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Del manual de superstición

DEL MANUAL DE SUPERSTICIÓN

Jorge Santana

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Busco inútilmente la cábala de mis sentimientos, el misterioso patrón con que tal vez una matemática suprema se ejerza sobre emociones y años sin que yo apenas me dé cuenta. Observo con intención maliciosa mis épocas de sufrimiento y trato de inclinarme por una fórmula. Parecería que cada seis años viene un gran golpe. Pero si recapacito, veo que eso no va más allá de una especulación baldía, pues los seis años luego parecen siete o de pronto cuatro, pares o nones, o simplemente no existir, y que lo que creí sufrir antes lo estoy sufriendo ahora.

Mi vida no tiene pautas más allá de los meses y las estaciones. Si acaso podría decir que los domingos a solas son desabridos y que por ello los lunes son difíciles de enfrentar; decir, sin alumbrar nada, que el jueves es mi día favorito y que los sábados puedo conseguir de madrugada un plato de barbacoa cerca de casa. También me doy cuenta de que las maravillas no tocan a la puerta.

Ya sin fruto alguno, aquella inercia mágica de explicarme los acontecimientos, esa superstición no muy distinta a la que confirma o niega a nuestros adentros la existencia de Dios, me acomete sin aviso y me satura, dados al aire, la vida. Algo dice mi nombre y al voltear no hay nadie. Pero tal vez algo se desencadene. En realidad, no es dolor lo que espero que ocurra, sino el escueto entender de su advenimiento o su desarraigo en mi carne. Una guía fácil para un itinerario intrincado.

Hay gente que vive medio a ciegas por ello, por trazar una ruta en el mapa de su tiempo, y entrega su convicción a un tramposo esoterismo: cábalas y horóscopos, libros y talismanes, lectura de palmas, de cartas, de café; gente cuya brújula emocional se apoya en conjuros y sextos sentidos, dedos cruzados, planetas inquietos y apariciones cuya revelación es excitada por su condicionado albedrío.

De todo pensamiento mágico me preocupa aquel que no se pueda enunciar, y más todavía, aquel que sólo aparece en el inconsciente, y con el que, sin querer, se deniega una respuesta que era pertinente y natural como en los sueños, suprimiendo las oportunidades o aniquilando un azar, un riesgo que era favorable. Me preocupa la magia que se hace a cuenta de no creer en ella, el sino de los dioses en el que no reparo, como si fuese una sonrisa inadvertida que no logré devolver. Siento la necesidad de prodigar a la vida una fe que combata el tedio de tanto escepticismo, de mis tardes y noches con mi dios en la mano y mi despertar en eterno desfase con el cada vez más escaso sentido de novedad, año tras año, mientras apelo a la correspondencia, a la comunión de las almas, mirando a alguien desconocido a los ojos y esperando de ellos la lágrima o el guiño que están por venir a los míos y que al final no hacen porque resulta absurdo, tanto como esperar un encanto en el que sencillamente no creo; abstracto, como abrir un libro al azar al encuentro de alguna señal y toparse con la palabra ‘coincidencia’.

Pero la emoción, el estado sentimental a que hoy aspiro, no está en las religiones ni en la literatura, no está siquiera en la valiosa confianza en el humano ni en la aparente salvación y elevación del alma por amor. Está en la infancia. Pero una infancia diferente a la de la nostalgia o el recuerdo, diferente al cambio de costumbres o al desarrollo de una conciencia ingenua que no podría ser ahora sino falsa. Está en una infancia sustentada en la magia ajena a las supersticiones e incluso a las buenas voluntades, una infancia como lenguaje cuyo instrumento de escritura es intercambiable (lápices por manos, gestos por acasos), capaz de volver sagrada cualquier cosa por unos minutos y hacer de una idea pasajera la mejor razón para estar vivo, porque si algo tienen los niños por esencia es esa fe no religiosa, no supersticiosa, en la vida. Es una simple fe en ellos, una fe en la fe misma que no requiere devoción ni miramientos hacia hallazgos definitivos: una fe como estafeta capaz de encantar lo que toca y moverse con ella, una fe en la que no hay rachas de buena o mala suerte, ni existe una palabra o un color para atrapar el ímpetu. Pasatiempo sin casualidad ni destino. Magia sin aburrimiento. Vida en su estado puro, es decir, vida hecha milagro.

Por ahora todo esto es una verdad inaccesible a mis costumbres, pero no del todo a mi panorama espiritual. Me viviré esta vez niño. No puedo hacer más que decirlo. No puedo llamar la atención de Dios desde mi mano sin sentir que lo he importunado innecesariamente, casi como para pedirle una golosina. No tengo más que contar, ni días ni años, nada más aparte de esta pequeña limpieza de mi ser adulto, de esta demolición de ídolos, nada que no sea el modesto regalo de una claridad que hoy necesito.

Jorge Santana Dingbat

Acerca de Jorge Santana

Mi cuerpo recuerda lo que mi alma olvida. Mi alma recuerda lo que mi cuerpo olvida.

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