DE AIRE EL BESAR, DE CARNE EL BESO
Jorge Santana
El amor que no siento no puedo verlo en nadie, sin embargo, mi tristeza la veo en todos, en todo. En la calle la gente se besa, se abraza. Yo hace años olvidé cómo se estrechaba una mano con vuelo para saludar, ahora que la forma de hacerlo ha cambiado y se coge la mano del otro en una mitad de segundo para luego separar los puños y chocarlos como en cámara lenta, cautelosa pero contundentemente, como copas en el brindis… ¿Qué es lo que hace entonces al amor invisible para mí pero visible a mi tristeza cuando yo no soy mi tristeza?, ¿qué es lo que da una técnica a los demás que no veo en mí y a cuyo adiestramiento me hallo envejecido y ridículo? ¿Y por qué insisto al mismo tiempo en creerme digno de no tener una respuesta ahora?
Hay soledades que me parecen deber estallar de tan solas dentro de quienes las albergan, como si alguien desolado, y ante la imposibilidad de ser colmado por nada o por nadie, pudiera explotar en cualquier instante. Por eso doy toda la razón a aquellos que insisten en dejarme ir o, más bien, en invitarme a que me marche, cuando presienten mi velada voracidad, mi hambre añeja, y sobre todo porque una voracidad no es poca cosa aunque se la muestre poca, y uno vive por la esperanza, más allá de lo que se podría pensar, de un beso, de un abrazo, etc., y porque el amor, como la soledad, pertenece a lo que contrariamente suma su intensidad al descontarse, y se paladea poco la soledad cuando se la tiene toda y se siente más amor cuando más solo se está.
¿Qué es entonces lo que me tiene orgulloso en mi voracidad y miserable en mis encuentros? Trato de reconocerlo; sí, de decirme que no hay amor sin descaro, sin eso que derrama de nosotros hasta el sueño y el miedo. Acaso eso sea mi orgullo ahora. No hay amor sin confesión, sin ridículo ni intento de suicidio, no de la vida, sino suicidio del amor que se acaba a sí mismo; como juguete que se usa sin reserva hasta romperse, o mejor, como el arte que se trepa a su forma hasta tumbarla, que la sirve hasta rebosar, que se come hasta hacerse una boca infinita. Amar no es sólo desnudarse; sino desnudar lo que se empeña en mirarnos la ropa.
Hay desnudos que pesan como piedras, que pesan mucho más que sus vidas, que el tiempo y el cuerpo que los soporta; desnudos seniles en cuerpos aún jóvenes, cuerpos sin pudor que anduvieron por ni dios sabe dónde y llegaron a ti, justo a ti, sin responsabilizarse de ser ellos; y te tuviste que sacar la ropa como si te sacaras el alma con la gloria y la vergüenza que nunca les viste; cuerpos marcados por la sombra, cuyas ropas caían dejando ver pliegues que parecían idiomas insondables, aromas de otro mundo, formas que tus manos no entendieron en pieles que sufrieron tempranos desengaños y a cuyo tacto te parecía estar soñando. Y ante las que, sin saber por qué, hiciste una confesión falsa e inoportuna: “yo también un día morí de soledad, yo también podría pasear contigo, yo también te amaría (yo tampoco tengo más remedio que colgarme de ti).”
No queda más por describir, nada es belleza o fealdad, lozanía ni vejez. No podemos entender el amor de otra manera que no sea la de una total y lasciva intimidad, abolidos los secretos, corridos los riesgos, llorados los llantos, arrancadas las últimas capas.
Quizás haya costumbres comunes, más o menos abiertas, descubiertas a todos, más o menos compartidas: el beso en un escalón, la mano al salir del cine, el abrazo y la caricia al andar, y para otros, el insulto y el látigo. Y no es ese castigo lo que me duele de otros, sino su desamor que no sabría vivir cayendo siempre, con el hambre de un preso durante años… Entonces vuelvo feminidad el mundo, como si amara las mujeres que miro cada día y las cosas en ellas, de modo que el espacio se haga tibio y adonde sea que mire, haya un amor abierto, no traducido en símbolos, sino real de haberse despertado juntos y recordarlo siempre, penetrando desde un cuerpo a una parte de su alma: “entré en ti – entraste”, “caí en ti – caímos”. Imposible ser más animal, más amante… Y las manos que nos ofrecen un café, que recogen o despachan tras una ventanilla un boleto de algo, son manos para acariciar, manos creíbles, son un ‘sí’ en nuestra espera, vida próxima para saber la vida, y así, reconocerla.
Proyectamos contactos con otros en nuestro cuerpo justo al momento de verlos: se aprietan los labios, se pasa las manos en una caricia por la nuca, se da un trago al café mientras se mira una boca… Espera entibiada por otra más real, por otra… ¡Tomar esas manos! ¡Mirar esos ojos! Despertar al contacto de un ser cada vez nuevo. Observar cómo nos cierra dejándonos abiertos dentro.
¡Qué cerca estamos de los sueños cuando más intensamente vivimos despiertos! ¿Quién no ha besado alguna vez la palma de su propia mano pronunciando algún nombre?, ¿quién al aire de su alcoba no lo hizo un instante carne y lo cruzó con ardor, gozo y lástima?, ¿quién no quiere tomar a quien viene a lo lejos y se acerca y comprueba en la proximidad de su aroma recién descubierto la urgencia de un abrazo (con el hambre de haber estado preso por años)?… Ay pero no tenemos eso, ni el beso ni el tacto son más que instrumentos del sueño de lo que no alcanzamos sino con la mirada; y sólo la mirada hace a su modo reales los besos y abrazos que ya no son posibles. Una resignada cortesía, una urgencia seductora dice a otros ojos: “quiero entrar en tu vida, tomarte, que me tomes, que caigas en mí, caerme”. Uno puede casi morir por el anhelo de un beso tan urgente como imposible. He pensado tan hondo así frente alguien que alguna vez obtuve al menos una impúdica sonrisa. Porque al final la vida se encamina hacia ahí, a cavar en los demás un surco y a seguirlo… A veces tenemos las palabras.
Y qué sería si esto fuera posible: besar, acariciar, tomar lo que se posó frente a nuestro deseo inmediato? ¿Qué sería del mundo como orgía? He visto en los baños públicos de las grandes fiestas a desconocidos beberse y amarse sin reservas. He visto en la embriaguez mía y de otros ese pulso de urgencia animal que reclama amor desde el anonimato para invertir los puestos en un momento eléctrico. ¿Qué sería la vida en ese sueño? Algo moriría paradójicamente de tristeza, de hastío. Como mueren las ganas de querer desvelar algo de desnudez eterna, como enceguece la mirada en un derroche de apetito y alimento. Un alma nudista pero nunca desnuda, un sexo voluptuoso, pero nunca pasional.