es una contradicción que no puede durar la vida entera… ¿Pero quién si no yo soporta la contradicción del enamoramiento la vida entera?, tanto dolor por ser alguna vez la alegría olvidadiza de su pena, tanto amor por padecer estar despierto.
Soy cuanto me resta ser. Sólo eso. Y aunque esto sea un axioma universal, un lugar común, se lo vive mejor inconscientemente, relegado en la idea de que la existencia es ilimitada. Vivo el futuro inmediato en el sueño recurrente de algo acontecido, como quien un día descubrió que lo premonitorio de sus especulaciones y sueños no eran hechos por suceder, sino el trasfondo de un tiempo soterrado, enrarecido por un dulce trauma que aflora ahí donde no hay porvenir sino enajenamiento. De tanto haber estado en los extremos quedé mareado, indeciso de dar un paso, incitado a caer a cada instante. Y aun en el mareo, en lo gris que suman mis contrastes, me inclino a un absoluto, y si he de ser gris, soy entonces de un gris prostituido que alterna lo límpido que hay en el negro y lo sucio del blanco. Pienso en los sitios y en esos otros colores que ya no seré. Si pudiera nacer de nuevo, digo estúpidamente, y completo la frase con una nueva traición, si pudiera morir de nuevo.
Jamás pensé que habría libros que ya no leería, lugares o lenguas que no dominaría más. No creí que llegaría el momento de perfilar mi vida con miras a ser cuanto me queda por adelante: uno solo, y no los cientos de seres que habitaban mi confianza futura… ¿O es que podré ser un poco de ellos sin llegar a ser alguien, lo que se dice alguien? He cedido el acaso de mis aventuras a manos de mis rigores, mis rigores que se abren en letras capitales. ¿Para qué entonces seguir siendo un niño?
Mañana tendré la edad de Cristo, una edad peligrosa, me advirtió un amigo, una edad en que mi historia ha rebautizado el azar llamándolo superstición, desesperanza, condena. Estos días he escuchado a varios de mis amigos, desconocidos entre sí, decir: “soñé que morías”, “te soñé en aprietos”, “soñé tu voz como en un eco”… Cosas por el estilo. Una amiga me dejó al respecto un recado “de emergencia”. ¡Qué hacer!, ¿adónde situar mi ciencia de existir de mano a la lógica?, ¿qué hacer con tales intermitencias de sueños ajenos? Miro mis manos, me quedo callado, miro todas las cosas como si no fueran mías. Pero como no me permito la superchería de nada, el ave de mi fe se azota contra los límites de mi piel. Algo no embona bien en el sentido común y en la alquimia de conocer el mundo. Desorientar ese azar mío es jugar a perder lo ya perdido.
No hay peor estabilidad que la que nos va llenando de indiferencia. Vivir por omisión, por haber amanecido vivo una vez más y por ver morir a otros; resignar la convicción a partir de desilusiones, como quien quiere creer de nuevo en Dios con el tedio infinito de haberlo extraviado una vez, y en esta nueva confianza no dejara de sentir el abandono de su Dios desacreditado, al que ahora ama sin inocencia y a cuya idea se aferra por la desconfianza de vivir, exista o no exista. Eso me recuerda una antigua verdad, la de que un veneno es más puro si el agua de que viene es más impura y no al contrario. La vida es fácil si se la levanta con la mano, pero se vuelve difícil cuando se la levanta con la vida.
Me he puesto a pensar tanto que, en vez de pensar, me quedé solamente “puesto”, instalado en mi cuerpo por alguna conciencia enemiga de mi descubrimiento profundo. Me he quedado así, “puesto”, dispuesto para algo que habrá de ocurrir enseguida, algo que siempre está por llegar a mi mano, a punto, siempre a punto… Y de lo que realmente ocurrirá, de lo que en verdad habré de hacer, me abruman anticipadamente los derroches que me aliviarán. Me pesan como un lastre los viajes y las vacaciones que aún tendré, los amores que he de vivir. Llevo todo eso como un obstáculo futuro que en realidad es la propia vida. Uno se conoce, es cierto, pero nadie vive para conocerse. Sin embargo, la vida es y será el tema más cautivo, más embelesado en sí mismo: vida de la vida, tema del tema; querer vivir para tener algo que contar de la vida o querer contar algo para sentirla más. Y eso es lo que me agobia.
Lo que creí mi cosmos es una índole de caos montado en la plataforma de mi teatro inquieto, mi escenario de desnudos. Oigo ahora mismo trinos de aves e imagino el aspecto que tendrán, sus pequeños ojos tras sus picos y sus alas, colores en mi mente y plumas nacaradas u opacas; veo de reojo a mi derecha zapatos y piernas hasta las rodillas descender las escaleras que conducen a la eterna planta baja desde la que veo el mundo, un café de tantos al aire libre: advierto sus pasos pero nunca sus rostros. Y, como en esos pasos, pienso en el papel que se agota en mi cuaderno. Escribo meditando al mismo tiempo en los grandes filósofos que en gastadas recetas de cocina, pienso en hormigas, en números que anoté en boletos de autobús, frases que algún personaje dijo en las caricaturas, colores de ropa de toda mi vida, la pata móvil de una mosca que desmembré en la infancia. Oigo también el latido de mi corazón, la sangre en mis sienes, siento en la prisa de estos segundos una eternidad insidiosa: un ahora pretérito que está fundando.
Me cuesta vivir en edad mis años, la vivo en cambio en segundos eternos, como en una ilusión del opio. Soy el instantáneo aunque perdurable fuego-piloto que arde en el calentador a gas de mis pulmones, mis pulmones que no son siquiera yo y nos batimos en diario duelo. Estar vivo me desposee y al sentirme desposeído manoteo como un hombre sofocado bajo el agua que buscara inquietamente la superficie. Continuamente, tras casi ahogarme en mí mismo, me veo afuera, pero no siento el aire respirable del todo, sino como una materia más espesa que el agua o más liviana que el propio aire, pero nunca el aire por sí mismo. ¿Qué siento entonces de estar vivo? Ese fuego-piloto me angustia, me quema a veces y también me mantiene tibio aun cuando no deseo más que ser una fría roca.
Pero no conozco esa calma, esa paz que nos acerca a los objetos. Tengo adicción a la vida y eso me perturba, me golpea en la resaca de estar despierto y en la embriaguez del sueño. No ser nadie, ni acaso para mí, me aviva las ganas de no existir o, más bien, me pone absurdamente en la idea de qué habría pasado —y para quién— si yo nunca hubiera existido, o si mañana mismo, en esa edad peligrosa, no existiera nunca más. Ah pero siempre seré yo. Siempre seré éste marcado por la niñez y la moral que aprendí desde el nacimiento. Aun si estuviera loco, mi vida sería tan elocuente en mi locura y tan consecuente a mi violenta historia que igualmente sólo sería lo que estaba dispuesto a ser (y los zapatos de gente continúan bajando las escaleras sin que pueda ver sus cuerpos, y los pájaros trinan, invisibles).
La adormidera del opio sigue y ese seguir en realidad significa que ya no sigue nada. El tiempo está detenido. Y paradójicamente no sé en qué momento todo, agujero y palacio, pisadas y trinos, sucumbió de mí y ante mí. Eso es. ¿Cómo fue que todo se me ha desnudado en el escenario? ¿Fue la idea de la muerte? ¿Fue voltear a mi infancia y no ver sino tumbas y precipicios donde cayó todo cuanto amaba, o más bien, todo cuanto iría a amar? ¿Fue darme cuenta de que el impulso de la vida es mil veces mayor que la vida misma, de que encerramos en cuerpos marchitables las bellezas más perennes y frescas, y de ahí procedió todo lo triste, todo lo claustrofóbico de mi ánimo?
Si el tiempo siguiera detenido ocurriría la ternura, conocería la calma por siempre como si fuese un muerto que sabe que está muerto. Si el tiempo se detiene soy consciente del infinito: una palabra gira sin acabarse, un árbol visto en la ventana es una pintura que interrumpe el viento, la música vibra y flota, una mujer me cura la herida sangrante que tengo en un brazo, y hay en esta imagen y este gesto un dejo de cuidado, de asombro en sus ojos que me conforta; ella me cuida algo asustada por mi carne abierta como una madre sorprendida por la sangre del nacimiento. Y yo distingo en sus ojos fijos en los míos el amor en cada una de sus formas, y de nuevo me sé animal, padre y hermano; me sé también niño, amigo y cómplice. Si el tiempo en verdad se detuviera no existiría inquietud porque no la escogería para entonces. Preferiría una contemplación sin final a este averno dantesco en que yerro: quien duerme a nuestro lado acaso no se ha dado cuenta de que aun dentro del sueño estamos todo el tiempo aliviándonos de nosotros mismos con los ojos abiertos. Soñar y estar despierto. Tal es la misión del fuego-piloto.
Apenas pienso esto, el tiempo cae en mí como avalancha, como lluvia de piedras de los hechos: ¡todo está pasando! Sin embargo, algo dentro de mi pecho permanece siempre caliente. Está ocurriendo todo menos algo, algo que se estanca en mí, en mi pecho, aunque me halle feliz o tierno o digno —pues es cierto que el despeño no impide mi sonrisa y que no hay masoquismo en vivir juntas mi alegría y mi desesperanza—. Y está ocurriendo todo menos algo, algo que no desata el futuro de tanto que me pide cinco minutos más de atención, como el pertinaz dedo en la espalda que me distrae justo cuando estaba a punto de abrazar a alguien, de entregarme en un beso o un olvido, como cualquier súbito imprevisto, una emergencia por cumplir que no es más que una zancadilla del destino. Esos cinco minutos más de sueño dormitando cada mañana al reloj de mi vida se han convertido, en mi edad, en los cinco minutos que no puedo dar un paso adelante de mi tiempo. Y cuando quiero ver de quién eran esos zapatos y esas piernas que bajaban los peldaños, cuando quiero voltear a mirar los pájaros que escucho, me parece que desatendiera algo muy grande que no veo, que es al fin todo cuanto me engaña, el calor en el pecho de estar despierto, sin sueños, deseando abandonarme a todo lo que me habla, confiado, creyendo que todo lo que ocurre en el mundo es tema de mi vida, que si el cielo oscurece yo oscurezco, que si hay una silla en medio de mi senda yo me debo sentar, que debo en verdad culminar esos abrazos y esos besos, que tengo que registrarlo todo para imposiblemente vivirlo tres veces: sintiéndolo, creándolo y volviéndolo a sentir. Pero sé que quien vive de recuerdos se queda sólo en ellos, que los viajes al espacio de los recuerdos son viajes únicamente al tiempo de los mismos. Sé que es imposible recordar y crear y recrear las memorias de simultáneamente. ¡Y por qué entonces desear imposibles!
Pensé que eso a lo que llamo ‘mi vocación’ me traería la respuesta, que la idea del arte, de su búsqueda, aliviaría mis delirios; pensé que la poesía me haría caber en el mundo, que me ofrecería un sitio, un lugar tan sólo para andar, aunque no estuviera a salvo. Pero no ha sido así. Las ideas poéticas nunca me han dado tregua, y sí en cambio más de esa sangre que oigo en el corazón, de ese pulso inestable que satura mis sienes en un vértigo de vida y de muerte. La poesía no sale ni hace salir de la inquietud de la vida porque la poesía es justo esa inquietud, ese escalofrío y esa angustia venida de sentir a tope la existencia.
Entonces me resigné positivamente, acepté el incendio de mi alma y decidí de nuevo abrir los ojos. He tratado de hacer poesía como un niño muerto de fiebre, un asesino que se cree a un tiempo demonio y fantasma, un animal sin moral alguna o un redentor en una isla desierta. “Ya sólo seré yo”, ¡qué frase tan barata escupen ahora hacia adentro mis labios cerrados! Estoy tan desnudo y confiado en el mundo que la crítica de mí es ya inútil, como yo mismo me siento ahora: inútil y orgulloso. Ya no leeré El Mercader de Venecia, ya no hablaré alemán, ya no seré el padre joven y camarada de sus hijos, ya no creceré cinco centímetros más, ya no tendré un caballo negro… Pero asimismo ya no veré quien viene o venía sobre sus rodillas bajando las escaleras a mi derecha, ni cuáles eran esos pájaros que ‘me hablaban’, y más todavía: ya no seré yo siquiera un pájaro u otro hijo de alguien o un caballo negro o un par de zapatos. Ya sólo seré este que despertó, este que se quedó descobijado en su edad relativa, cuyos años vividos no importan tanto como su “puesto” en la conciencia: por ponerme a pensar se desnudó mi pensamiento: “me he puesto, solamente me he puesto”.
Seré consciente del piloto de mi flama aunque padezca frío por fuera, seré consciente de la mesa en la que giro escribiendo cada vez más rápido hasta morirme de vértigo. Opio y cafeína de mis días que aletean, agitada quietud que me da un nombre. Distinguiré aun en sueños esa calma que no tengo, como un planeta que bulle secretamente en su seno, extrañaré el futuro que quedó inaccesible en la repetición de mi experiencia, echaré de menos ignorar mi sangre, añoraré ser otro, materia misma de sentimiento y de cuerpo en un todo, y no tantos como he sido y como irremediablemente seré en adelante: “ya sólo seré este que voy siendo”.
Me gustaría callar aun después de los puntos y los párrafos, de los breves paréntesis que el silencio abre en mí. Pero mi silencio total es imposible. Tengo miedo de estar vivo. Soy el que se ahoga y manotea inquietamente el agua buscando la superficie de la vida.