CLARO ENTRE NUBES
Jorge Santana
(imágenes del autor)
Escribo de noche y por el día busco una mujer, un amor que no existe hace tiempo porque algo que no olvido pudiera arrebatarlo en un momento y eternizarse allí, un tirar algo de las manos que demorase años en caer, un cambio a un canal fantasma de la televisión, del que la pantalla queda oscura devolviendo mi reflejo a solas y desnudo en el tapete con libros regados, cuyas páginas son blancas si no se abren, y blancas las dejo, atrapado en mi sombra blanquinegra, en el propio canal sin vuelta que es mi vida.
Poco antes que el atardecer silencie los ruidos de la calle, por un instante el aire cansado de la ciudad que dormía bajo nubes halla un claro, un haz de luz que la baña como en la costa, y su tono recuerda, a los que lo habíamos olvidado durante años, que el sol es de fuego: llamas que día a día hornean el pan de la tierra, los edificios cuyos muros se descascaran al soplo del potente amarillo y el bermellón seco. Un golpe de claridad desata el viento de muy lejos y hace que tras la ventana me dé en la piel con la cuenta de que he vivido una vida apagada, de que como esta casa, que es sombría, me he mantenido lejos de los lugares en los que el sol lo es todo y es loco y penetrante.
Entonces me dejo deslumbrar unos minutos con la última luz del ocaso, ese tipo de rayo que en las pinturas renacentistas tiene un nombre que nunca recuerdo y que hoy tampoco encontré en las enciclopedias, y gozo esa luz con una felicidad arrepentida, repitiéndome: “yo soy estas palabras y como ese rayo también existo apenas”. Renacimiento instantáneo. Una piel nueva, por fortuna.
Luego todo enmudece como si en las calles la gente que no veo poseyera mi miedo y supiera este asombro. Después, pero más lejos, entreoigo en algún punto alguien que le grita “¡arre!” al caballo de mi ánimo, caballo ya no sé si de palo o de carne, para que un día cobre su brío. Palo o carne. No sé. Quizá lo sepa esa entidad, alma o dios, que me ha hecho tan niño, a quien le digo “amor” cuando estoy solo, con la vergüenza de no sentir en esa voz la mía, de hablar tapándome la boca para ocultar mi muda de dientes de leche, ocultar mi pobreza ante otros niños pobres y resueltamente presumidos, como no quise ser y me obligaron a ser. “Marx fue el señor más inteligente del mundo… Mi hermano hace tres mil dominadas sin que se le caiga el balón… Mi padre inventó un juego y un suero para bebés enfermos…” Así que de todas maneras me cohíbo. Vuelvo a vestirme. Aviento un centavo a la calle desierta, un pensamiento estrepitoso y no lo oigo caer. Suena el teléfono y no lo contesto. Me hago viejo.
El día envejece también, se hará noche y yo buscaba algo en él. Por lo visto, los dilemas de hombres y mujeres no cambian con la edad: alguien que nos cuide, con quien nos hablemos como niños, alguien a quien cuidar. La vida me parece a veces la tragedia del sexo, obra escrita para el placer, pero rara vez llevada a escena. Como con un gran amor, me peleo con la escritura por no entenderme con ella; quisiera aprovechar mi soledad, concentrarme y escribir más claramente, eso, decir las cosas a la altura que las siento, o al menos conquistar un habla nutrida y con florituras justas, como los viejos en las cantinas del centro. Pero a este momento siento haber perdido de tajo las palabras y, con ello, su confianza. En ocasiones así parecería que las palabras no sirvieran de nada, que toda la escritura se hubiera vuelto una cantaleta, una fórmula demasiado cerebral y desabrida… El arte y el amor son la guerra constante ¿Por qué?… Da-da-da…
Quizá no esté tan mal de entre todo esto sentirse satisfecho. No dormir. Y, antes de despedir el día, apartar las cortinas y meterme tras ellas observando la calle desde la proa del barco de mi casa: Veo como cosa última un helicóptero persiguiendo una paloma. No es verdad, pero lo quiero pensar. Y seguirlos. Imagino, en otras geografías, un horizonte vivo, siluetas de caballerías, polvaredas de éxodos, caravanas en una línea agitada haciendo escritura de su marcha. A lo lejos el mundo siempre es mejor, todo parece amarse. Entonces la paloma sigue al helicóptero. Vale más que sea así. Luego quién sabe. Tal vez la oscuridad que pronto devorará la otra oscuridad de mi pluma no sea suficiente y deba escribir pronto que si así lo vi es porque así lo invento, que me quedé sin mujer otra vez, atrapado en el cristal de la tele apagada, y de nuevo tarde, entre papeles.