CUIDADO
Crecí pensando que todo iría de mal en peor. Aunque creo haberme eximido de ese hado, su miedo imbuido se me convirtió años más tarde en tremendos ridículos. Se me advertía, por ejemplo, que si oía tanta música a todo volumen o veía muy de cerca la pantalla (como hasta ahora hago) me quedaría sordo y ciego a los dieciocho. Ahora tengo el doble de esos años y mis sentidos están ilesos, más educados y agudos.
Sin embargo, como un loro, hube de repetir tanto a los demás, sobreprotegiendo lo que en mí fue igualmente prevenido, en mi incipiente carrera de inspección de seguridad: “mucho cuidado con el mar, la bicicleta es peligrosa, ayer se mató alguien patinando, jamás juegues en la calle, no te asolees, te vas a ahogar con bocados tan grandes, si comes demasiado puedes morir de pancreatitis, no andes sin calcetines, no voltees la tortilla con los cubiertos, queda prohibido subir los pies a la mesa, no azotes la puerta del refrigerador, no eres el único para usar tanta pasta dental, no te duches más de cinco minutos”, etcétera.
Cuando no sin cierto ocio vuelvo a compendiar los rigurosos comentarios con que fui marcado, me doy cuenta de su enorme huella en el presente, mi actual e indeseada rigidez y su tragicómica estancia en mis pequeñas pero al tiempo profundas vergüenzas e inercias, su falta de consideración para el considerado mundo de la infancia, pues para muchas cosas no se deja de ser niño, y la sospecha de un daño ante un centinela se vuelve una superstición, una idea fija: dura regla de Dios tan cerca de las historias olvidadas de nuestros padres, y una de sus historias una vez fui yo.