Buenas noches
Jorge Santana
(imágenes del autor)
A veces no tengo más brío al fin de la jornada que ese que sólo permite, ya sentado al escritorio, tachar viejas líneas o buscar en internet cualquier tontería, digamos, esta vez, la palabra ‘mayonesa’, para saber que responde a la salsa medieval de la isla española de Mahón, a la que poco a poco se le suprimió la proporción de ajo hasta llegar a ser tal como la conocemos en el resto del mundo… Y no puedo entonces suprimirme yo las ganas de encontrar algo más ahí mismo, acaso el fantasma de alguien traído por teclear su nombre en el buscador: una vieja compañera de escuela o ese colega a quien no conozco y cuyos comentarios despertaron mi curiosidad, o bien, el esmerado artista de quien he oído hablar últimamente. No puedo tampoco evitar advertir las noticias de reojo y figurarme cómo le va a ese resto del mundo, donde la mayonesa no importa y está lleno de dificultad, enojo y sangre.
Además de todo eso, siento mi cansancio, y apenas me queda ánimo suficiente para encontrar una melodía como un cariño audible, necesario para la ocasión y hacerla sonar en el silencio. Es tan tarde que podría oír un solo instrumental, aunque por ahora sería mejor algo de Richard Hawley, y con ello dejar caer el telón del día, dar fin a una jornada extenuante, sutilmente aburrida, pero no indigna de grandes esperanzas ni, como es de verse, de reparos en el lenguaje. Ese extraño estado en que se sueltan las ambiciones y uno se sabe satisfecho en la vida al arrullarse por un programa de dibujos animados. Así se tenga diez años o cien.
Pero esta vez dejo con esfuerzo que esta obcecación por las palabras, esta labor de espía, descanse un rato o al menos distraiga su atención en ellas; y volteo a reconocer, así en canal, la vida; eso tan palmario que, una vez que la canción concluya, sé que no habrá más sonido que el de mi corazón, quizás el del agua para un té olvidado en la estufa que pronto hervirá hasta secarse y cuyo calor inútil deberé impedir.
Lejos de que suene a mediocridad, a un autoengaño, mucho tiempo me ha llevado entender el singular provecho de tomar lo que hay en el instante, lo que sea, y sin agitar nada, pues rara vez hay nada que merezca agitarse, de tomarlo y ya; así un día haya tenido amores, juventud y fortuna, y ahora no tenga otra cosa que este hipnótico intervalo de calma, algo que cabría en un vaso o en la llama orgullosa de una vela. Yo, que he tenido todo, hoy tengo sólo esto, un arroyo de palabras y esa lágrima heroica que resbala en la mejilla luego de ver una película donde todos apostaron su vida, y no pude más que rendirme al momento, en mi sillón cómodo y en la inutilidad de ser quien soy, lleno de sentimientos y salvador de nadie.
Y qué más da lo que yo tenga o lo que yo haga, si como ahora me cubrí de cansancio, entre lo anodino de una palabra antojadiza y lo exótico de una canción que con dificultad entiendo. Qué más da cuando a uno se le han resbalado ya todas las horas y todas las palabras, cuando uno se reconoce superficie en blanco, existencia en blanco que espera su arraigo transitorio, como cuando recogemos de la calle un pedazo de papel y, en lugar de descartarlo, lo doblamos a la espera de escribir en él una vez, de ensuciarlo con eso que de entrada sabemos desechable: una modesta lista de compras, algún domicilio o un garabato cuyo significado en unos días será ininteligible. Qué más da anotar lo que sea o escuchar con deleite algo que no entendemos, si mientras tanto se esfuma nuestra historia, sin saber lo que se borrará de ella para siempre, y eso al final es igualmente gozoso, porque se aspira a lo nuevo y verdadero, como las horas de mañana y sus misterios.
El olvido hace bien porque la vida es momentánea y trae frescura ignorar que empezó una vez, ignorar que, aunque la vida dure muchos años, terminará pues los años son momentos también. Y eso es considerable. El descuido de los actos no es distinto al de las palabras, a la confesión de cualquier culpa guardada sin más utilidad que la de martirizarnos. Y en un rezo, llenos de intimidad, nos purificamos con palabras antes de colocarnos en el trampolín del sueño, y de nuevo animales, de nuevo eternos, nos aventamos al vacío.
El tiempo, la comúnmente insidiosa idea del tiempo, es una dimensión cuya amplitud o estrechez soporto mejor en la noche. Mi mente está en blanco y la velada es negra. Todo lo que es, todo lo que hay, por insignificante que sea, nace. Una convivencia de emociones alegres y tristes, de trascendencia y ganas de amar, viene incluso en mis noches más solas. El hijo que no tengo duerme en su alcoba, y la casa toda se vuelve un barco en las tinieblas. Se trata de un viaje sin destino y a motor apagado. La promesa de costa es patente, pero es un indicio que deberá esperar. El cielo está bordado de estrellas y voy y vuelvo sobre fosas y arrecifes, tan sin tomármelo en serio, que eructo con discreción, aunque sé que nadie puede oírme. No tengo timón, pero subo los pies descalzos al escritorio, giro la lámpara hacia mis mapas y volteo a la ventana confundiendo las últimas luces del horizonte urbano con algunas estrellas soñolientas:
¡Allá lejos… allá!… ¿No sería eso que hay al otro lado, lo que fuere, un buen sitio para arribar y establecerse? ¿No sería uno de esos astros, un Saturno soñado, tal vez, un buen lugar para existir?, ¿y no sería hace un siglo la época ideal para saciar esta inmensa necesidad de fantasía y, entre terregales de islas ignotas, terminar en la alta marea de los sueños? ¿No sería mejor entonces pasar la vida bajo una lluvia fina y constante, o bien, entre el agua tibia de un lago sin límites cuya superficie, no obstante, rebasa apenas las rodillas?
…Y es que yo sospecho algo. Sospechar es mi verdadero verbo, con o sin morbo, con o sin dios. Y sospecho que entre todo esto se esconde un arrullo para despiertos, una resignación por ya nunca ser niño; se esconde un lugar de fascinación, como de ver el cielo desde una carriola, en donde el sol tiene un halo verde y sumergirse en una piscina es renacer un poco, un lugar en el que al agacharnos vemos caras en el suelo cuyas miradas son melodías, hay reflejos de cristal por todas partes y, no muy conscientes, desandamos la vida hacia el sueño original, un lugar donde espacios y emociones no saben de palabras.
Y si por un instante cierro los ojos, distingo un perfume, no sé qué tanto en la noche o en mi nostalgia; y hay en ello algo primigenio, que es el embelesamiento por las mujeres; algo de lo que no debo hablar fuerte, pues, de no tener tiempo de exponer, yo mismo arruinaría paradójicamente; condenado a la inmoralidad del sexismo, en esta época llena de etiquetas y de muy pocas sutilezas: hablar de la mujer en sinécdoque, referirme a una como a todas, o como algo, en un sujeto no muy claro, esencial pero sin nombres; yo, que para apagarme preciso de lo que no soy, del arrullo maternal encarnado en la noche, esa alquimia con que la luna se convierte en canto, así sea en mi escritorio de ciudad, ante una ventana o en mi lecho, que siento el arte como lágrimas, como oquedad atemporal que me vacía de ser un hombre, incapaz de engendrar si no es como pretexto, ávido de atención, de lucha y símbolos… ¿Qué haría sólo con eso? ¿Adónde más se hallaría la razón de hacer cuanto hago y sentirlo al fin de la jornada?
Pero toda noche tuvo por puente el día. Y en el curso de sus horas llego a tener amores injustamente desechables, cuyo acopio es ahora una recapitulación fugaz. Esta mañana me enamoré de la mujer que vi en el metro por un par de estaciones y, más tarde, de esa otra de quien sólo observé el juego de sus cabellos sedosos que dejaban asomar una nuca para adorarse; así, de lejos, sin que ella me notara siquiera; pues ya no me será dada la indiscreción, suerte de ausencia por la que juzgo conveniente no hablar de todo esto y, en cambio, sí anotarlo celosamente en lo asimismo desechable, junto a la palabra ‘mayonesa’ o a un nombre por olvidarse; para dejar las cosas así como están, con su clima amable, bajo lo verdaderamente mío. ¡Oh dimensión imposible, cuándo no te he de hallar!
Entonces caigo de mis metáforas, la noche deja de ser negra, y mi hijo que dormía y que no existe ha venido a avisarme que mi té se ha secado. Luego la otra metáfora que hasta ahora no advertía, la del mar y mi alcoba, se seca en la realidad también. Y como toda noche necesita humedad, supongo que por eso lloro un poco; sí, sólo un poco. Que nadie piense que llorar se compare a la plenitud de saberse perdido, ni a habitar el nácar anillado de Saturno, tan mágico como la distancia, tanto que es un exceso escribirlo, hoy que me reconozco agotado y hambriento; y sospecho que si busqué la palabra ‘mayonesa’ es porque quería dar lustre a mi bocado antes de ir a la cama para saciar un apetito inoportuno, quería que me supiera mejor de lo que iría a ser, como los niños que saborean su cereal por leer cuanto dice la caja. Aunque más que hambre, tengo ya sueño… He comido todo esto.
Escupo un adjetivo. No digo a qué me supo. Necesito una cuerda para el pozo del sueño. ¡Ah, pero qué hermoso era todo lo que mañana olvidaré por siempre! Y eso significa que el tiempo de nuevo se hizo conciencia y no queda energía ni para besarme la mano con la idea de nadie, ni escritura o perfume. Es tarde y estas palabras se me han vuelto un sartal de bostezos. Y con la paz de reconocer que algo así de mundano no es tan insustancial, puedo saludar desde aquí a quien quiera, para decirle por extraño que parezca: ¡buenas noches!, ¡buenas noches, hijo mío, papel doblado, mujer que amo, lector o lo que sea!