Amar

Amar

Jorge Santana

imágenes: G. de Chirico, L. Barragán y J. Turrell

 

 

Valga esta trampa, este anagrama en la lógica de las palabras para dilucidar un sentimiento: el amor no se enseña, pero sí se aprende. El amor es la verdadera lírica de la vida. En rigor, se ama de un par de formas: en efecto y defecto. Se ama en lo viable o en lo lejano, en lo que es de la piel o lo que es de los sueños. De esta apuesta hay variantes de suerte, de salvedad, cuando se ama lejos lo cercano, y al revés; o bien, si se ama en las medianías: a todos como a alguien, o a una idea como a una persona, pues el amor a una imagen, a un recuerdo o a un muerto, son clases genuinas de amor.

Y es de aquí que recojo algo con todo su peso: la impresión de que amar me será difícil siempre; de que mi amor de los sueños despertará a mi amor de la realidad antes de tiempo, o de que uno pondrá a dormir al otro y algo muy grande, pero incompleto, se me revelará en ellos por haberlos confundido con la vida; y la impresión de que la desconfianza que esa vida inculcó en mí para vivirla no me dará un respiro, aun en mis alegrías, porque lo que supongo haber aprendido al respecto cabe en la máxima autoformulada de que el amor debe ser una consecuencia de integridad, de gracia, de coincidencia, y no de otra cosa, que no me resultaría honesto amar desde la cobardía o la confusión, mía ni de nadie, de que el amor ha de ser algo más fuerte que todo eso, aunque amar, paradójicamente, me haga débil también.

Por eso, al borde del amor, me detengo a hacerme una pregunta que es mitad digna y mitad estúpida: ¿estoy preparado para amar? Si estoy triste, sé que no quisiera amar triste, que no quisiera amar con pesares, con la vergüenza de no haber sido quien deseo, como alguien que vive en una habitación minúscula y no puede recibir visitas. Por otro lado, hay tantos que se tragaron el amor sin darse cuenta, quienes ya no ven más el cielo de tanto decir mi-cielo, de usar la forma del amor como moneda y de esperar en ella un milagro.

Ni ganancia ni bálsamo. No estoy dispuesto a aferrarme a un amor en ningún naufragio. Y si me he detenido a pensar esto, mejor será de una vez detenerme a observar ahí donde los ideales ya no ajustan, no en la queja de otros, sino en el universo interior, sin complacencias. A fin de cuentas, siempre he sido más feliz después de detenerme, es decir, cuando no me detengo. ¿Por qué, entonces, la insatisfacción?

 

Me pasa que espero de los demás garantías sentimentales que no existen. Los sentimientos tienen arraigos, no condenas, y por más que me dé de topes, no es posible hacerme de un cariño ni eterno ni incondicional de nadie; es posible sin embargo sufrir por ello. Si diéramos la vida con la condición de que nos la dieran otros, la vida entera sería una mentira, y aunque se halla cerca de serlo, la salva el azar y lo voluble de nuestros ánimos, incluso el error de creer en sus retribuciones y ataduras.

Los sentimientos hacia otros son semillas que el corazón siembra en nubes, formas que los demás miran y siguen a veces. Son reales, mas nada las sujeta, cometas de cuyo hilo no jalamos jamás.

Tan pronto sueño con un amor, siento el espíritu de su entrega inusitada y existo y escribo para alguien que hasta entonces es sólo una espera de mujer, algo por venir, un ensanchamiento en mi pecho, nutrido por un aliento más hondo y una mirada sin límites: el mascarón de proa que guarda la nostalgia de los viajes por hacer.

Cuando me toca entregar todo, sé que moriré de mí mismo. Esas nubes que una vez solté las hará llover alguien en tormenta, y algo de esa mujer real irá amando y liquidando en mis sueños; sé que amaré otra vez, y demasiado, y que por más que sea la fe de mi emoción, algo significativo no será retribuido, por más que quiera asimismo olvidar la recompensa, como si el amor me comenzara por una suspicacia indiscernible, y la historia de cada una de las frustraciones, cuya suma me permitió seguir adelante, me anclara el tiempo en un fango sin horizontes, lodo conocido, amnios de mi dificultad adulta para renacer en un olvido saludable del que se pueda empezar mil veces.

Es una persuasión del alma que se incrusta en mí. De ahí preferir lo que más promete sobre lo que modestamente planta su sinceridad en el presente. Luego ese presente deja de serlo. Creo ciegamente en las promesas y esa ceguedad me impide a su vez creer en quienes las hicieron, como una confianza en la forma ante la que no interesara la estructura, arquitectura del aire o música desentendida de sus instrumentos.

 

No puedo dejar de insuflarme que amar es así, ni de seguir aprendiendo del amor justo eso que, fuera de mi extraño entendimiento, resultaría por completo imposible de ilustrar, so pena aun de enviciar, de pervertir.

No puedo evitar ofrecer lo que necesito para luego solicitarlo en una proporción parecida, en nombre de cuanto me trastocó la humanidad, confiado en el color de mis días: ofrecer toda mi infancia, para pedir una vez una caricia al dormir y sentirme aún niño, o toda mi locura, para luego jugar a cambiarme los nombres con quien amo y cantar y bailar ebrios y desnudos, mereciendo mi propia extravagancia y haciendo de los días el teatro de cuanto quiera, promesas importantes para mí, lanzadas a quien amo, pero a cuya respuesta, tal vez por no padecerla, taparé un poco mis oídos.

 

 

Jorge Santana Dingbat

Acerca de Jorge Santana

Mi cuerpo recuerda lo que mi alma olvida. Mi alma recuerda lo que mi cuerpo olvida.

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