CUATRO TREINTA Y CINCO
435
Escribo porque me faltan momentos verdaderos para que llegue mi voz. Escribo todo lo que no me atrevo a ser o no puedo vivir enteramente. Y si una vez relaté una osadía, sé bien que mentí, que perdí el tiempo. Si alguna vez o mil me arrojé a ser feliz, y lo fui, no lo dije. Me ocupa más bien lo que no me dejó decir, aquello que pasó y de lo que quise siempre algo más. Es casi un arrepentimiento, un pendiente hecho fanatismo y luego recuerdo, un pez fuera del agua que coletea todavía en mi ilusión, espíritu de la escalera que me asfixia a solas con las respuestas que no dije a tiempo, y en que hoy me trago mi más ingeniosa y profunda verdad.
Escribo por todos los te-odios y te-amos, por los perdones y condenas que no volví oportunos, por lo lento que soy para hacerme la vida y entenderla sin el oscuro pizarrón de mi tiempo en silencio, porque nadie me ha esperado ni un minuto ni un año a que le ponga en frente la flor o el tumor de mi sentimiento, y se lo ofrezca. No es consuelo, no es lástima. Es no tener suficiente lugar en el presente y saber, por tanto, que un ahora es para mí un después.
Una vez siendo niño, alguien me regaló un tiempo que parecía común, un reloj de cuerda con un muñeco que marcaba las horas con sus brazos y cuyo ángulo yo sabía descifrar bien a solas. Un día un hombre en la calle me preguntó: “niño, ¿qué hora es…?” Se desató en mí una emoción inesperada. Me quedé pasmado. Era la primera ocasión que un desconocido me hacía una demanda tan importante, una consulta de la vida real. Y a pesar de que vi la hora y la supe, no conseguí expresarla por ansias. Titubeé, reconsideré y sin querer dije una hora equivocada que el hombre no creyó. Y continuó su camino, pero yo azorado me puse a perseguirlo un par de cuadras, corriendo terco con los ojos clavados en mi reloj en alto… había pasado un minuto: abrí la boca y lo volví a hacer mal. Y él se marchaba igual que un padre indiferente. Yo no pude decir nunca qué hora era. Y cuando al fin la grité correctamente, él ya estaba lejos. No había nadie. Y aunque lo comprobara más tarde, no exagero al decir que ese día me supe huérfano.
Escribo justo por la orfandad de algo, porque el presente es veloz y en él siempre me quemo. En cambio, en el papel respiro, existo. Entro, salgo, regreso. No tengo que reponer una verdad dudosa ni una hora correcta: el papel no tiene tiempo, no busca a sus padres ni corre ni nada.
Escribo porque hace mucho llegó el momento de hacerlo y lo reconozco ahora, en medio de nervios y de horas agitadas en la cama por no tener libretas disponibles mientras duermo y deba hacerme los sueños hasta otro día, para que por primera vez me sobre algo y eso sea algo bueno: amor de preferencia, caricias… aunque sé que me bastaría una sola mirada, un sonido de campana en la noche, una rareza compartida a veces, algo incoherente en que el tiempo no importe porque sencillamente no exista, como vivir en una imagen que un día pegamos a un cuaderno y en la que no hay palabras ni historia en reserva. Un mundo entero para callar y ser entendido, amado u odiado; asimismo un mundo para disfrutar, como se disfruta en silencio a la gente en una plaza, como se disfruta una locomotora en la distancia inerte del paisaje, como se ama o se odia lo que sea por reconocer que es suficiente, y el sol que sale o se muere no dice nada y uno halla en él las palabras precisas sólo para tragarlas, las halla para no decirlas y para hacerlas suyas por única vez, la primera y la última, y eso es la poesía.