Empezar el día
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Quiero empezar el día como empiezo a escribir en esta hoja en blanco, llevado por la misma escritura que no sabe qué rumbo ha de tomar; sin prisas, sin grandes pensamientos, sentir en el té que irriga mi cuerpo los afluentes del azar en los cauces del paisaje que soy, ignorante del peso de la vida a cuestas, de mis años que, de tanta costumbre, entretejen historias y manías al grado de no atender bien lo que pasa.
Quiero desatar el día tirando de la hebra de mi último sueño y hacer que mi ánimo provenga de ahí; como cuando, aún dormido, hace apenas un rato, nadaba veloz entre delfines y cocodrilos blancos escoltados por ranas y cardúmenes de peces también blancos que me rozaban con sus choques elásticos, por un canal estrecho a lo largo de una playa extranjera y a la vez conocida, y alguien más, no sé quien, en un malecón paralelo que entreveía a la izquierda, me seguía en bicicleta cantando una canción, y yo advertía en la espalda las sombras de gaviotas, todos en tránsito hacia el atardecer, donde la costa se convertía en montaña. Y no había peligros, no al menos de esos de los que uno no escapa, no había esa sensación a la que uno tantas veces vive expuesto en la realidad aunque no pase nada, de que debe cuidarse de algo malo que podría ocurrir, en guardia constante o bien en sometimiento, como si al irnos haciendo viejos el temor acabara por suplantar la inocencia del juego; no, no había eso, sino la plenitud del riesgo desnudo, la aventura del cuerpo y la curiosidad por lo desconocido a cada instante, confiado y ágil, yendo adelante.
Esas ensoñaciones son la mezcla perfecta de imaginación y memorias que no llegaron a ser vivencias, pero sí impresiones enormes, detalles importantes que no atendí en el discurrir de los días y que hoy retornan francos apuntando a un ámbito más despierto que la vigilia misma, y se aprecia eso que no se disfrutó, las lluvias no sentidas por haber huido de ellas, los aromas que la mirada distrajo, la belleza no escuchada por no haber sabido callar, en suma, la vida a la que me negué por seguir esa otra corriente que es la indiferencia de todos, ese oscuro legado del que he decidido desentenderme, drama o defecto del ser donde nos instalamos tanto tiempo, contrario a la exuberancia de los sueños y a la electricidad de su atrevimiento, bajo otra escala de distancia, con cambios súbitos de color y texturas, y por supuesto, con palabras; sueños en los que reinan arquitecturas antiguas y gigantescas, en cuyos escondrijos me miran ojos inmemoriales, ojos de un dios cósmico, mineral, que marcan mi individualidad en lo más hondo, y tiemblo en conmoción, como de ver nacer, como si ante un silencio sin precedentes la vida me tomara por la barbilla para revelarme su secreto.
En momentos como esos me vacío de recuerdos y, a cambio, siento albergar la antigüedad de las historias de todos, percibo en mi sangre el linaje arrebatado a los sueños de los demás viajando hasta mi alma, a veces dolorosamente, con sus redenciones y tristezas, con sus esfuerzos y crudos desenlaces, siento en mí los fracasos de almas que no lograron ganar la dicha por tanta miseria sucedida de una época a otra y a otra, herederas de culpa, de odio, sin ocasión de una mínima luz; y entonces, aun con su accidentada crónica, percibo mi propia luz como una deuda, como un juramento, cuando a la par de eso veo la eterna lucha del amor abrirse paso y penetrar lo duro de la roca, para tatuarse al fin en la única forma de memoria que vale la pena en la naturaleza, lo único que queda al final tras haber recorrido las grutas que van del sufrimiento a la trascendencia; y ocurre en mí un estremecimiento como prueba de vastedad y, tras ella, de avasallante gratitud. Es una incitación tan grande que, aun cuando al fin he despertado, a veces con sudor, a veces con alegría o lágrimas, esos paraísos perviven en mi disposición, como ahora que escribo; y, proclive a distinguir lo inconmensurable en lo pequeño, frente a las menudas ondas que hace el té en mi taza, tengo una voluntad de ligereza, de mayor libertad, de enredarme cada vez menos en las cosas que por lo común inhiben mi gozo, y estoy más apartado que nunca de todos los merecimientos y perdones, de todos los juicios y prejuicios, y el aire es fresco para ser en un solo respiro enteramente niño.
Delicioso emprender un día así, despertado de esos mundos sin tiempo por los sonidos baratos de este, un martilleo, un motor, un ladrido, ruidos que se repiten atenuados detrás de los muros, una discusión ininteligible confundida con un gorjeo de pájaros; jornada en la que caben preparativos que son en sí una empresa, alegoría de un amarrar de velas seguido por sus sonoros capoteos al viento, abordo de un barco todavía atracado al muelle, pero que, con festiva insistencia, convoca el horizonte; lleno de esas magníficas ocupaciones, de lo que parece estar por suceder pero que, por un alegre engaño de la vida, ha comenzado ya. Nada mejor que tomar la pluma o el pincel por cosa primera, y conducirlo por un papel como timón que esboza siluetas en el aire, prolongando el sueño sin pretensiones, y dejar que algo escriba o pinte en mí, sea lo que sea; eso tan elemental que, por dificultad de definir, solemos dejar de lado pero que es tan preciso como la necesidad de que algo más nos viva, como si fuéramos el cielo, como si desplegáramos esas velas en pos de que un ser más grande y absoluto nos atraiga a su seno y nos fundamos en él, en una especie de maternidad, de filiación nonata, danza adentro.
Y ahí, fuera del control y del examen, viendo cada cosa como por vez primera, qué sorpresa es descubrir, bajo la luz todavía azul de la mañana, los propios pies y lo sutil con que, a ras de la piel, se enarbolan finísimas venas y emergen delicados vellos, pies envueltos y ciegos que, no obstante, nos han conducido a tantas partes adonde no queríamos ir y, al mismo tiempo, adonde debemos seguir yendo. En esos intervalos uno ha tocado el corazón de la vida, haciendo dios por un instante, aun con lo difícil de expresarlo con palabras, uno ha encarnado al fin la tentativa de todo ser, de sentir la integridad a la par de lo tangible y lo intangible, sin sobresaltos, creencias ni destinos concebidos, despojados de lo que podría cubrirnos, ser la ola que oscila perpetuamente y lo transforma todo, la que agita las aguas y los campos de espigas, la que inunda y la que nos marea, y la que hace que el amor exista por el simple contacto de una cosa con otra, presencia que es la concordancia más allá de nuestras minúsculas ambiciones humanas.
Paradójicamente, recordaré estos días sin recuerdos, despojado no sólo de la carga de las crónicas, sino también vaciado de la gente, incluso de un amor con quien comparta el mismo techo. Reconozco al menos algo que no tiene regreso: imposible aquilatar el tesoro de la compañía sin antes haber aquilatado el tesoro de la soledad; estoy por mi cuenta en esta época y justo de la forma en que uno discurre en los sueños, reinventando las horas, sorprendido por cómo el deseo se prolonga más allá del cuerpo hacia el tiempo y las cosas, cómo se colma el entorno de la pasión por lo que me aboco, como el que sumerge el rostro en las prendas de quien ama y revela la sexualidad de la realidad misma, en una emoción en la que el erotismo se ha liberado de la inquietud del encuentro, del exigir de toda complacencia, y se siente el espacio como un vuelo, consciente de la magia de esos con quienes, aun en la distancia, comparto la vida y, ¿por qué no?, de quienes imagino en sueños; como si me fuera dado reconocer, mirando atrás, el punto de mi nacimiento o, adelante, el momento resuelto de mi muerte; seguro de dejar la especulación para sentir ese impulso que no es sino el presente, respirar y postrarme ante lo que sea para apreciar la poesía que lo habita, sin moral ni ideas de belleza: una nube que se esconde tras el telón de mi ventana, un cambio en el cielo caluroso, un vértigo fugaz, o bien, vista de cerca, la intrincada geometría que teje cualquier cosa, la hoja de un árbol o el ojo de un insecto; reconocer por fin que en las formas perceptibles o imaginables se halla esa literatura que por tantos años busqué tercamente en las palabras, en los libros, que quise hallar a fuerza en el arte o en la obra que alguien hizo; mientras que en verdad se trata todo el tiempo de una estética más allá de las convenciones y del arte mismo, una atracción de las presencias que se desborda por todas partes y puede habitarse sólo con la paciencia de ser notada, de reconocer que el auténtico arte a que se puede aspirar es el de convertir la propia obra en vida, reconocer, acaso sin decirlo, que si no hubiera todo este arreglo, toda esta constelación de fenómenos, no existiría el sentido y no habría siquiera una traza de materia, pues hasta una partícula de polvo y una palabra olvidada entrañan un origen heroico, que se gastó para los ojos y los oídos igualmente gastados; entonces es posible entender que el vuelo de un mosquito y el desplazamiento de toda una galaxia en la magnitud del universo condensen un significado para el cual bien puede estar hecha el alma.
Empezar el día así, seguro de que no hay nada sin una razón de compañía, así sea la de uno mismo en su propia dualidad de ser y pensar; más allá de estos cinco sentidos a los que reverencié por tanto tiempo, con los que muchas veces la parte más oscura del mundo me enajena y me prostituye llevando la primacía de lo físico hasta la náusea, preocupado por la notoriedad de mi imagen y la promesa de caricias; negado al hallazgo interior y de espalda al amor a cambio de ilusiones de juventud o reconocimiento. Como cualquier idea, la edad es engañosa. Inconscientemente, la hemos vuelto así. Sin pensar que cada día estamos más cerca de la tumba, casi todos renegamos de los años, por pocos o por muchos, sin aceptar que la vida cambia más allá de los caprichos por escoger un asiento cómodo en el bote para surcar la vida. Y la comodidad es lo que se paga más caro en este mundo; lo paga el rico que compra la aventura, el adolescente que fuma por lucir maduro, lo paga quien somete su rostro a una expresión que ya no es de sus años y que arranca de inmediato su naturalidad, y lo paga el calvo que, con insoportable timidez, se esclaviza de un sombrero para ocultar su juventud perdida. Nos decimos muy ocupados, pero tenemos demasiado tiempo para considerar estupideces como esas, y a muchos vendría bien una temporada en reclusión, o en silencio, un empleo en un hospital de emergencia adonde cada segundo es importante. Después de eso, se habría olvidado lo que no es necesario y se podría con más ligereza, con mucha más atención, regresar a la vida de siempre, pero sin ser ya el mismo. El cuidado es un idioma que no tenemos que aprender, pues existe como cualquier lenguaje verdadero que busca decir algo, como unos ojos que piden o agradecen, como unas manos que protegen o que dan. Es incluso un idioma que hablan los seres adentro de sí, con el que como cualquier otro, se puede prosperar, y cuando eso ocurre, uno es capaz de cuidar de un propio diente como se cuidaría de un niño pequeño.
Empezar el día así, sin importar despertarse una vez más, o una vez menos, en la alcoba de siempre ni zambullirse en ella cada noche a los sueños. Qué más da creer que veo el mismo rostro al lavarme frente al espejo, que reconozco los mismos límites de la ciudad de toda la vida, mientras que, en realidad, todo gira y cambia, y todo puede ser nuevo a los ojos del alma. Entonces sé que en cada cosa pervive algo no advertido que resulta, a un tiempo, lo primero y lo último; y todo lo que uno tiene que hacer es mantenerse con esa sed de devorar el combustible de la vida y hacer que su emoción se convierta en milagro. A veces basta cerrar los ojos o dar un paseo a ningún lado.
Fuera de esto, es fácil fatigarse por todo. El tedio es el sedante más vulgar para evitar el miedo, para evitar en un segundo la superstición de que algo ocurra, como una mano que busca temblorosa una medicina, prejuicios de pronunciar una palabra inhibida por las teorías del propio pensamiento, de enfermar secretamente al voltear a mirar un objeto que representa el infortunio pasado y por venir, ignorantes de que la vida siempre nos maltratará en la misma medida que la reprendamos; como si la vida se repitiera y se padeciera cada que la inquirimos sin ninguna atención, sin tomar en cuenta su infinitud, sus delfines y cocodrilos blancos, sus gaviotas y canciones; creyéndonos atrapados por siempre en las imágenes, en los intercambios maquinales con la gente; sin comprender que en todo esto se asoma la senda a una vida nueva como el sueño, eso indestructible que penetra cualquier forma y cualquier cuerpo.
Por todo eso, nada me gusta tanto como atender estos llamados y empezar mi día con ellos.
Me encanto
Y me asombra tu capacidad de asombro y deleite
Felicitaciones Jorge!!!
En un honor, querida Gabriela. Te dejo mi cariño: besos y abrazos!!!
Me honra ser tu amigo mi querido Jorge. Lenguaje suave pero muy atractivo, que definitivamente te lleva. Felicidades. Te mando un fuerte abrazo.
Mi querido Javier de los Astros, el gusto es mío. Te mando un abrazo con mi admiración!!! Ya nos encontraremos!!!