GRACIAS, RIMBAUD
Aplicar los conocimientos nuevos a los quehaceres viejos para decir mejor las mismas cosas es aceptar la vida en un laberinto sin fin. Escribo esto en dicho laberinto con la esperanza de que registrarlo por primera vez me ofrezca portentosamente una salida. Si es así, es posible que vuelva aquí para tachar que el laberinto no tenía fin y acepte simplemente que sustraerse de los vicios del lenguaje no fue tan provechoso como ahora creo y que aplicar las pericias apenas uno las posee, las desacredita en tanto a posesión y en tanto a pericias, de igual forma que el que dice la palabra ‘silencio’ detracta en ese instante el silencio. Y si eso es cierto, es posible también que este laberinto, aun siendo eterno, tenga en efecto salida o no sea en sí un laberinto salvo para quien lo lee.
Dijo Blake: “antes asesina a un niño en su cuna que alimentes deseos que no ejecutes”. Pero ¿qué diría ante ello un real asesino?, ¿ o tal vez un asesino de la poesía?, ¿y a eso, qué habría agregado Blake?… ¿Qué podría desear yo si reconociese que la no-consumación de mis deseos ha sido hasta ahora la justa suma de mis deseos y que decir una y otra vez la misma cosa de modo distinto es el móvil verdadero de mis días, custodiados entre el sofisma puro y el sofisma de lo que llamo poesía? ¿Qué habría que agregar para quien su cometido es prolongar el celo de una muy larga espera?
“No hay obra más larga que la que no nos atrevemos a comenzar; se vuelve una pesadilla”, repuso Baudelaire. Lástima que ya no se le pueda hacer opinar acerca de lo que uno no se atreve a terminar o si pretende que la obra sea en sí una forma de pesadilla. De todo esto queda un dejo de dulce naufragio, de vejez. ¿Cuánto duran los sueños y en qué tiempo se los mide?
Tomo mis vicios del lenguaje como los vicios de mi vida. Es un reconocimiento al menos equitativo. ¡Cuántos de los desenfrenos a que me he rehusado no han sido sino llanas faltas de atrevimiento, baturrillos y palabrería en la necia sintaxis de mis días! ¿Qué es hacer algo “de la mejor manera” si el tiempo demuestra no ser perfectible y sólo es la entropía la que hace que veamos el mundo de modo distinto: morderlo, confundirlo con nosotros, llorar por creer que se va, enviarle flores, tomarlo por asalto, pedir su mano, escribirle una carta, dedicarle un libro, pedirle que nos acompañe a paso lento en un parque en otoño o bailando agitado en un rave a las afueras de una ciudad de Europa, colgarlo como un cuadro, rezarle, desgarrarlo, morir a su lado, convertirlo en un sitio de internet? ¡Cuántas veces por una moral tenebrosa y enquistada en la costumbre no me he negado a algo que parecía gozoso!, costumbre con que me hago lugar entre todos bajo una apariencia de salud. ¡Cuántas veces no quise mandar todo a la mierda y sin embargo me quedé a reescribir y a borrar la palabra ‘m-i-e-r-d-a’, a colocar miles de veces el último naipe que nunca logró coronar la pirámide, cuánta gente quise hacer a un lado de mi vida mientras yo mismo les compraba en el parque el mejor ramo de rosas!
William Blake, Charles Baudelaire… ellos dijeron lo que podían decir, profirieron el ‘silencio’ sin que nadie los escuchara, y lo crearon. En cambio Rimbaud se vació y no dijo nada más; un buen día se marchó de la república de la escritura y de la que fue su tierra para siempre. Dejó el apellido por el don del señor simple, señor Arthur, señor náufrago, señor extranjero, señor vecino, señor nadie, señor comerciante de armas, señor perdido y libre. ¿Cuál es la tierra de uno? Apuesto a quien sea desde este laberinto que él lo disfrutó.
Hoy estoy más cansado que nunca, una idea se sublima desde mis huesos al aire de mi casa, lenta, pesarosa. Y creo en ella. Esta vez me ha costado un esfuerzo colosal no poder huir de mi vida y tener que consolarme escribiéndolo, llegar de la calle a mi casa sin otra jornada a cuestas que la de haber pasado seis horas insípidas en una oficina insípida, caminado un par más y tomado café en completo silencio mirando el mundo como si hoy hubiera nacido u hoy fuera a morir, haber esperado el saludo de quien paso junto a mí y me ignoró por completo, haber abierto el día con una idea a bordo de una palabra que creí reveladora para obligarme a cerrarlo, ya de noche, desnudo en la oscuridad de esta alcoba con alguna frase que aún no adivino y que, más que estar en el repertorio del lenguaje, es un fantasma de debilidad, un tedio apenas nuevo por admitir y al que una vez más tendré que dormir, sedar su ánimo conmigo, sin preocupación, saboreando la luna que podría aparecer pero no aparecerá en la ventana, y agradecer de nuevo a Rimbaud, y a tantos otros zozobrados voluntarios, haber renunciado a ellos mismos sin morirse, y al enorme peso de tener que agregar algo bajo un absurdo compromiso con la literatura, llevar sus nombres en un rezo de adoración por completo humana y, por lo tanto, posible en alguna de mis instancias mentales, acostarme al fin para garrapatear a oscuras en un trozo de papel el primer verso de un poema que nunca me senté a escribir, que tal vez no vea la luz nunca pero que tampoco olvido:
“Se va otro día adonde no sabré”.