EL OLVIDO
Jorge Santana
(imágenes del autor)
Reconozco en mi desempeño un solo orden posible: la cronología. Únicamente el tiempo clasifica lo que deseo al grado de pensar que ni siquiera participo en ello activamente: lo viejo agonizante, el presente que quema y el futuro ciego. Aparece en el bolsillo de un saco desusado un trozo de papel con un número telefónico y un nombre. Definitivamente, alguien que conocí o me presentaron tal vez en una reunión, o bien vi en la calle, un conato de amistad, a lo mejor… El nombre, ¿qué me dice? Lentamente, algo mana de él, de su casi abandono a un recuerdo sutil. Luego, al fin, se va. El papel, ¿vale la pena conservarlo?, ¿es su hallazgo una implicación para mí, una coincidencia?
No juzgo. Lo que encontré luego de extraviarse es la salud de algo venida de esta especial manera de acomodar. Con la escritura es parecido. Nada perdido por tiempo atrás y que se haya acarreado al presente es realmente atraíble ahora, pues por algo fue que desvié su interés. Acaso de ahí viene guardarlo todo, una cosa encima de otra, conservarlo por una sobreestimación equivocada, por una promesa de importancia para ver qué pasa. Es una trampa, y si algo escapara de ella, sería sólo una pieza de otra cosa más grande, como tantas hay en el museo del aburrimiento.
Imaginemos una ventana en lo alto. Soportando su peso, algo está fuera a punto de caerse asido apenas al borde del marco, entonces le brindamos una cuerda sólo para entretenernos viendo cómo al fin se le resbala. Hemos dejado que muriera lo que podría haber pervivido. No matamos. Es más fácil dejar morir y cruzarse de brazos. Dejar morir no parece tener relación con matar. No es ni siquiera un linchamiento. Lo creemos así. Tenemos derecho. El olvido es el verdadero juez de toda historia. Algo ha muerto, algo se ha colgado o arrojado y, en vano tributo a su historia, lo sepultamos con la cuerda entre las manos a fin de darle una mortaja que recuerde la vida, aunque sea la nuestra… Y si marcamos el teléfono escrito en el trozo de papel, el timbre sonará para nadie, como dentro de una caja, nada más.
“Polvo al polvo”, dice uno; en cambio, lo muerto no dice nada. Aun así, lo ponemos lejos, no vaya a ser la de malas. El tiempo hace injustamente justo el mundo, lo hace como tiene que ser y eso nos faculta a enterrar todo. La vida se abre paso en la vida aplastándose como hojas que caen encima de otras.
Seremos recordados. Luego, invariablemente, olvidados. Las cenizas de muertos entre objetos de casa, la proximidad con las tumbas, el luto duradero, nos dan más un acento de muerte que de vida, porque la memoria de los muertos subsiste más al ponerla en la luz que lo nuestro, al ponernos en su sombra; un toque de muerte en la vida oscurece la vida.
No se entierra por la higiene de separar la vida de la muerte; se entierra para olvidar, si no se hiciera así, las tumbas estarían a nuestra altura y los que fueron un día recuerdos no se desvanecerían. Aún gritarían tantas infamias, ecos de asesinatos y desapariciones en el pozo, clamarían las familias que fueron borradas hasta el último fantasma por gobiernos brutales, nuestra propia infancia en su afán diseccionador tal vez nos torturaría. Aunque no lo queramos, adentro de la tierra no hay dignidad, no llega la luz ni se oyen las palabras.
La vida es sabia, en cambio, la historia humana demuestra que no ha sabido vengarse ella misma, que existe el exterminio mucho antes que el término y la desaparición antes que el alejamiento, y que lo que acaba por mano cruel nunca se hace justicia. Los jueces existen porque no hay justicia; los médicos existen porque no hay salud y los fantasmas existen porque no hay nada entre muerte y vida.
La muerte y la vida no son equitativas, sino hasta pasados muchos años, cuando una perdió la memoria de haberse manejado por la otra. Como la libertad, sólo lo que escasea reclama repartirse. Obra eternamente inconclusa, el pasado y lo muerto se sepultan solos, aun sin tocarlos. Se ordenan uno sobre otro, papeles viejos y amores a la honda composta del tiempo.