DESVELADO
Jorge Santana
Hoy tengo sueño con cansancio de existir, de llevar en mi cuerpo la vida. Es un aburrimiento de ser quien soy, de haber hecho acopios en tan mal momento: desvelado y solo. De buena gana estaría alegre enseguida, pero me estoy mejor así, cansado y sin querer dormir, conociendo a fondo un sentimiento del que no desearía caerme más. Por el capricho también se llega al gozo. Escribir mantiene las ganas dispuestas y eso basta. Escribir es útil, me repito. No estoy para tarjetas de convalecencia.
Luego de un mes de vacaciones de un trabajo antiguo, monótono y no digno de describir más allá de su función como sufragio del alquiler de mi casa, supuse que hoy en la mañana reanudaría, que el descanso había terminado para todos y comenzaba un nuevo ciclo laboral. Un mes de desparpajo terminaba, de levantarse tarde, beber vino, engordar un poco y gastar. Al llegar a la oficina por la mañana no me sorprendió verla cerrada. Un mes es suficiente para hacerse otra vida, para olvidar o al menos equivocar las costumbres.
Anoche estuve mirando por la ventana más de lo normal, perplejo: los charcos frescos, mudos, los edificios viejos pero mojados en piadoso derecho a rejuvenecimiento, a su restauración de colores y a la fiesta de chorros vigorosos por sus canaletas, vi un letrero que parece de un cine y no es de un cine, vi las enormes letras que alguien pintó en el pavimento al pie del edificio: «te-amo-Ana», recordé también aquel hombre vestido de gris recargado un buen rato enfrente contra la pared gris y que no se hizo visible sino hasta marcharse, papeles en el aire, ramas que caían…
Cosas así me extraviaron. Había llegado tarde a casa luego de ver una película sobre un escritor de mi edad e inédito igual que yo. Mientras seguía su evocación vino esa lluvia fuerte, una lluvia que todo lo jalaba hacia ella. La ciudad enmudeció, me convertí en silla durante horas y casi en la madrugada un amigo tocó a la puerta. Horas antes, durante la tarde, me hube llenado de coincidencias numéricas: onces y ciento onces por todas partes, números uno, casi viniendo como los unos de la lluvia, en letreros, fachadas, placas de autos y camisas; curiosa manifestación de intrascendencias queriendo decirme algo que estoy habituado a no entender más allá del mareo, del favoritismo ingenuo, como un niño que cuenta los autos rojos que pasan, o bien, que reza en lucha por no quedarse dormido.
Mi amigo vino a leerme sus poemas, la mayoría hablaba de la vida del poeta. Parece que esta forma de escribir ha agotado los verdaderos temas. Leímos y nos reímos con consuelo. Bebimos un par de cervezas, bueno, yo me terminé la mitad que dejó, y al fin se fue, pues no quedaban muchas horas de oscuridad y yo debía dormir un poco para confiar de nuevo en la vida, para olvidar el cansancio, la lluvia y dejar atrás mi susceptibilidad, mi aburrimiento, pero, sobre todo, abandonar esta terquedad por la poesía y lo poco que puede cuando el alma bosteza.