A la busca de un poema (2)
Poema y horizonte
Jorge Santana
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Quiero hacer un poema sin prisas, cosechar las palabras que por años sembré en mi carne y reconocerlas, tras haber recorrido un camino lento del dolor a la paz, desde la ignorancia adolescente de casi morir por indolencias, necio al amor, hasta el silencio de un hombre que hoy transcurre la tarde a la ventana sin expectativas, agradecido por no haber perdido la luz de la infancia ni el clamor de sus muertos, profundidad que solemos tapar con la creencia de una vida segura y orgullosa, viviendo por un nombre y alzando la cabeza.
Y es que las palabras que busco no son estrictamente palabras, y sí emociones que quepan en ellas, más cercanas a un pulso que a sonidos, a invocaciones que a real escritura; si bien reconozco que sólo puedo insinuarlo con un exceso de palabras por ahora, y eso es una paradoja que me queda por reconciliar. Acaso, contra mi intención, la persistencia de esta dificultad sea una lejanía; y digo ‘acaso’ porque el azar es distancia, porque sé que husmeo entre palabras cuando todo sería comunicado mejor en otros lenguajes, el de una caminata en compañía, la mirada recíproca, las caricias. Ciertamente una tarea dura a los desconocidos.
Hoy caminé por la ciudad de toda la vida. Arropado por su prosa, tiré por horas mis pasos en las calles, y por más que intenté sentir cosas nuevas afinando los ojos o reparando en la gente, nada ocurrió. Sólo noté el tedio de la repetición, el bienestar de un entorno decididamente escogido y el cansancio del cuerpo, nada más. Y pensé que, si no podía experimentar una sensación realmente diferente, tampoco me aproximaría a crear un poema que invitara a alguien a sacarse el letargo en que, sin darme cuenta, caí durante años, aunque de mi parte nada me lo demuestre y luzca pleno comparado a otras épocas. Y concluí que no puede haber horizontes en la escritura mientras en la vida se carezca de ellos.
A veces advierto en mí un estremecimiento como de otro mundo, una superstición, y siento miedo de no saber de dónde proceda, preocupado, toco mi pecho, desatiendo el presente y me sugestiono con imágenes de peligro y de muerte; o, por el contrario, sucede algo fugaz y maravilloso que me hace sonreír o llorar, como la mirada de un niño, el encuentro de un animal o mi gesto de gracia hacia cualquiera; pero es todo. Y aunque sé que en el fondo eso significaría algo más grande, mi alma no alcanza a quedarse ahí por más tiempo ni alejarse demasiado de mis cosas y mis costumbres.
Es como si constantemente dudara de mi valentía y, consciente de lo triste que fui y de todo lo que dejé de lado, me arrojara cada vez más afuera de mí, enardecido hasta recoger la belleza de una cueva en la que nunca he estado, donde se fue mi alma y, con ella, unos versos; esas palabras que serían la luz para abrirse paso.
¿Será que la poesía necesite la supervivencia para desatarse?… No lo creo. Tal vez la respuesta no esté en la superstición como en la percepción que da el silencio, es decir, en la resolución de un tiempo en que ni drama ni locura sientan bien a las letras y es hora de volver la vida un papel en blanco, por más rebosados que estemos de anécdotas, de lecturas, de escenarios y de personas.
Queda, sin embargo, una sospecha: a veces ocurre, un punto en que te detienes en pleno recorrido para deleitarte por los pasos dados y, más aún, por los que faltan, mucho antes de la idea de un destino. Y he aquí la menuda revelación de que la meta no es más importante que un intervalo de contemplación, que la indiferencia de un deseo caprichoso y torturador, que un trago de agua cuando estamos sedientos o cualquier gesto de gratitud.
Aunque una vida luminosa carece de metas, un poema es una meta más allá del tiempo, no está fijo, y a él llegamos continuamente, como las palabras que al ir amando repetimos en la canción que nos alimenta.
Ahora que quiero expresarme, percibo ruido, aburrimientos de otros, rumores y regaños de velada crueldad; ruido que anida en mí y opaca la atmósfera necesaria para afianzar la experiencia en lo que no es decible siquiera, en ese vacío que es la pauta para ocurrir. No sé si un día logre callar en verdad para formular algo genuino, sin esa interferencia entre la prisa por decir y la calma para apreciar los sentimientos. No sé si colocaré los silencios precisos entre unas palabras más cantantes que estas y si dejaré que un puñado de ellas encarne para otro el alma que he sido.
Los versos no son estados de ánimo, no se dicen con palabras raras ni bonitas ni hipnóticas; son más bien el resumen de lo ganado en la vida, y hacen tanto bien como un bocado en quien moría de hambre. Por eso es difícil enseñar o aprender la gramática de la poesía; pues se va de las manos y se desvanece.
La inspiración existe, pero no es tan transitoria como creemos, porque la verdadera inspiración es haber hallado un atrevimiento que, de creer en él, se deviene su feliz esclavo y, tras ello, uno jamás vuelve a sentirse solo, porque llegó al fin una causa que en adelante nos hará despertarnos temprano o retirarnos de entre los otros para rendirle tributo en el recogimiento; porque lo bello de las palabras está hecho de una gracia imposible de buscar, no aspira a captar la belleza de un paseo o la exquisitez de un sabor; esa otra belleza viene sola si uno se desnuda ante ella; no se puede practicar, ni afinar, no se le puede ensayar algo que valga la pena, y entre más se la pretende, más pobre y menos espontáneo se vuelve nuestro lenguaje. El lenguaje profundo parte de un vacío más grande, lejos de la ambición por inmortalizar algo o por embellecerlo; viene de un espacio de latencia donde se encuentran las palabras que lo equilibran, y que son elementales y poderosas.
Aun si una vez reuní unos versos, si una vez hablé con gracia y consonante a Dios, fue porque no planeé nada, porque no quise proferir algo que valiera la pena. Sólo contacté el silencio y lo mantuve un rato así; un rato en que me gustaría vivir siempre, y entonces las palabras vinieron solas. Eso fue inexplicable. Pero lo quiero.
Por eso, luego de haber visto tantas cosas, conocido tanta gente que atravesó mi vida como balas, recorrido con esfuerzo lugares con que un día soñé y que, incluso ahora, me resultan inverosímiles, como prueba de que los otros mundos existen dentro de este, quisiera hacer un poema que marcase una pausa en mi edad, como cuando pintando un retrato imaginario me aparto del lienzo y mis manos se detienen para descubrir que esos ojos ahí bosquejados ya miran y ya pueden habitar los sueños, porque se ha dado existencia a algo que, hasta hacía un instante, era mera posibilidad, algo que exigía tender un puente de la ilusión a la vigilia, una promesa para reconocer lo que hemos de ver en adelante, aun dormidos.
Los sueños son un arte mayor y, sin embargo, al salir de ellos sólo quedan esbozos mediocres. He soñado poemas mejores de los que jamás podría escribir, abrazado paisajes que ni siquiera supondría despierto; y es así que aspiro a un poema que me haga apreciar cosas sin tener que soñarlas, sin rebasar un punto medio entre mis tentativas y las palabras de otros que, hundido en mi peor desolación, salvaron mi vida; sí, una virtud ligera, de haber dejado mucha de la carga atrás, satisfecho en ese olvido en que, lleno de cansancio, te tiendes en la hierba y quedas contemplando el caleidoscopio del sol en las pestañas y la selva de venas en los párpados, y no piensas en nada, apenas si sospechas que eres algo parecido al concierto primitivo que atisbas: un ser más, colgado del azul del cielo, pintado en la tierra por un momento de gracia, una forma que se agita entre el suelo y el viento pulsando a su ritmo. De una manera no muy distinta, la mirada sería un clavado fresco en unos versos que salpicaran palabras memorables.
Y es que busco un poema que vuelva la vida eléctrica, que dé la sensación de que no es la historia lo que atraviesa las épocas; sino el presente mismo, en su tiempo líquido en el que hoy es siempre y siempre es hoy, tal como ayer y mañana fueron siempre hoy también, por lo que no vale detenerse en añoranzas ni deseos; un poema, por ello, lleno de cercanías, íntimo, como cuando se miran los ojos amados, sin preguntarse si se los olvidará un día, algo así de recogido y a la vez capaz de lanzarse lejos, de abrir la emoción hacia ámbitos sin medida, como el mar y la noche cósmica; palabras robadas del lenguaje de todos que consigan depositarse en otra alma y lleguen a su historia bajo forma de vértigo, como, cuando de niño, se visitaba a otras familias y, por excéntricas que fueran, se abrazaban sus costumbres, y estábamos dispuestos a cambiar toda nuestra realidad de un día a otro, toda la vida con sólo un leve giro de timón… Un poema que contenga esa urgencia por lo inexplorado, presentida en el ardor del rostro, en destinos y casualidades. ¿Con qué palabra lo empezaré?
No pretendo algo difícil. Esto que manifiesto no es un plan, mas sí el anhelo de alguien a quien le cuesta mucho salir de sus anhelos. Para entonces querré un poema libre de la sugestión de hacer esto y no aquello, en este discurrir que tanto me distrae de la belleza… Tengo impresiones de lo que podría ser; y sé que sueño con una forma fácil de recordar, conjuro de confianza y, al mismo tiempo, de lucidez y fantasía. En una escritura así, menos es más, y luego de un punto no queda nada por decir.
Si eso sucede, no sé cuándo, quisiera obedecer un dictado, cuyo mensaje acabe por devolverme la vida ilesa de cuanto me habría borrado de inmediato, ese instinto al que hago caso y me conserva en pie, jubiloso ante otros, sin perderme ni enfermar; quiero sentir mi mano dirigida en la escritura tripulando sorpresas hacia todo lo que amo.
Quiero un poema que sirva de rezo en la alcoba igual que al borde del peligro, que invoque milagros en el amor o el hielo, que desate una magia natural, como una vez de madrugada que oí un grillo tras la puerta, y la abrí, y él se mantuvo cerca hasta morir en mi mano semanas más tarde; como aquella fiesta de mis sueños en que todos se fueron, menos ella, y cuando intento recordar sus gestos un vacío me estrecha la garganta… Tendría que pintarla. Unos versos en que esa presencia a la que viajo sea alguien.
Quiero un poema así, una declaración proferida detrás del telón en la obra de la vida, donde no hay reflectores ni aplausos ni afán de ser visto, donde el ser se funde con el sitio y uno deshace su personalidad para renunciar a los estrépitos y los deseos, donde el sufrimiento no es más real que un dicho olvidado, que algo que comimos ayer o el contar de una secuencia de cosas para no aburrirnos. Algo que envuelva todo eso, que iguale el amor al dolor, y a cuanto ahora ni sospecho.
No puedo evitar, sin embargo, sentir que nada de estos deseos basta; que es más bien al contrario, y, como el amor, el poema llega cuando ya no lo esperas. El poema es por tanto esa espera imposible que se ejerce sin retribución, sin escribirlo siquiera, porque el poema es el estado de conquista de su propia tierra, una canción de olvido que, sin querer, perdura; un lugar para andar descalzos y donde lo ganado es también lo perdido.