EL CIELO DE HOY
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Convertir todo mi aburrimiento, todo mi agobio en letras, es el reto de este instante. Escribir mil veces ‘polvo’ hasta que el polvo lo cubra todo para pasar el dedo por él, o soplarle, y así reconocerlo. Porque estoy a punto de que mi realidad sea estas palabras, vividas en la gramática del propio aburrimiento, idioma en que habla la tristeza. Y mi sentir, vocablos o verdad, hoy encuentra sinónimos fugaces y casi imposibles, reescritos en la distancia o borrados por el atardecer, cuya creciente oscuridad incita a inventar cosas que vuelan: frases anotadas en el cielo como globos a gas, como aviones y aves que hipnotizadas de tanto horizonte convocan la vejez.
Estos juegos inalcanzables poseen las epopeyas, los cortejos titánicos que hoy faltan en mi amor, eso que la sangre de mi adolescencia devorara hasta agotar, tan al fondo del instinto que no se saben ya recuerdos. El cielo de hoy, el cielo de hoy en mi corazón, color oscurecido poco a poco, no del todo por la noche, sino por la ceniza de otros días en que, siendo niño, miraba el mundo tras una ventana esperando a mis padres, a que vinieran, o a que no regresaran más, y yo pudiera quedarme ahí hecho de vidrio, como una copa, como un caleidoscopio vivo. El cielo de hoy fundado en otros días, en un tiempo en que la inmensidad peleaba a muerte con mi pequeñez, con mi inocencia, al punto de arrastrar el sol hacia una noche última y reducirlo a una flama, como un pez que muerde el aire arrancado del mar.
He caminado durante horas, he visto a la gente, me he detenido en ella, en la luz de las fachadas hasta donde la discreción y mi timidez de existir me permitieron. He doblado en barrios hermosos y pobres, o mejor sería decir, bellos por el atardecer, pero maltrechos de años. Y ahora veo que la ciudad promete algo que da raras veces: la trascendencia del actor ante un gran público, el azar de un amor que vuelve posible por un instante lo imposible y la sonrisa que uno necesitaba hace tiempo, aun si la tuvo apenas ayer. Y porque el ayer en la ciudad no existe, de no ser por estos vecindarios y estas caras que nutren el solipsismo de los perdidos, la desazón que de regreso a casa trae a los ojos el calor de una lágrima.
Llega otra lucha entonces, el desnudo regreso a mi vida, con el cansancio de la pasión y del fracaso a cuestas, algo de todos los días conocido y sin embargo cósmico, el cielo de hoy en el cielo de mi casa y la batalla porque esa lágrima no brote, no ahora que confío en un amor, pequeño pero creíble; la superstición de una caricia fantasma al batir de la puerta, al ruido de los muebles que se reacomodan para callar de golpe, y como si yo fuera una carta sorpresiva deslizada bajo el umbral, aunque no tenga firma ni letras, y en su papel vacío uno imagina la escritura de todo lo que quiera.