RESACA DE OLVIDO
Jorge Santana
La traición que mató mi alegría… ¿Fue en verdad traición? ¿De quién?, ¿de los demás?, ¿de la vida? ¿Fue en verdad mi alegría? ¿Fue una muerte, una caída irrevocable? ¿Es esta otra pregunta imposible o será que concluyo algo demasiado general para el momento? ¿Cuánto valen mis dudas? ¿Es la soledad una traición a la compañía? ¿Lo es en sentido opuesto? No creo una ni otra cosa. ¿Puede creerse todo? La duda vuela y vuela sobre mí, me incomoda. No me gusta esa clase de insecto… ¿qué puede gustarme?
A veces me siento un farsante en mi propia vida, no reconozco mi voz ni la utilizo, llego a creer que mi verdadera voz se confundiría más bien con un rezo, oración de fondo como de ir entre pensando y hablando solo, de entre dirigirme a Dios y moverme sin fijar la vista, monólogo asentado en la idea de una compañía tan íntima que no podría ser sino de Dios y ya; nada de amor con nadie, nada de autoconciencia. Y en la ducha o caminando solo, de madrugada y por irme a la cama, no hay otra cosa que esa verdad, así sea una verdad detractada en arrepentimientos, quejas y culpas, y en ella mi alegría resucita: bailo solo y canto, doy un salto y me pesco de un tubo calado en las paredes del pasillo, cierro los ojos y río como sabio e idiota, soy consciente de mí hasta donde puedo, me sé vivo, todo es saludable, presente.
Cuando estoy solo en casa (siempre estoy solo ahí), hablo. Lo hago conmigo y también con Dios, aunque a veces no abro la boca. Es una unidad sin confusión. Me dirijo a él y a mí como si de tres personas se tratase: él, yo y mí. Antes de decir nada pronuncio invariablemente: “mi amor”, entonces abro la boca, así le hablo, me hablo y nos hablo… ¡Qué cosa! hablar solo como un loco, un loco enamorado de sí mismo, engolosinado por una religión profana que tiene por cordura el sentido de tres realidades; uno desde uno, uno desde sí, y uno con Dios. No hay respuestas. Tengo mucha ternura entonces. No hay paternalismos. Puedo ser tan grotesco y vulgar como nunca y tratar de cabrón a Dios en mí o a mí en él, y cosas así… “Mi amor…”, mi voz —la voz— suena en la casa. Es de noche y supongo que algo se escucharía de todo esto, aunque fuéramos sordos.
Pero luego el sentimiento de farsa regresa desde una ignorancia natural, instintiva o antigua, siempre diferente pero siempre regresa. Debería salirme de donde estoy seguro, arrellanado, huir pronto; salirme, aunque crea ya haberme salido, a un sitio adonde no haya dirección impuesta ni tiempo para especulaciones. Antes me reprendía al sentirme o cobarde o actor. Me funcionaba como a los que no pueden llegar a su aposento sin haberse peleado en el supermercado por una fruslería. Sin embargo, mi castigo actual es no castigarme más. Es como pasear por las calles durante horas un empaque-basura en la mano sólo porque no hay depósitos públicos y porque una irrevocable conciencia de limpieza se nos hizo un día justamente al habitar una ciudad inmunda. Y algo falta: en cada sombra de quien camina veo un pozo, en cada piel una muralla y en cada mirada un niño: ¿cruel?, ¿curioso?, ¿inocente? Siento un impulso enorme de arrojarme a ellos y un impulso enorme de quedarme como estoy. Soy un anciano misántropo que morirá mañana y soy un escolar que empezará mañana su aventura de amistad en un aula nueva.
A mi izquierda alguien llama por celular: “¿dónde estás?”, pregunta. Sí, dónde está, pienso, dónde estoy, dónde estás, dónde estamos, ¿adónde nos lleva la disponibilidad de ser sin estar entre los demás, mitad carne, mitad fotografía, ecos, llamados, mensajes, recados, letras, recuerdos?… En una pared callejera un amigo leyó un grafiti en un muro: «me siento solo, me siento triste, etcétera». Aun a miles de kilómetros y a más de diez años esa frase ebria me convoca. Ese miraba en el muro una libreta. ¡Qué no daría yo por ver así una cosa en otra, por ver en ese muro la etiqueta de una enorme botella y bebérmela, por ver el mar en un charco de lluvias, el horizonte en las azoteas cansadas y pobres, la confianza de un amor en el olor de las tintorerías! No voy más allá de sentimientos y de utopías así. Mi calzado sólo abraza a mis pies, nunca a una flor, no puedo quitarme las manos como guantes. Y algo falta…
Vivo en el sentir como hacen otros en el conocimiento, o bien, como algunas ideas reposan sobre algunos objetos. Pero no más que eso. Un libro duerme en su anaquel, en pie, en diagonal o tumbado; yo me acomodo en tu tristeza despierto, perpendicular al dolor de tu timidez y a como sea que la acomodes, habito en el olvido feliz de los viajes y en los planes contemplados en una gran borrachera, cuando tu mirada se llena de horizontes reales y el nudo en tu garganta sabe a sal, un sabor definitivamente a ti, sabor de uno en todos y al revés, con el que se busca la mayor belleza en la vida inmediata y nos gusta lo que antes detestábamos y estamos prestos a escribir en un muro, a amar a quien sea que nos mire y emprender todo intercambio necesario: una gente por otra, sentimientos por cosas, cosas por otras, gente por ideas, etc. Y pensamos entonces las macetas de flores en zapatos, las manos como guantes…
En las costas calientes la gente ríe y canta más que en las montañas. Habría que visitar unas y otras alternativamente para ver qué pasa. Calor y frío, prosa y verso, pensamiento y sentir. Hay pueblos en que todavía se hablan todos de usted y no obstante están colmados de confianza, lugares en que se usa muy poca ropa y la gente te toma del hombro cuando te habla y los rostros se acercan a punto del beso. También hay lugares fríos donde se antoja quedarse a renacer constantemente, perdonarse y crear en silencio, ponerse a la ventana y ver en la nieve la difícil dulzura del mundo. Habría que hacer lo que hacen unos y otros, pero encontrarse en ello. Como en las palabras, la imitación también debe de abrir una puerta.
Así, me busco color en el color de otros. Si espero durante minutos un convoy que no llega y el andén del metro se empieza a llenar, curiosamente, en vez de intentar otro medio para irme, me quedo. Si todos esperan yo también sabré esperar, una puerta al fin se abrirá de ello. Jamás haría sonar el claxon en un día sin prisa aun si delante de mí condujeran muy lento en la calle vacía. Me hago ese tipo de fetiches: el que va adelante tiene razón. Yo no quiero tener razón ni ir adelante de nada. Hacerlo me daría flojera o más bien me inquietaría. Ocurre también con las cosas. Cuando pierdo algo, no lo repongo de inmediato, sino que mantengo un luto provisional de lo que eso servía a mi costumbre: no oír música en la calle por un mes si perdí unos audífonos o comer pan frío por un tiempo si el tostador se averió…
Esos puntos de referencia refrescan el ánimo. Fuera de ellos me perdería en un rigor absurdo o en el desconsuelo. Cierro los ojos. También cerrándolos me pierdo otra vez. Ya no deseo encontrarme. Lo comprendo. Y siempre algo falta.